"Soy hija de un narcotraficante"

  • La joven colombiana Mónica Lehder conoció a su padre cuando tenía nueve años. Siete atrás lo vio por última vez. Ahora cuenta su historia en primera persona en exclusiva para El Espectador en colabroación especial con lainformacion.com.
Mónica Lehder, a los 27 años, no ha vivido ni un mes completo con su padre, Carlos Lehder Rivas, extraditado hace 23 años.
Mónica Lehder, a los 27 años, no ha vivido ni un mes completo con su padre, Carlos Lehder Rivas, extraditado hace 23 años.
ElEspectador para lainformacion.com
Alfredo Molano Jimeno | ElEspectador.com para lainformacion.com

Mi nombre es Mónica Lehder. Soy hija de un narcotraficante. Suena fuerte, lo sé, pero es mi realidad. En este mundo nací, pese a esto nunca he llevado una vida de hija de capo. El dinero no me ha sobrado y entendí desde muy pequeña el valor del trabajo. Tengo 27 años, de los cuales no he pasado un mes con mi padre, Carlos Lehder Rivas, quien fue extraditado hace 23 años a Estados Unidos.

Nací en Armenia, Quindío [177 kilómetros al oeste de Bogotá, la capital colombiana]. Mi infancia la recuerdo como una etapa plena de mi vida. La magia de la inocencia no permite que los problemas y los dolores se traguen la energía de vivir. Crecí rodeada de familiares y amigos, acompañada y protegida por el cariño. Desde muy pequeña sabía cuál era la situación de mi papá y la razón de su ausencia. Sin embargo, no entendía la magnitud del problema y creía que todo iba a terminar rápido, que pronto íbamos a ser una familia completa, pero obvio, no ha sido así.

A los 9 años mi mamá y yo nos fuimos a vivir a Estados Unidos. Queríamos estar cerca de él, creíamos que así serían más fáciles las visitas y nuestras vidas. Lo único que queríamos era estar juntos y luchar por su libertad. Allí lo conocí. Tenía algunas imágenes de él en mi cabeza, todas con el fantasma de la prisión de fondo, guardaba fotos de cuando era niña y me llevaban a visitarlo, pero como lo extraditaron cuando tenía cuatro años, ésta fue la primera vez que nos encontramos como dos personas conscientes de lo que vivíamos.

Desde ahí mi vida cambió para siempre. Por primera vez lo pude sentir como padre; mirar en sus ojos, guardar su olor, sentir su sangre palpitando en un abrazo. Las visitas eran muy estrictas, siempre con un policía al lado, pendiente de cada palabra, de cada movimiento, y si algo extraño ocurría cancelaba el encuentro.

Ese día estuve con él cuatro horas. Era una visita corta, porque al siguiente día era la entrevista larga. Esa noche nos acostamos con la ilusión de un nuevo encuentro, pero nunca llegó. Los oficiales decidieron que ya había sido suficiente. Nunca supimos el porqué del cambio. Los americanos nunca dan explicaciones.

Desde entonces, empezamos una nueva carrera por verlo. Cuando cumplí 12 lo vi por última vez antes de regresar a Colombia, pues eran tan difíciles los trámites de las visitas, tan lentos y dolorosos, que decidimos volver. Nos dijeron que desde Colombia se nos facilitaría el proceso porque, supuestamente, tendríamos visa permanente para poder verlo cuando quisiéramos.

Cuatro años después de haber partido, volvíamos a Armenia a seguir nuestras vidas. Había quedado un cierto gusto a frustración, pero también un rezago de esperanza. Al regresar empezó una nueva etapa en mi vida, nuevo colegio, nuevos amigos, nuevos profesores. Volver con el resto de mi familia después de tantos años, regresar a la ciudad donde nací, donde, en algún momento, fuimos felices, sin problemas y sin discriminación, pero también quedamos con la tristeza de haber dejado a mi padre lejos.

En ese instante empecé a despertar, a entender la situación, a vivirla con intensidad. Ahí fui consciente de mi historia y de lo que se venía, de que en realidad mi padre no estaba conmigo y que lo necesitaba.

En mí, en mi historia, mi madre ha tenido una influencia muy fuerte. Siempre ha sido amiga, compañera y confidente. Ella ha luchado mucho para sacarme adelante y a punta de organizar la comida para eventos y fiestas nos hemos mantenido. Gracias a ella crecí como una persona normal, sin odios ni resentimientos con mi padre.

Ella me mostró su lado humano y me enseñó a sentirme orgullosa de mí misma. Me enseñó, que sin importar los obstáculos, podría lograr lo que quisiera, siempre que lo hiciera con amor y honestidad. Por ella es que he podido cargar con esto, gracias a ella, a mi abuela y al resto de mi familia materna. Son las bases de mi vida.

Las promesas que nos hicieron los oficiales norteamericanos nunca fueron cumplidas. Nuestras visas fueron canceladas. En ese momento sentí que mi mundo se derrumbaba. Año tras año íbamos a la embajada, y año tras año nos la negaban. Yo crecía, pasaban cumpleaños, navidades, momentos especiales como mis 15 y mi grado del colegio, y yo seguía sin él.

Así pasaron ocho años, hasta que en una de las tantas idas a la embajada por fin me dieron un permiso de entrada a la prisión. Empecé a organizar el viaje, pero era complicado, porque, a pesar del mito de las huacas [tesoros escondidos] de los capos, mi familia no es adinerada, es una familia trabajadora que vive del día a día. No vivimos del narcotráfico. La gran fortuna que algún día tuvo mi padre nunca fue parte de mi vida.

Hacer un viaje de estos, de un momento a otro, es difícil. Era un viaje largo y costoso para un par de semanas, pero llevaba tanto esperando este momento que no lo iba a desaprovechar. Vendí las cosas de valor que tenía, un amigo de infancia, que sabía lo importante que era para mí verlo, me regaló los tiquetes. Los otros gastos corrieron por parte de mis tíos.

(Noticia redactada por Alfredo Molano Jimeno | ElEspectador.com en colaboración especial con lainformacion.com).

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