Libia: Combatientes de una guerra ajena

  • Miles de subsaharianos fueron señalados como mercenarios de Gadafi durante el conflicto libio. Con armas o sin ellas, fueron convertidos por la opinión publica local en sujetos temidos, perseguidos, odiados y en ocasiones hasta linchados por los revolucionarios. Hablamos con ellos a través de Natalia Orozco de El Espectador para lainformacion.com.
Un año después de la revolución que acabó con Gadafi, Libia busca su porvenir
Un año después de la revolución que acabó con Gadafi, Libia busca su porvenir
Natalia Orozco R./Especial de El Espectador para lainformacion.com

Esta es la tercera entrega de una serie de reportajes sobre la revolución en Libia. Si quieres volver a ver la primera y segunda entrega pincha en los enlaces.

En medio de la violencia, de los errores de la OTAN y de los excesos cometidos por ambas facciones implicadas en el conflicto libio, uno de los escenarios que para mí ilustraron con más claridad las contradicciones de esta guerra lo encarnaron los miles de subsaharianos presentes en el país. 

De la noche a la mañana, culpables o inocentes, por el color de su piel fueron señalados de ser mercenarios contratados por el régimen.

Desde el principio de la insurrección, la supuesta presencia de estos "asesinos a sueldo" alimentó en Bengasi y sus alrededores todo tipo de historias.

Lo cierto es que los africanos extranjeros presentes en la ciudad, con armas o sin ellas, fueron convertidos por amplios sectores de la opinión publica local en sujetos temidos, perseguidos, odiados y en ocasiones linchados por los revolucionarios.

La pesadilla para esta población, la más marginada de Libia, inició cuando la noche del 19 de febrero de 2011, después de largas horas de enfrentamientos, las fuerzas de la resistencia tomaron el palacio Al Kativa.

En esta fortaleza militar de las fuerzas especiales de Gadafi, los rebeldes encontraron en una de sus estancias un total de 162 pasaportes de diferentes nacionalidades africanas y a doce inmigrantes atrincherados y armados a los que acusaron de "mercenarios" africanos.

Para entonces se hablaba de más de trescientas personas asesinadas por manos de cascos amarillos, es decir, de fuerzas paramilitares del coronel. Fue entonces cuando una turba enfurecida de jóvenes opositores arremetió brutalmente con palos y golpes contra estos prisioneros, acusándolos de sicarios.

Como es bien sabido, con el paso de los días, muchos de los jóvenes, que al principio sólo combatían con sus gritos y consignas libertarias, se fueron armando.

En las semanas que siguieron, las ráfagas de metralleta en Bengasi anunciaban, esporádicamente, las celebraciones de los rebeldes por la captura de nuevos africanos.

Pero, ¿quiénes eran estos mercenarios?¿Cómo llegaron a Libia? ¿Cómo fueron contactados? ¿A cambio de qué?

Después de mucho insistir, Osama, (nuestro traductor libio) consiguió que un grupo de abogadas encargadas de la prisión improvisada en el edificio de las cortes nos permitieran conocer y hablar con algunos de ellos.

Antes de dirigirnos hacia el último piso del edificio, donde estaban encerrados, nos invitaron a un rápido intercambio con el fiscal Wael Nayeb, quien reiteró que "los prisioneros de guerra se encontraban bajo investigación policial y que los libios respetarían su presunción de inocencia". Insistía, además, que "sus derechos serían respetados según el Convenio de Ginebra".

Esa mañana estábamos preparados para enfrentarnos, según nos los habían descrito los opositores libios, a unos hombres descorazonados listos a violar, torturar o matar rebeldes y civiles a cambio de unos cuantos dólares.

Llegado el momento, los guardias hicieron desfilar en un estrecho corredor a los presuntos asesinos a sueldo: etíopes, guineanos, eritreos y chadianos, entre otras nacionalidades, acataban mansamente las órdenes de sus verdugos y, sin mirarnos, se alineaban contra la pared.

El ambiente era tenso. Al pedirles autorización a los carceleros para entrevistar y grabar a algunos prisioneros, le dieron la orden al primer hombre de darse la vuelta. Frente a mis ojos, la mirada de pánico de un joven, casi un niño tembloroso, agotado y confundido.

