Cuarenta mujeres, cuarenta bosques

  • El libro de relatos ‘Mi bosque y yo’ recoge las vivencias de cuarenta mujeres anónimas y públicas en estos espacios vitales como homenaje al Año Internacional de los Bosques
Sara Acosta

 “Cuando frecuentaba el bosque de pequeña, me decían que una serpiente podría picarme, que podría coger una flor venenosa o que los duendes me podrían raptar, pero continué yendo y no encontré sino ángeles, mucho más tímidos ante mí de lo que yo pudiera sentirme ante ellos”. Parafraseando a Emily Dickinson arranca ‘Mi bosque y yo’ (Ediciones Casiopea), un baile de cuarenta historias, contadas por cuarenta mujeres anónimas y otras no, como la primatóloga Jane Goodall o la piloto Mercé Martí, sobre sus vivencias en estos espacios tan vitales como mermados, como ellas mismas describen.

El libro abandona los mensajes agónicos que se destilan desde los organismos internacionales sobre la lenta desaparición de hectáreas y hectáreas de bosque por la actividad humana para rendir tributo a la belleza y a las experiencias y sensaciones vitales que han ofrecido a estas mujeres estas masas de colores y olores tan diversos en lugares tan dispares como la Amazonia, la sierra de Madrid o los bosques tropicales de África.

El bosque despertó la fantasía de la escritora Ana María Matute, tan presente en su obra, como ella misma desgranó en su discurso de ingreso en la Real Academia Española de La lengua. “El bosque es para mí el mundo de la imaginación, de la fantasía, del ensueño, pero también de la propia literatura y, a fin de cuentas, de la palabra”, recoge el libro.

También tiene virtudes curativas, como describe la historia de Paz Torres, primer premio del concurso de relatos que la editorial creó para armar ‘Mi bosque y yo’. Para esta autora, los bosques “asumen sin desfallecer mis estados de ánimo, que son un remedio a mi malestar y que reconozco en ellos un cierto sabor de infinita bondad. Para mí, no tienen edad y son los lugares de la tierra donde uno se siente más cerca del cielo (…). Sólo espero que sigan ahí. Amigos sin condiciones, sabios, pacientes…”.

Para otras, los bosques están ligados a sus recuerdos de infancia, a la impronta de la naturaleza que dejó en ellas su relación con los árboles, en una España que aún no había abandonado el entorno rural por el éxodo urbanita. “Mi abuelo, la tierra y yo”, de María Martín Blanco, rinde homenaje a ese momento. “Mi abuelo nos acercó consciente o inconscientemente a observar la naturaleza, a respetar, me abrió la puerta a la sensación, necesaria para ser feliz, de sentirte parte de un todo mucho más allá de ti. Con los pies en la caliza, mirar al cielo y sentir que cada átomo de tu ser forma parte del universo, el cielo, la hierba, la roca, la nube, todo”.

A otras, los bosques les salvaron la vida, literalmente, y despertaron su vocación, como a Susana Domínguez Arena, presidenta de Bosques sin Fronteras, a quien una encina salvó de una caída al vacío de 30 metros de altura en una excursión por el monte. “Era el único árbol en 100 metros a la redonda y estaba allí para parar el golpe con su pequeña copa. Eso, sin duda, te marca y el cariño y el aprecio a los árboles es casi obligado”.

No falta en el libro un alegato para despertar conciencias sobre los incendios, que cada año asolan miles de hectáreas de monte. “El mayor incendio forestal que podamos imaginar se podría haber apagado con un simple vaso de agua de haber sido detectado en los primeros segundos. Esa es una reflexión habitual entre los bomberos profesionales tras esa sensación frustrante al tratar de apagar un gran incendio forestal”, escribe la jefa del Cuerpo de Bomberos de la Comunidad de Madrid, Pilar Hernán Martín.

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