Aznar y Rajoy ni se miran y González ataca a Venezuela

  • El presidente de Ejecutivo y el presidente de honor del PP han demostrado que tienen una relación muy fría ya que ni siquiera se han saludado cuando han coincidido en el acto de homenaje a Vargas Llosa.     

    En sus discursos, Rajoy y Aznar denunciaron el populismo en la política. Felipe González, en su intervención, calificó de tiranía al régimen de Venezuela.

Vargas Llosa: "España anda menos mal que en el pasado y hay razones para el optimismo"
Vargas Llosa: "España anda menos mal que en el pasado y hay razones para el optimismo"
EUROPA PRESS
Fernando H. Valls

El presidente del Ejecutivo en funciones y del PP, Mariano Rajoy, y el presidente de honor del Partido Popular y expresidente del Gobierno, José María Aznar, han coincidido este martes en un acto en la Casa de América de Madrid de homenaje al escritor hispanoperuano Mario Vargas Llosa, que el lunes cumplió 80 años. Los dos han puesto de manifiesto que tienen una relación muy fría ya que ni siquiera se han saludado cuando han coincidido en el photocall en la entrada del acto.

En lo que sí que coincidieron fue en los discursos que pronunciaron en el acto en los que denunciaron el populismo en la política. Rajoy pidió "reivindicar la labor del político y dignificar el ejercicio de la política". "Lo contrario dará pábulo al populismo" dijo. Por su parte, Aznar afirmó que "optar por la parálisis y el populismo es la antesala de la barbarie".

En presencia de Mario Vargas Llosa y de Felipe González, que calificó al régimen de Venezuela de tiranía, el presidente de honor del PP ha lanzado un mensaje sobre los liderazgos que muchos han interpretado que iba dirigido a su partido, entre otros.

Estas han sido las palabras de Aznar, ya en la parte final de su discurso:

"Necesitamos nuevos liderazgos capaces de ejercer una tracción social, moral y política a la altura de

los desafíos que tenemos ante nosotros. Grandes transformaciones se han producido allí donde la libertad

se ha hecho presente en sus distintas formas. Muchas regiones han desterrado la frustración y el fracaso

que las había acompañado durante mucho tiempo. Otras, no. Nuestra obligación es saberlo y obrar en

consecuencia".

En el equipo de Rajoy, por su parte, insisten en que tienen en cuenta las opiniones de Aznar, pero que el

líder del PP va a ser el candidato en caso de que se repitan las elecciones. Nadie tiene dudas de ello en

la cúpula de la calle Génova.

La Fundación FAES ha distribuido el discurso íntegro de Aznar. Se ofrece a continuación:

"A lo largo de toda mi vida política he tratado de proteger y de fortalecer un valor esencial.

El valor que es propio de la modernidad y de la civilización. Un valor que no es patrimonio exclusivo de

ninguna cultura, continente o tradición. Un valor imprescindible: el valor de la libertad.

Por él han dado su vida personas en todos los países, de todos los credos, de todas las culturas, en todas las épocas. Y contra ella han combatido también personas de todos los países, de todos los credos, de todas las

culturas, en todas las épocas. Esto hace de la libertad un valor universal; y de su defensa, una tarea

permanente.

Algunos actúan como si no fuera así.

Aceptan excepciones y rebajas a la libertad de otros que no aceptarían para sí mismos. Y pretenden que

esto sea reconocido como avance social y como progreso político. Como un legado, incluso. No lo es.

No es

algo muy distinto de lo que hace algún tiempo se decía de España, sin ir más lejos. Un país incapaz de

gobernarse en democracia, de equilibrar derechos y libertades, de mantenerse unido respetando el

pluralismo social.

Los españoles desmentimos ese absurdo prejuicio en cuanto hubo ocasión, como lo desmentirá cualquier

pueblo que reciba el apoyo necesario para desarrollar una transición real a la democracia. Un apoyo que

debe exigir el respeto a los derechos humanos, libertad de expresión, participación abierta en elecciones

libres, reglas seguras e iguales para todos.

La política es una actividad compleja, difícil, llena de variables y de circunstancias imprevistas a las

que muchas veces tenemos que hacer frente sin el conocimiento necesario y sin los medios adecuados. La

realidad establece su propio calendario.

Pero hay algo que tengo muy claro y que considero ya una certeza adquirida por experiencia: sin estar

previsto, la defensa de la libertad ha sido la cuestión esencial a la que hemos tenido que enfrentarnos

en las últimas décadas. Y lo será también en las próximas.

