Luz de cruce

El Tribunal Constitucional y el sexo de los ángeles

Fachada del Tribunal Constitucional.
El Tribunal Constitucional y el sexo de los ángeles
Europa Press

Voy a pedir al amable lector su colaboración para despejar una incógnita de la que pende nuestra confianza en las instituciones. La cuestión es la siguiente: ¿aporta algún beneficio a la comunidad la existencia del Tribunal Constitucional (TC)? Planteado así el interrogante, a palo seco, puede suscitar el vómito del lector. Sería como invitarle a un desayuno compartido y basado en la ingesta de un whisky doble mezclado con un chorrito de absenta. Pero como este espacio es una plaza pública en la que nos reunimos los profesionales y los buenos aficionados al mundo de las normas jurídicas, no pienso llevar a mis amigos al hepatólogo. Por eso, antes de entrar en materia tan enojosa, voy a suministrarles los antecedentes de una litis muy próxima en el tiempo, en la que el TC camina por un sendero que no lleva a ninguna parte, una trocha, por cierto, abierta por la propia iniciativa del máximo intérprete de la Constitución. No se trata de una anécdota, sino de un síntoma revelador de la grave enfermedad que padece ese organismo.

En mayo de 2010, una de las principales empresas de este país fue objeto de un procedimiento de inspección fiscal por parte del Ayuntamiento de Granada. La inspección, relativa a los ejercicios 2008-2010, tenía la finalidad de comprobar que había satisfecho las cuotas (el 1,5% sobre la cifra neta de negocios anual) de la tasa por la utilización privativa y el aprovechamiento especial del suelo, subsuelo o vuelo de la vía pública, a favor de las empresas explotadoras de servicios de suministro. El procedimiento concluyó a finales de 2012 con la práctica de una liquidación adicional por un importe total de 221.168, 27 euros. La compañía aceptó la liquidación y dio su conformidad al acta de inspección.

Poco después, el Ayuntamiento de Granada abrió un procedimiento sancionador. En el curso del expediente, los funcionarios municipales detectaron dos supuestas infracciones. Por una parte, el incumplimiento de la obligación de presentar de forma completa y correcta las declaraciones o documentos necesarios para practicar las liquidaciones de la tasa. La compañía admitió su culpa y pagó religiosamente la sanción impuesta (110.584,14 euros).

En segundo lugar, el Ayuntamiento de Granada apreció una supuesta obstrucción a las actuaciones de los funcionarios en el procedimiento inspector. Éste se había iniciado el 19 de mayo de 2010 mediante un requerimiento de información, que fue atendido parcialmente por la empresa el 16 de septiembre de ese mismo año. Luego siguieron otros requerimientos informativos para que la empresa entregara su contabilidad principal y auxiliar. A tal efecto, aportó diversa información contable el 19 de mayo, el 7 de junio y los días 8, 12 y 26 de septiembre de 2011.

Aún así, el Ayuntamiento de Granada estimó que la conducta de la entidad había procurado dilatar y entorpecer las actuaciones de la Inspección. Por ello tiró del artículo 206.6.b).1ª de la Ley General Tributaria (LGT), que sanciona esas acciones (u omisiones) ilícitas con una multa equivalente al 2% -“un pequeño tipo multiplicador”, según el ojo clínico del TC, como luego veremos- de la cifra anual de negocios de la empresa, con un máximo de 600.000 euros (que fue la que el señor alcalde de Granada impuso finalmente a la compañía). La multa casi triplicaba el importe de la deuda de la tasa, intereses de demora incluidos. Además, la LGT no permite graduación alguna de la multa en función de las circunstancias particulares del asunto. Entonces la empresa se plantó y dijo: “¡Hasta aquí hemos llegado!”.

Después de una larga serie de peripecias en la “justicia administrativa” y en diversos órganos de la jurisdicción ordinaria, el asunto acabó en la mesa del Tribunal Supremo (TS), Sala de lo Contencioso-Administrativo, Sección Segunda. Agotados todos los trámites del recurso de casación, la Sección suspendió las actuaciones y, antes de dictar sentencia, planteó cuestión de inconstitucionalidad sobre el referido artículo 206.6.b)1ª LGT. Según el TS, dicho precepto podría ser contrario a los artículos 1.1 (relativo al valor de la justicia material), 9.3 (interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos) y 25.1 (principio de legalidad), todos de la Constitución Española. Según el TS (auto de 25 de febrero de 2021) están en juego los principios de proporcionalidad de la sanción y el principio de culpabilidad.

