Harar, Etiopía: la ciudad que hechiza

  • Harar: ciudad etíope que por su diversidad cultural enamoró al poeta francés Arthur Rimbaud. Hoy sus imágenes son expuestas en el Centro Cultural que lleva su nombre y plasman todos esos detalles de la localidad que hechizan a sus visitantes y residentes quienes han encontrado en las hojas de khat, la fórmula para evadir su realidad. Además, desde el año 2006 fue declarada patrimonio de la humanidad por la UNESCO.
Harar, Etiopía
Harar, Etiopía
Wikimedia
Mercedes Sayagues | GlobalPost

(Harar, Etiopía). Cuando era un adolescente Arthur Rimbaud escribió cientos de páginas de perfectos poemas y fascinó a París con su talento y libertinaje. En 1874, cuando tenía 20 años, dejó de escribir. Sus ganas de conocer mundo le llevaron a África, donde se convirtió en comerciante de café, traficante de armas, fotógrafo y explorador. Durante los últimos 10 años de su vida, su hogar fue la ciudad amurallada de Harar, en el este de Etiopía.

Los únicos retratos de Rimbaud en Harar (tres autorretratos tomados con disparador automático) muestran a un hombre demacrado, vestido con holgada ropa tradicional, mirando fijamente a la cámara.

Esas fascinantes imágenes se pueden ver expuestas en el Centrio Cultural Arthur Rimbaud, ubicado en la exquisitamente restaurada mansión centenaria de un mercader indio en  medio del laberinto de callejuelas de Harar. En el museo también se muestra una maravillosa colección de fotografías del siglo XIX de la ciudad africana en donde, quizás, el poeta francés halló la paz.

"Tenía el alma atormentada, y Harar era una droga para ese dolor", afirma el conservador del museo, Shekib Ahmed.

Harar atrapó los sentidos de Rimbaud. La ciudad todavía fascina a los viajeros, con su derroche de color, aromas y estilos de vida. Aquí, donde el islam se encuentra con el cristianismo, y Arabia y Asia se unen a África, el comercio entre regiones y  culturas ha florecido durante más de 1.000 años de ininterrumpida vida urbana.

Hacia 1550 el gobernante de Harar, el emir Nur ibn al-Mujahid, mandó construir las murallas con cinco puertas, conocidas como Jegol, que todavía hoy se mantienen en pie. Esa fortaleza ha logrado mantener intacto el centro de Harar, mientras que la ciudad moderna crece hacia el norte y el oeste. Unos 20.000 hararíes viven en las casi 48 hectáreas que encierran las murallas defensivas.

El comercio y la religión conforman la vida de Harar. Los etíopes musulmanes la consideran la cuarta ciudad sagrada del islam, con sus 80 mezquitas y 200 tumbas de santos.

La ciudad permaneció cerrada a los ojos no musulmanes hasta que en 1855 el explorador británico Richard Burton, que dominaba perfectamente el árabe, se vistió con ropas tradicionales y se coló en la ciudad durante 10 días. Esa experiencia la reflejó posteriormente en un pormenorizado relato.

En los bulliciosos mercados en cada una de las cinco puertas se ha negociado durante siglos con incienso, ganado, café, albahaca y todo tipo de cestas.

El poder comercial de Harar comenzó a declinar después de que los franceses construyeran la línea férrea entre Addis Abeba y Yibuti, salvando las montañas de Harar. Además, el gobierno militar de Mengistu Haile Mariam (1974-1991) reprimió la cultura hararí, su idioma y su comercio. Pero con la instauración de la democracia, Harar ha recobrado su autonomía y vuelve a brillar de nuevo.

En cuatro de los mercados de la muralla todavía se comercia con avidez. A diario llegan a la ciudad campesinos oromo con sus burros llenos de madera, caña de azúcar, patatas y todo tipo de bienes llegados de contrabando desde la vecina Somalia.

En la actualidad la mayor fuente de ingresos en torno a Harar es el khat, un estimulante. Masticar las tiernas hojas del khat, un arbusto, es popular y legal en la mayor parte de África oriental y en la península Arábiga. El khat de Harar es considerado de los mejores, y su comercio se extiende hasta el Mar Rojo.

El khat de mejor calidad es el que se recoge fresco al amanecer, que se debe consumir en el plazo de 48 horas. A primera hora de la mañana, los mercados de khat de Harar son un frenesí de gente, y el bullicio continúa aún después de que se hayan vendido todos los fardos de hojas.

Esta es una ciudad entregada a la hoja narcótica. Los sastres, los vendedores de café, los joyeros, todos trabajan con un montoncito de khat a un lado, que van consumiendo poco a poco. Por la noche, las familias se reúnen en los emperifollados salones de sus casas y se dedican a mascar khat, a beber té con canela y café, y a hablar durante horas.

La parte negativa del khat es la adicción: hombres jóvenes y viejos con los dientes teñidos de verde y podridos hasta el punto de que ya no pueden masticar y tienen que machacar las hojas en morteros de madera; hombres que mendigan, alucinan y duermen en la calle. Harar está repleto de locos, atormentados por el cáncer de boca y la psicosis.

"Mascar khat no es malo hasta que te comienza a absorber la mente", asegura Birinyam Mengistu.

Alto y de pelo rizado, Mengistu trabaja como guía turístico local. Ha viajado por las principales ciudades de Etiopía, pero no cambiaría Harar por ningún otro lugar. "¿En qué otro sitio puedes encontrar hienas paseando por las calles de noche?", pregunta. "Ojalá se comiesen las bolsas de plástico y limpiasen de paso la ciudad".

Las hienas tienen un lugar especial en la mitología de Harar. Además de la basura, se deshacen de los malos espíritus, de los conjuros y dan buena suerte.

Cada noche, en la puerta de Argo Beri un hombre alimenta con restos de carne de burro y de camello a una manada de 20 o 30 hienas. Lo hace con sus propias manos, o con un palito de 30 centímetros, o directamente con su boca.

Es un trabajo que se pasa exclusivamente entre los padres e hijos de una estirpe de Harar, y es toda una atracción turística. Una vez alimentadas, las hienas deambulan por las calles. No atacan a los humanos, y los humanos no se meten con ellas.

Antes del amanecer las hienas regresan al bosque en donde viven, a unos 14 kilómetros.

Cuando el musulmán llama desde la torre de las mezquitas a las primeras oraciones, los mercados comienzan su lento despertar y las mujeres hararíes vestidas con ropa tradicional oromo (túnicas rojas, moradas y doradas sobre pantalones y con pañuelos a la cabeza) se deslizan por las estrechas callejuelas, con paredes pintadas de blanco y alegres portalones turquesa, verde, azul, amarillo, rosa y gris.

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