OPINION

El 21-D, la ausencia de liderazgos y la necesidad de construir una España nueva

Estupefacto. Así me acosté el jueves 21 de diciembre tras constatar que las encuestas no se equivocaban y la candidatura de Carles Puigdemont se alzaba con el segundo puesto, tras la brillante pero estéril victoria de Inés Arrimadas en las Elecciones Catalanas. Es probable que ambos fenómenos no sean independientes entre sí y que ante la expectativa de una victoria de Cs, dos millones de votantes quisieran reafirmar que las instituciones catalanas son suyas. Un efecto que ya comprobamos en 2001 cuando un pacto tácito que podía convertir a Jaime Mayor Oreja en lehendakari movilizó el voto a favor del PNV, dando la victoria a Juan José Ibarretxe.

Durante estos días navideños, entre turrones y encuentros con familiares y amigos, he leído con avidez los análisis políticos que se han publicado a la búsqueda no sólo de una explicación de lo que ha sucedido, sino de un escenario verosímil respecto de lo que puede pasar a partir de ahora. No he encontrado, por ahora, respuestas tranquilizadoras. Los primeros pasos de Puigdemont, retando al Rey a rectificar su discurso del 3 de octubre, o desafiando a Rajoy con una impensable reunión previa a la investidura, son desalentadores. Uno diría que lo que más importa al destituido presidente de la Generalitat es evitar comparecer ante los jueces. Pero más allá de su problema personal, la estrategia inmediata podría consistir en crear un conflicto de legitimidades.

Pronto sabremos si los cinco diputados electos huidos o solo algunos de ellos recogen su acta, dado que pueden hacerlo sin tener que pisar suelo español. En tal caso, estarían ausentes en la sesión constitutiva del nuevo Parlament, salvo que regresen antes a España y el magistrado Llarena decida mantenerlos en libertad. No parece lo más probable. La complejidad de la situación se agravará si para entonces el ex vicepresidente de Puigdemont, Oriol Junqueras, y los otros dos diputados electos siguen en prisión preventiva y no son autorizados a asistir a dicha sesión constitutiva. De modo que en enero podríamos ver un Parlament con algunos miembros ausentes y, por tanto, sin mayoría independentista para elegir la Mesa de la Cámara. Un terreno ideal para el discurso victimista de Puigdemont y los suyos.

Pienso que quienes sostienen que el 21-D vimos el resultado de casi 40 años de adoctrinamiento nacionalista yerran en el diagnóstico. La fortaleza del sentimiento identitario, del que se ha apropiado el populismo independentista desde hace cinco años, no es un fenómeno reciente. Nació y se cultiva desde el siglo XIX, y ni siquiera el franquismo pudo acabar con él. A mi juicio es una realidad que hay que aceptar, sin dejar de combatirla ideológicamente por la única vía posible: seguir construyendo una España mejor, incluida Cataluña, como hemos venido haciendo entre todos desde 1978. Es obvio que el modelo de convivencia que nos ha permitido prosperar, y en el que han tenido un protagonismo destacado las élites catalanas, ha entrado en crisis. Por ello, entre otras

reformas institucionales muy necesarias, es urgente abordar la de nuestra organización territorial.

Para construir una España mejor necesitamos un proyecto común y un liderazgo capaz de impulsarlo. Además, no deberíamos hacerlo sin contar con mayoría de catalanes, tanto los que votan opciones independentistas como los que no. Puigdemont y Junqueras tienen muy difícil repetir la estrategia de 2015, desafiando al Estado, fijando plazos y escenarios ilegales. Si eligen ese camino, la incertidumbre permanecerá, el bloqueo se prolongará, la economía catalana proseguirá su deterioro y el final es ya conocido: volverá a suspenderse la autonomía. Por tanto, los independentistas podrían elegir gobernar en el marco estatutario, tratando esta vez de escuchar a la oposición, que representa más del 52% de la población aunque no tenga mayoría de escaños, y negociando con el Gobierno aquello que sea negociable. Para ello debe haber alguien al otro lado, y me parece que el segundo problema está en La Moncloa.

No se atisban ideas ni liderazgos capaces de dar un nuevo enfoque al grave problema político que afrontamos. Una opción que he leído estos días es una pronta convocatoria de Elecciones Generales. Quizá fuera útil si el PP renovara su candidato, pero si no es así un nuevo Gobierno de Rajoy, aunque fuera más sólido, correría el riesgo de repetir los errores

que viene cometiendo desde 2012. Si no hay nuevas elecciones, un pacto entre PP, PSOE y Ciudadanos podría permitir encauzar las reformas más urgentes: una nueva financiación autonómica, la corrección del déficit estructural, completar la reforma de la Seguridad Social, mejorar el mercado laboral y otras muchas medidas pendientes que un Gobierno

tan débil como el actual no está abordando. Pero por encima de todo ello, necesitamos acordar un marco institucional renovado, que nos deje en condiciones de iniciar un nuevo ciclo de 40 años de prosperidad. No es fácil, pero a juicio de muchos es lo mejor que podemos hacer para estabilizar la situación en el año entrante.

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