La generación que rondaba los veinte años en 1989, cuando el Muro de Berlín fue derribado, llegó a la

vida adulta creyendo que inauguraba un tiempo nuevo, un tiempo distinto, de feliz despreocupación.

El tiempo en el que los ideales de la democracia liberal habían alcanzado la victoria final sobre los

totalitarismos. Y, por tanto, el tiempo en el que ya no había batalla alguna que librar.

Los acontecimientos vividos anunciaban un mundo lleno de promesas al alcance de la mano y de la

revolución tecnológica. Ya no había nada que temer.

Por eso, el choque emocional que produjo la visión de los atentados del 11 de septiembre fue tan profundo. Y por eso, todo lo que vino después –incluido el extravío del proyecto europeo alrededor de 2003 y la crisis económica- fue inicialmente incomprensible para muchos.

Prefirieron cerrar los ojos y buscar culpables de conveniencia, antes que reconocer la realidad de una

amenaza cierta y brutal que había cambiado nuestro mundo, y de un sistema de libertad y de progreso mucho

más frágil y vulnerable de lo que se pensaba.

Si los atentados se hubieran producido antes de la caída del Muro, su impacto social no habría sido tan profundo. Existía entonces una actitud generalizada curtida aún en el recuerdo de la guerra y en la evidencia de su posibilidad.

Pero ya no era así una vez iniciado el siglo XXI.

El 11-S se vivió por ello como una anomalía de la historia, como algo que no debía haber pasado, incluso que no podía pasar. Y comenzaron los errores de diagnóstico que aún persisten, buscando los porqués en lugar de entender el único para qué: para destruir la libertad, sin más razón que el fanatismo autoinducido. Y como si algún porqué pudiera justificar ese propósito y condicionar la única reacción aceptable frente a él.

Y vinieron también los síntomas del miedo a la libertad disfrazados de falso ecumenismo, luego de

autocensura y, finalmente, de autoinculpación y de sumisión.

Hay que comprender en ese contexto la magnitud del problema social y político que se erige ante nosotros.

Problema social antes que militar o de seguridad: la ausencia de una voluntad suficiente de defender la

libertad que se disfruta.

El sueño de la libertad asegurada fue seguido por uno de los más brutales despertares que cabe imaginar. Y aun hoy, cuando la pesadilla se sucede una y otra vez por todo el planeta, apenas acertamos a comprender lo que ocurre y lo que debemos hacer.

Seguimos tratando de cerrar con un paréntesis lo que en realidad es el inicio de un capítulo más de la

historia de la libertad, que es la historia del Estado de derecho y de las relaciones internacionales

sometidas a reglas. Una historia que revela con claridad cristalina lo que ocurre siempre que no se está

dispuesto a hacer cumplir las normas –frágiles normas- que regulan la vida libre.

Creo que en términos abstractos esta ha de ser la principal conclusión a extraer de todo lo sucedido

desde el 11-S: no cumplimos ni hicimos cumplir las normas. Nos apartamos de la base firme que debemos

defender. Y las consecuencias están aquí.

Al hacerlo, no sólo no favorecimos un clima pacífico en las relaciones internacionales sino que dificultamos la integración en nuestras sociedades de los flujos migratorios que la globalización ha ido trayendo hasta nosotros.

Es difícil que puedan producirse procesos ordenados de integración en sociedades que dudan de sí mismas,

que no se respetan a sí mismas, que no saben lo que son.

La civilización sólo es posible mediante unsistema de normas conocidas y respetadas, y esto vale tanto para cada sociedad como para sus relaciones

exteriores.

Cuando se está ante un sistema de normas legítimo, ha de hacerse respetar, incluso cuando hacerlo tenga

costes. Porque la alternativa es siempre mucho peor, para uno mismo y para los demás. Sobre esta

convicción he tomado algunas de las decisiones políticas más difíciles de mi vida.

La libertad va de la mano de la ley. Cuando se quiebra, cuando se acepta someterla a tácticas o

dilaciones, no se favorece la convivencia ni se favorece la paz. Al contrario, se siembra la semilla de

la fractura social y de los conflictos internacionales. Esta es la experiencia que conozco, y creo que es

no fácil argumentar solventemente en su contra.

Ciertamente, aceptar todo esto nos sitúa ante una perspectiva incómoda, porque demanda nuestra

participación, nuestro compromiso en algo que nos gustaría evitar. Porque nos saca de casa y nos pone a

la intemperie, ante un desafío de muy largo alcance. Nos obliga a cambiar de planes. Nos obliga a aceptar

el desafío y a ganar.

