OPINION

Tabarnia: ¿broma o boomerang?

Si, como es probable, lo de Tabarnia no le suena a nada, busque en internet. Descubrirá que se trata de un movimiento, in statu nascendi, que propone, ni más ni menos, que la partición de Cataluña segregando de la misma a las provincias de Barcelona y Tarragona. Estas constituirían la Comunidad Autónoma de Tabarnia, que seguiría formando parte de España. Sus promotores se proponen, para lograrlo, celebrar un referéndum en octubre de 2019, entendiendo que les asiste el mismo “derecho a decidir” que los independentistas reclaman ahora para Cataluña. Y las razones que alegan para su pretendida segregación no son originales: están literalmente copiadas, con lógicos retoques, del ejemplo que tienen ante sus ojos. Así, los slogans son de este corte: “La Generalitat nos roba”: Barcelona y su área metropolitana, alegan, aporta el 87% de los ingresos de la Generalitat y solo recibe el 59% de lo que esta gasta. “Respeto a nuestra identidad”: Tabarnia—proclaman— “agrupa a territorios no separatistas, cosmopolitas, productivos y orgullosamente bilingües y con profundas raíces culturales y económicas con el resto de España” que poco tienen que ver con el resto del Principado, enredado en anticuadas cuestiones identitarias. “Fin de la discriminación”: “en Barcelona conseguir un diputado cuesta 46.141 votos; en Lleida, 20.036. Con una distribución más equitativa a Barcelona podrían corresponderle hasta 20 diputados más”. Seguridad para nuestros mayores: en Tabarnia, “los jubilados tendrán asegurada su pensión.”

Lo de Tabarnia puede sonar a contrapropaganda frente al argumentario soberanista, expresada en clave de broma reduciendo al absurdo lo que se dice querer emular. Y quizá sea así. O quizá no y la cosa vaya más en serio (a fin de cuentas, no de forma muy distinta —recuérdese— hizo Padania su entrada en la escena política italiana). Lo que esta naciente Tabarnia —cuya presentación en sociedad sería inminente según sus promotores— viene en todo caso a representar es una especie de contra-espejo del soberanismo: al modo de esos espejos deformantes de las ferias, ofrece, a contrario, una imagen de aquél que caricaturiza y exagera sus peores rasgos y sus más obvias deficiencias. Lo que desde el campo soberanista se lleva ya años predicando le llegaría ahora de vuelta, cual inesperado boomerang, con los mismos argumentos pero con efectos opuestos. 

Siempre es arriesgado jugar alegremente con conceptos complejos, descontextualizándolos. Sabemos todos, por más que muchos opten por no reconocerlo, que en el derecho internacional actual no existe ya tal cosa como el “derecho de autodeterminación”. Este se acuñó exclusivamente —a falta de mejor recurso jurídico, y de forma excepcional y transitoria— para resolver situaciones coloniales o de flagrante dominio por la fuerza. En modo alguno se admite su alegación para casos de democracias consolidadas. Por eso, los independentistas de Québec se vieron forzados a tirar de ingenio y buscar el modo de tocar la misma música pero con un instrumento nuevo, de irreprochable sonido: e introdujeron en el concierto jurídico internacional el derecho a decidir. Enorme acierto (por tramposo que a la vez sea) porque ¿quién puede oponerse a un tal derecho que, en su genérica formulación, equivale, ni más ni menos, que al derecho a obrar con libertad?

Ocurre, sin embargo, que ese “derecho a decidir”, tan indiscutiblemente biensonante cuando se aplica a individuos, resulta desafinado, discordante e irremediablemente problemático cuando es referido a colectividades. ¿Qué ente colectivo puede pretender ser titular indiscutible de un tal derecho? ¿La nación? ¿El pueblo? Dudosamente, salvo que se les presuponga una única y unánimemente compartida voluntad (cosa solo imaginable en el caso de un ferozmente exitoso totalitarismo). El sentimiento nacional, la conciencia de ser parte de un concreto pueblo, no es algo consustancial a la naturaleza humana: es, por el contrario, un producto cultural, con fecha y lugar de nacimiento conocidos (Occidente, finales del siglo XVIII) y fecha de caducidad todavía no precisada pero sin duda cercana. De la era del nacionalismo y de las identidades nacionales estamos transitando, imparablemente  aunque no por ello sin tropiezos, o sin resistencias, o sin retrocesos episódicos— a la era de la supranacionalidad y de las identidades complejas e incluyentes. Es decir, de la diversidad generalizada.

En el momento actual, media ciudadanía catalana parece optar por la independencia (en realidad, es más bien el tercio de toda la población quien ha hecho suya, de forma irreductible, esa bandera; pero ha logrado atraer, quizá coyunturalmente, a una fracción adicional, originariamente no soberanista). La otra mitad manifiesta sentirse plenamente catalana, pero no por ello ajena a España. Así las cosas, si una de las partes se empeña en ejercitar su “derecho a decidir” en un sentido que no comparte la otra media, lo más probable es que propicie, a modo de inevitable onda expansiva, la opción por ese mismo derecho, pero en sentido contrario. Y en ese punto, ¿por qué no imaginar que, como bomba de racimo jurídica, decidan ir sucesivamente apelando a ese derecho a decidir, pero en sentido opuesto, las provincias, comarcas, localidades o incluso barrios que se sientan relegados por lo decidido en el entorno más inmediato que las engloba? En ese proceso, el absurdo y ridículo último paso imaginable, sería, sencillamente, lo proclamado en su día ni más ni menos que por Ikea: “la república independiente de mi casa”. Nada menos.

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