De los 'condados' al nacionalismo: Cataluña nunca fue corona ni nación

El Govern convoca un minuto de silencio en plaza Sant Jaume
El Govern convoca un minuto de silencio en plaza Sant Jaume

Cataluña nunca ha sido una nación. Todo lo que de confuso o ambiguo hay al respecto en la Constitución, responde más a las necesidades de un momento histórico y ejemplar como la Transición, que a la historia e, incluso, que a la realidad. Puede cedérsele, para empezar, la palabra a la que sin duda ha sido una de las mentes más brillantes del siglo XX español, Marcelino Menéndez Pelayo: “No hay Patria en la Antigüedad, tampoco en la Edad Media. No la hay, en rigor, hasta el Renacimiento”.

Y si a ello le sumamos que el concepto político de nación, que en buena parte atraviesa el que hoy tenemos, es una creación de la romántica Alemania en el siglo XIX; el Volkgeisto espíritu del pueblo que acuñó Herder. El nacionalismo catalán que hoy vivimos, de hecho, es un retoño eminente de éste.

La falsa “patria” medieval

Desde que Valentì Almirall, un republicano enfrentado con el prócer del Partido Federal, Pi y Margall, fundara en las décadas finales del siglo XIX el Centre Català, el nacionalismo ha visto en la Historia una veta de la que extraer, aún con mórbidas lógicas, razones de las que cargarse. La obra cumbre de este abogado fue Lo calanisme, publicado en 1886, en la que defendía las particularidades de Cataluña. Particularidades que la convertían en una nación, claro. De hecho, la dictomía que hoy el nacionalismo, en general, poco imaginativo, establece entre Cataluña y Madrid, no es más que el remozo de otra anterior -aunque tampoco muy anterior-, que ya estableció Almirall cuando en su libro afirmaba que “el Estado lo integraban dos comunidades básicas: la catalana (…) y la castellana”.

Pero lo cierto es que tal división radical de la realidad nunca ha sido cierta y menos, si cabe, en el siglo XIX, en el que la pulsión política estaba ampliamente extendida por todo el país. Recuérdese, por ejemplo, cómo la Revolución Cantonal, de corte federalista, tuvo buen arraigo en Cádiz o Málaga. Recuérdese, también y por ejemplo, que Antonio Cánovas del Castillo no era un castellano dominador, como los califica Almirall en su obra, sino un malagueño de pro al que nunca se le borró el acento.

Como en una suerte de ideática sucesión, emerge Prat de la Riba. Sabiendo éste que el mito del 11 de septiembre era un falseamiento de la historia, además de la narración cuasi fantástica de una derrota, quiso buscar asiento histórico para su ideología en la Edad Media. Ni corto ni perezoso, a finales del siglo XIX, afirmó que “la época de grandeza de nuestra patria coincide con el apogeo de la civilización de la Edad Media (…)”. Esta frase debe entenderse, por bondad hacia Prat de la Riba, hombre inteligente como pocos ha tenido el catalanismo, como fruto de la exacerbación y acaloramiento del momento. Si no, el juicio es demoledor.

La inexistente Corona catalano-aragonesa

Porque, ¿a que patria se refería exactamente? Puede que se estuviera refiriendo a lo que luego, la historiografía más proclive a la ideología que al rigor, ha devenido en llamar “Corona catalana”. Pero no. ¿Cómo se va a referir a tal invención un hombre leído? Claro que no importa tanto el cuánto se haya leído, sino el qué.

Jamás ha existido algo parecido a un reino en Cataluña. Mientras no formó parte de una entidad jurídica mayor, Cataluña si fue algo, fue una confederación de condados regidos por el que más poder acumulaba de ellos, el de Barcelona. Más tarde, hacia 1150, se produjo algo parecido a una unión entre Cataluña y Aragón, que sí se había configurado como un Reino y tenía estructura y categoría internacional como tal. Sin embargo, esa unión no fue del todo unión. Como sin duda no se habrá estudiado en la educación pública catalana, y ahorrándonos los pormenores farragosos, Ramiro II, rey de Aragón, casó a su hija Petronila, heredera de la corona, con el conde de Barcelona, Ramón Berenguer IV, que nunca ostentó ningún otro título que el de rey consorte de Aragón. Su hijo, Alfonso II, sí fue rey, pero no de Cataluña, que no existía, sino de Aragón. Conservó, además, el título de conde de Barcelona.

Sin embargo, ni estos sucesos medievales, ni los que les sucedieron en las páginas siguientes de la Historia, configuraron algo parecido a una nación catalana. Así lo afirmaba no un castellano, sino alguien tan catalán como Puigdemont o Junqueras, Jaume Vicens i Vives, que en la década de los treinta del siglo pasado afirmó, tras una investigación como las que hacía Vives, concienzuda hasta la extenuación: "En más de 3.000 documentos que llevamos recogidos, no hemos encontrado ni uno solo que nos hable de una emoción colectiva catalanista, que nos revele un estado de consciencia nacional: lo sentimos como catalán que somos". Parece poco probable que haya una nación catalana pululando por los siglos de la Historia y aún no se haya topado con nadie.