Antes de continuar les pido que retengan el artículo treinta y cinco, apartado uno, de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional (LOTC): “Cuando un Juez o Tribunal, de oficio o a instancia de parte, considere que una norma con rango de Ley aplicable al caso y de cuya validez dependa el fallo pueda ser contraria a la Constitución, planteará la cuestión al Tribunal Constitucional con sujeción a lo dispuesto en esta Ley”.

Mediante sentencia dictada el 14 de junio de 2022 (BOE de 18 de julio), el TC desestimó íntegramente la cuestión planteada por el TS. No me voy a detener mucho en una resolución que defiende a la Carta Magna de la feroz agresión de un precepto aislado de la Ley General Tributaria con un arsenal de fuegos fatuos y una exhibición de narcisismo pirotécnico (mucho ruido y pocas nueces). Huiré del casuismo –aunque luego desandaré el camino- para emprender con ustedes, si me lo permiten, un viaje mucho más interesante ya apuntado al inicio hasta llegar a una conclusión siempre provisional: ¿merece la pena sufragar con el dinero de todos la continuidad orgánica del Tribunal Constitucional? A tales efectos, creo que la sentencia del 14 de junio tiene la condición de “tipo ideal”, según la sociología jurídica de Max Weber. Es decir, podemos, de forma legítima en esta ocasión, tomar la parte por el todo.

A propósito del supuesto carácter excesivo de la sanción que alega el TS, el máximo intérprete de la Constitución se lava las manos. Según la sentencia del 14 de junio (FJ 5), el legislador dispone de un amplio margen de configuración para reforzar la labor de la inspección tributaria y asegurar, de esta manera, la efectividad del deber de contribuir al sostenimiento del gasto público. Ítem más: se trata de un simple problema de legalidad ordinaria y no le corresponde al TC sino a los órganos judiciales interpretar la norma cuestionada por el TS (el artículo 206.6.b).1ª LGT). Al TC solo le compete realizar “un juicio de constitucionalidad abstracto”. Resumo con sus mismas palabras el órdago lanzado por el TC a los contribuyentes de nuestro país: “El resultado excesivo de la indebida aplicación de una norma tributaria no puede conllevar su declaración de inconstitucionalidad”.

¡Olé! Sin embargo, la “abstracción” no evita la pena cruel y real impuesta al titular de una actividad económica que no cumple en su integridad una obligación formal: a esa persona infeliz se le pasa por la quilla de un acorazado administrativo que castiga con mayor severidad el defecto formal de un empresario que el diseño de estructuras opacas para defraudar a mansalva el interés general. ¿Un asunto de legalidad ordinaria? Como dice el voto particular disidente de la mayoría: la función del TC consiste en “efectuar un control de constitucionalidad de los preceptos legales cuestionados, ligado a las circunstancias del caso concreto, porque precisamente en la cuestión de inconstitucionalidad el control efectuado tiene que tener efectos" para la resolución de la litis.

No caben “abstracciones” en ningún caso, y menos en una cuestión de inconstitucionalidad. El fallo singular del juez depende de la declaración del TC sobre la validez o no de la norma aplicable. Lo cierto es que el TC ha “derogado” el artículo treinta y cinco de la LOTC. Pues si el órgano que dirige Pedro González-Trevijano abandona sus funciones interpretativas de las normas sospechosas de infringir la Constitución (mediante endoso a los tribunales ordinarios) y se reserva para sí, como única obligación, fungir como un nuevo sanedrín de la lógica cartesiana (de segunda mano), ya habrán observado ustedes lo fútil y melancólico que resultará para los tribunales preguntar a papá el desenlace correcto de un juicio de valor que pueden hacer por sí mismos y al margen de intermediarios.

En realidad, el TC desprecia la objetividad de las normas jurídicas. El Derecho sería un océano habitado por contingencias sin vocación de sistema e incapaces de expresar una verdad (aunque sea provisional). “No hay nada fuera del texto” (Derrida). La vida –incluida la jurídica- no sería más que un chapapote de significantes vacíos de contenido real. Vamos progresando. El posestructuralismo del TC es hermano de la querella bizantina sobre el sexo de los ángeles, ese debate tan útil cuando los turcos estaban derribando las puertas de Constantinopla.

Una de dos: o el Tribunal desaparece (por su manifiesta inutilidad) o se consolida como ente abstracto con todas sus consecuencias (sueldos abstractos, coches oficiales abstractos, hojas de servicios y méritos abstractos…).

Mostrar comentarios