Creo que el mundo civilizado encara un dilema esencial. Seguir avanzando por la senda de la prosperidad,

el crecimiento y la libertad, esto es, profundizar en la civilización, u optar por la parálisis, la

irrelevancia y el populismo, antesala de la barbarie.

Si hace algunos años podíamos decir con plena razónque ese era exactamente el dilema latinoamericano –entonces felizmente resuelto, pese a las dificultades actuales-, hoy debemos decir que se trata también de un dilema europeo y norteamericano.

Las cosas no han ido a mejor, y algo debe de haber influido una idea del mundo algo naif que desde el

conocido discurso de El Cairo hasta hoy no parece haber resuelto, sino más bien al contrario, ninguno de

los grandes problemas pendientes.

El error, precisamente, ha estado en no aceptar la realidad y en pretender hacer del incumplimiento de las reglas, de la suspensión de su plena vigencia, un gesto inteligente de moderación y de concordia. Y por tanto en negarle a la realidad la respuesta que merece.

Elegir la libertad significa elegir todo aquello que la hace posible y evitar lo que la pierde, incluida

la inacción y la retórica vacía.

Hay que rechazar la oposición entre libertad y seguridad, hay que defender las instituciones y los procesos políticos acordados, hay que fortalecer la seguridad jurídica, el derecho a la propiedad, la igualdad de oportunidades, el desarrollo de las clases medias, del bienestar útil y justo. Y no aceptar excepciones interesadas.

Hay que garantizar la seguridad, actuar conealismo, preservar los intereses nacionales y hacerlos compatibles entre sí.

Hay que devolver su empuje a los grandes procesos de cooperación económica, militar, cultural y política,

cuya única base posible se halla en los Estados nacionales a los que debe servir, sin los cuales no sólo

no ganaríamos nada sino que lo perderíamos casi todo.

Debemos repensar para hacerlas mejores las grandes iniciativas sobre las que se ha estructurado el mundo desde mediados del siglo pasado, conservando lo mejor de su espíritu, pero adaptándolas a un contexto muy distinto que hoy por hoy, también como efecto de una revolución tecnológica vertiginosa, desafía cuanto se haya escrito sobre teoría del Estado, división de poderes, sistemas electorales o, por supuesto, soberanía.

Aprovechar todas estas novedades para procurar a la humanidad una nueva época de progreso y libertad es mucho más difícil y mucho más lento que aprovecharlo para extender las redes de narcotráfico, para desarrollar canales de tráfico de personas o para amenazar la seguridad de todos. Pero, aun teniendo en cuenta las dificultades, vamos demasiado lentos, mucho más de lo que objetivamente

deberíamos ir.

Necesitamos nuevos liderazgos capaces de ejercer una tracción social, moral y política a la

altura de los desafíos que tenemos ante nosotros.

Grandes transformaciones se han producido allí donde la libertad se ha hecho presente en sus distintas formas. Muchas regiones han desterrado la frustración y el fracaso que las había acompañado durante mucho tiempo. Otras, no.

Nuestra obligación es saberlo y obrar en consecuencia.En estas jornadas dedicadas a celebrar una larga vida que nunca deja de parecer más fresca que casi todas las demás, se abordarán las muchas caras de la libertad y de lo que hoy la amenaza.

En esa tarea, necesitamos ejemplos como los de muchas de las personas que se encuentran hoy aquí, pero

destacadamente, ejemplos como el de Mario Vargas Llosa.

Recorrer una trayectoria como la de Mario en esta intervención no es posible y no es necesario. No

estamos trayendo a la luz pública a ningún desconocido.

El suyo es un compromiso con la razón al servicio de la libertad. Y, por ello, un compromiso cuyas conclusiones no podemos anticipar o suponer, pero que resultan siempre necesarias. A ellas se llega mediante una mirada honda, incisiva e íntegra. Mediante una mirada civilizadora, fraterna y cordial. Convertida en palabra y, por ello, humana y universal.

Mario escribe para ayudar a hacer realidad la “hazaña de la civilización”, como escribió con motivo de su Nobel. Una hazaña que tiene en la libertad su cumbre y que hoy tiene en su defensa su principal tarea. 

Nos esperan momentos complicados. Pero con personas como Mario en plena capacidad y con pleno

econocimiento social, como el que revela el programa de estas jornadas, podemos estar razonablemente

seguros de que, tampoco esta vez, la libertad será derrotada.

Felicidades, Mario. Felicidades por tus ochenta años vividos con libertad”.

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