El mito de los Països

Otro tanto sucede con el mito de los Países Catalanes, que no llegan al Sur de África de puro milagro. Esos Països alcanzan desde el Pirineo catalán hasta Valencia, incluyendo las Islas Baleares y, claro, la actual Cataluña. Pero, ¿cómo es posible? Lo es, de nuevo, por retorcer la Historia. El origen de tal invención se sitúa en el siglo XIII, cuando la Corona de Aragón incorporó las Baleares y Valencia. Corona de Aragón y no de Cataluña. Ni tan siquiera, catalano-aragonesa, que, en puridad, nunca existió. Se le olvida, sin embargo, al nacionalismo que, a diferencia de Barcelona y el resto de condados, Valencia se convirtió en un reino, con sus propias Cortes y sus fueros.

Puede también deberse ese afán aglutinador sobre Valencia al Llibre del Repartiment del Regne de València. Pero sería deberlo todo a una falsificación, a la obra de un archivero hampón de 1847: Próspero Bofarull i Mascaró, que por su cuenta, decidió que a aquel texto medieval le hacia falta una reescritura. En sus páginas se contenían los sucesos de la conquista de Valencia en 1238. Le debió molestar a Próspero que en la crónica hubiera profusión de apellidos aragoneses, navarros y castellanos. O puede, quizá, deberse al LlibredelsFeytsd’Armes de Catalunya. Pero sería, de nuevo, fiarlo todo a un burdo falseamiento. Su autor, Joan Gaspar Roig i Jalpí aseguró que tal obra era la copia de un incunable del siglo XV firmado por un tal Bernard Boadas. Y sin dudar que el tal Boadas pudo existir e incluso realizar cosas insignes en su tiempo, lo que es seguro es que no escribió tal libro. Y Gaspar lo sabía mejor que nadie, porque lo escribió él en el siglo XVII.

Si es por cultura, Andalucía nación ya

La realidad histórica es tozuda: nunca existió algo parecido al reino de Cataluña. Y el nacionalismo, que es igualmente tozudo, decidió cambiar su estrategia, aprovechando los aires románticos alemanes. En vez de construir la utopía de los Países desde la historia, lo hicieron desde la perspectiva cultural. Así, estos Països no lo eran ya por el devenir de los siglos, sino por las teorías lingüísticas del XIX, que enmarcaban la lengua como un elemento aglutinante, identificando por tanto la lengua con la nación. De tal suerte que, todo territorio en el que se hable catalán o alguna de sus variantes pasaba a formar parte de los Països, con la consiguiente retahíla de agravios.

Sin embargo, esto no cesó la adquisición de la Historia para uso particular. Ejemplo poco conocido es el de la Senyera, la bandera autonómica de Cataluña. Lo primero que habría que decir es que es aquella y no la estelada -una mezcla con hechuras de la Cuba revolucionaria. Después, que la señera no es sino la tradicional bandera de los reyes de la Corona de Aragón. La apropiación se basa en que era usada por Alfonso II de Aragón y Conde de Barcelona, aunque era reconocida internacionalmente como la de Aragón, habida cuenta de que en la titulación, los reinos tienes preeminencia sobre todos los demás títulos, salvo el de emperador.

Parece olvidarse con relativa frecuencia cómo los símbolos del catalanismo, desde una perspectiva histórica, son de anteayer, del siglo XIX, en concreto. Fue a finales de este siglo cuando como demostración de la “enérgica vitalidad y el carácter profundamente original de la raza catalana” se asumieron los castellets -sólo conocidos hasta entonces en Tarragona-, el ball de bastons y la sardana, como elementos de una cultura propia. Por cierto que de esta época es también la costumbre de hacerse llamar por los dos apellidos unidos por una “i”. Una costumbre castellana (y “centralista” y “dominadora”, tendría que decir Almirall), donde las haya.

Que Cataluña tiene una lengua propia, es evidente. Y que ha dado glorias a la literatura, es evidente. ¡Qué pobreza la de España sin un Salvador Espriu! El problema reside en considerar la lengua como único elemento formativo de la nación. Si lo extendemos a la cultura en general, ¿por qué no va a ser Andalucía una nación?. Si atendemos a la realidad popular, el sur español tiene más elementos diferenciadores que muchos otros.

El riquísimo folclore andaluz -tan denostado por el nacionalismo catalán, configuran una particular idiosincrasia que es a todas luces deliciosa. Al idioma común -el español-, Andalucía, que gracias a Dios no tiene aspiraciones nacionalistas, tiene muchos elementos aglutinantes: una religiosidad arraigada y unificadora, una cultura popular que va desde los tipos literarios hasta la música y una Historia rica como pocas regiones de España tienen. Sin embargo, su lema es de una hermosura sin par: “Andalucía por sí, para España y la Humanidad”.

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