Hablando en un francés africano, repetía con voz baja e insegura "je n'aime pas Gadhafi" (No me gusta Gadafi) y aseguraba haber llegado a Libia hacía ocho meses en busca de trabajo.

Después nos permitieron hablar con otro de los prisioneros. Muchos insistieron en su inocencia y alegaron ser inmigrantes laborales.

Otros, entre ellos Salam, de nacionalidad libia, aceptó ser parte de estas fuerzas especiales de Gadafi y haber disparado, bajo presión, contra los manifestantes. "Teníamos que hacerlo, les disparé a las piernas con la esperanza de no matarlos". Salam describió la violencia con la que fueron asesinados los militares que se resistieron.

La crudeza de los testimonios era dolorosa. También era difícil discernir lo cierto y lo falso en las respuestas de los prisioneros temblorosos y los guardias triunfalistas. Lo único cierto era el inmenso temor que embargaba a estos detenidos.

Estaban sobreviviendo en un edificio abandonado de la Mahkama, es decir de los juzgados, pues la prisión central de Kuefia, a 15 kilómetros del lugar, había sido destruida por las fuerzas leales al régimen. En esas condiciones era imposible esperar que tuvieran un proceso judicial imparcial.

Sin embargo, los hombres encontrados en esta cárcel fueron quizás los que contaron con mejor suerte. Los linchamientos de chadianos y sudaneses empleados por empresas locales se hicieron frecuentes en los siguientes días.

Meses después, ya en Trípoli, tuve el segundo encuentro directo con un grupo de hombres acusados de mercenarios.

Eufóricos rebeldes disparaban al aire sus armas y nos llamaban para que viéramos sus nuevos trofeos de guerra. Una vez más, como en Bengasi, vimos a jóvenes y hombres mayores golpeados y amarrados en un camión, temblando deshidratados bajo un sol inclemente.

Orgullosos, los rebeldes les escupían sus rostros de angustia y abatimiento.

¿Y si fueran inocentes? Y aún, si fueran culpables, ¿cuál sería su destino?

Por primera vez en seis viajes a la zona para el cubrimiento de esta guerra me sentí desmoronar, incapaz de avanzar en esa frágil línea de un conflicto marcado por complejos intereses y que se degradaba sin cesar.

Era imposible hablar de buenos o de malos, mucho menos de justicia. Afortunadamente para entonces, otros medios latinoamericanos habían llegado a Libia, y el consejo solidario de Herbin Hoyos, colega y apoyo en este cubrimiento, me permitió volver a la calma y retomar el trabajo periodístico.

Para entonces habían pasado seis meses desde el inicio de la insurrección, y se estimaba que el ejército irregular que combatía para proteger al clan Gadafi estaba formado por 6.000 soldados de élite, extranjeros procedentes también de Níger, Mali y Kenia. Igualmente, habían encontrado evidencias de mercenarios árabes que provenían de Túnez, Argelia y Sudán.

Los últimos africanos que tomaron parte en el conflicto los vimos abaleados, en la puertas de Babazizia, fortaleza de la familia Gadafi tomada en agosto de 2011 por la oposición, en Trípoli. Según nos relataron testigos, al llegar los rebeldes, los empleados libios huyeron y los únicos que dieron la pelea hasta el final de sus vidas fueron los subsharianos.

Mientras levantaban sus cuerpos hinchados y descompuestos, después de haber permanecido días a la intemperie, abogados libios nos decían que el uso de mercenarios extranjeros representaba el último acto de resistencia del coronel, que tuvo que comprar protección por no haber logrado una genuina lealtad de su pueblo.

Hoy muchos subsaharianos permanecen inocentes en cárceles donde, según Human Rights Watch y Médicos sin Fronteras, los opositores al depuesto régimen los someten a indescriptibles torturas. La práctica ha sido negada por el Consejo Nacional de Transición.

Las investigaciones avanzan. Mañana se abrirá en Bengasi el primer juicio contra leales al régimen. Por ahora, lo único claro es que muchos de estos africanos, quizás culpables de combatir una guerra ajena, fueron reclutados en pueblos marginados y en el desespero del hambre y la miseria.

Reportaje de la periodista Natalia Orozco de El Espectador en colaboración especial para lainformacion.com.

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