Este año, murió en territorio iraquí Ahmed al-Darawi, un joven egipcio de 38 años. Lo hacía luchando por el Estado Islámico, grupo yihadista que intenta ocupar grandes territorios de Irak y Siria e imponer la ley islámica a la fuerza. Con 38 años, era padre de dos niños y había trabajado como encargado de márketing deportivo en una empresa de telecomunicaciones, después de ser policía durante su juventud.
Lo sorprendente de su muerte es que, en su país natal, Egipto, había sido un destacado defensor de los derechos humanos. Es una muestra más de los procesos de radicalización por los que han pasado decenas de los hombres que ahora dan su vida por el Estado Islámico, pero su caso, precisamente por la gran distancia recorrida en pocos años, es especialmente chocante.
Durante la Primavera Árabe en 2011, había participado, ilusionado, en las protestas populares a favor de la democracia, y había destacado como activista por los derechos humanos: aspiraba a ser parlamentario, aunque más tarde le ganase otro candidato, más conservador.
Como antiguo policía, había servido de nexo de unión en las conversaciones entre los manifestantes y los oficiales del Ministerio de Interior y había hecho llamadas a la policía para que se uniera al movimiento pacífico.
Él había dimitido del cuerpo policial por la corrupción que él decía, permeaba de la entidad. Pero, según señalan fuentes cercanas a él al Washington Post, había sido decepcionado por el fracaso de la revolución, que tras conseguir la marcha del dictador Hosni Mubarak y celebrar elecciones democráticas, vive bajo un gobierno militar. Su historia sirve de reflejo de Oriente Medio y del mundo árabe en general: de una 'juventud' esperanzada durante la primavera árabe, han llegado ahora la violencia, el invierno de la violencia islamista.
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