Ángel Amézketa, la memoria viva de los exiliados españoles en Roma

  • Roma.- El poeta vasco Ángel Amézketa salió de España en 1960 porque le mandaban a hacer el servicio militar a Sidi Ifni y él "no pegaba tiros a nadie". Tras París y Ginebra, recaló en Roma donde se codeó con lo más granado del exilio español y con los intelectuales italianos de la época floreciente de "La Dolce Vita".

Ángel Amézketa, la memoria viva de los exiliados españoles en Roma
Ángel Amézketa, la memoria viva de los exiliados españoles en Roma

Roma.- El poeta vasco Ángel Amézketa salió de España en 1960 porque le mandaban a hacer el servicio militar a Sidi Ifni y él "no pegaba tiros a nadie". Tras París y Ginebra, recaló en Roma donde se codeó con lo más granado del exilio español y con los intelectuales italianos de la época floreciente de "La Dolce Vita".

Ángel Amézketa, poeta, aunque dice que su patria es su "madre lengua", nació hace 69 años "por cosas de la guerra" en la localidad navarra de Arróniz, cerca de Estella, a pesar de que debería haber sido alumbrado en San Sebastián, donde vivió de niño.

Las tribulaciones de su escapada se acentuaron en Ginebra cuando fue a la Embajada de España a renovar el pasaporte y se lo quitaron.

Gracias al buen hacer de José Antonio Giménez-Arnau, embajador ante Naciones Unidas, quien le facilitó un pasaporte para 15 días y le aconsejó: "Puedes volver a España, pero haz lo que quieras", el vasco llegó en 1965 a Roma.

El embajador le brindó además la dirección del matemático Miguel Sánchez-Mazas, hermanastro del escritor Rafael Sánchez-Ferlosio, que fue el punto de partida de "numerosas amistades".

Pero los que ayudaron decididamente al poeta fueron los jesuitas vascos de la Universidad Gregoriana de Roma.

Y cita al padre Goenaga, al padre Oñate "de Oñati", al padre Arregui, al hermano lego Izaguirre, que era "majísimo", en una época en la que, recuerda, "se sentía en la Iglesia el tufillo de la causa vasca".

Al Prepósito General de la Compañía de Jesús, el padre Arrupe, lo conoció cuando trabajaba en una biblioteca de la Curia General y preparaba fichas de libros.

"No sé si pertenecía a este mundo. Era un privilegiado, porque tenía una visión ética de la vida extremadamente equilibrada", dice.

En Roma pronto se formó un núcleo alrededor del poeta Rafael Alberti, llegado de Argentina y quien se instaló en la calle Monserrato, a pocos metros de la iglesia del mismo nombre que albergaba los restos del rey Alfonso XIII.

Allí, se reunían el político Nicolás Sartorius, el escritor Terenci Moix, el pintor José Ortega, el jurista José María Semprún o Angel Ojanguren, representante del Gobierno vasco en el exilio.

La mujer de Alberti, María Teresa León, preparaba los "spaghetti" para todos, era "muy simpática" y "mejor poeta que él", apunta Amézketa.

Apenas Alberti recibió el premio Lenin se compró una casa en Via Garibaldi y se mudó, rememora Amézketa. "Tenía una perra que se llamaba 'babucha' que era la mascota de todos, pero cuando su hija Aitana se fugó con alguien de la embajada franquista se descompusieron las cosas", indica.

También evoca al pintor catalán Xabier Blanch, muy amigo del editor Carlos Barral y el falangista Eugenio Montes, que escribía para el diario ABC.

Gracias a su amistad con Alberti, Amézketa conoció a Picasso en Vallauris (Francia). Al abrirle la puerta, rememora que el pintor le dijo: "¡Hola vasco!" y le hizo pasar al salón donde estaban Lucía Bosé y su hijo, Miguel, entonces un niño.

Para el poeta, Picasso tenía "ese conocimiento de saber quién era y le confería una pose preciosa. Tenía una magnetismo en los ojos impresionante, te miraba como si estuviera escrutando 'Las Meninas'".

La vida romana discurría sin sobresaltos. "Únicamente vivíamos con la angustia de los pasaportes. Una vez fui a la Embajada de España a pedirlo y allí un funcionario italiano me dijo que lo que tenía que hacer era presentarme en España y hacer el servicio militar. ¡Tu padre!", le contesté.

Mientras desfilan los turistas por Piazza Navona, Amézketa describe la Roma entonces: "Era una ciudad muy sosegada, la gente lanzaba un cesto con una polea por la ventana para subir las frutas, las verduras o la carne", precisa.

Y recuerda "La Dolce Vita" como una época, dice, "epicúrea, de placeres y de fermento cultural donde florecían escritores, cineastas, pintores, actores y hasta buenos músicos banales como Mina, Domenico Modugno, Adriano Celentano, Boby Solo...".

Los restaurantes se llamaban "trattoria" como el que había en esa esquina, señala. "El hijo del dueño se quedó con el mote de 'er pasttica' (el pastilla) porque a las alemanas les echaba una pastilla en el refresco para que se pusieran cachondas".

Pero allí recibían a los pintores de la época: Schiffano o Angelli; y muy cerca comía Fellini, a quien define como "un hombre muy cordial", o Claudia Cardinale, quien asegura que era "guapa", pero no su "tipo".

Tiempos en que "se comía, se bebía y se pagaba cuando se podía al final de mes con un cuadro o con un cuento", asegura el que es señalado como el último nihilista.

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