Fotografiar la muerte

  • En la Galicia decimonónica y, al menos, hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX, llegó a convertirse en un arte la costumbre de fotografiar a los difuntos.

Ana Martínez

Santiago de Compostela, 27 feb.- En la Galicia decimonónica y, al menos, hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX, llegó a convertirse en un arte la costumbre de fotografiar a los difuntos.

El retrato post-mortem se inserta en una tradición occidental y cristiana, pero en la tierra de la Santa Compaña el sentido de estas icónicas imágenes, impregnadas de emociones encapsuladas, alcanzó un carácter propio.

Elena Blanco contrató una de esas instantáneas, que luego colgó en la pared más visible de su vivienda, ubicada en un pequeño pueblo de A Coruña. Es de su hijo, un bebé, y ella está a su lado. El crío fue víctima de una "mala enfermedad" y murió a los pocos meses de nacer.

El pequeño está de blanco, -así era la escenografía-, y Elena de riguroso luto. Como su encargo, hay muchos más. Se cree que el 80 % de este singular material que reflejaba una manera de vivir, y por qué no, también de morir, permanece hoy resguardado en el anonimato.

Esta práctica, contrariamente a lo que se pueda pensar, era muy frecuente, y en segmentos de población con o sin recursos. Los menos favorecidos económicamente podían llegar a empeñarse para pagar por esta instantánea, aunque por norma general nadie habla de importes.

"Era un trabajo un poco especial, no era grato hacerlo, y sí, se pagaba algo más caro". Es el comentario común entre los "artífices" de esas "metáforas visuales" que, en su mayoría, ya han fallecido.

Nombres ligados a estos trabajos son los de Maximino Reboredo, Francisco Zagala, Joaquín Pintos, José Moreira, Ramón Godás, Luis Casado, Pacheco, Ramón Caamaño, Manuel Barreiro o Virxilio Viéitez.

Documentación de la muerte abunda: el miliciano Federico Borrell fue fotografiado por Robert Capa; Eddi Adams consiguió un Pulitzer con la ejecución de un prisionero del Viet Cong en Saigon; Freddy Alborta será recordado por inmortalizar el cadáver de Ernesto Che Guevara; Susan Meiselas mostró cuerpos mutilados en Nicaragua y Cartier Bresson hizo un reportaje sobre el funeral de Ghandi.

Sin embargo, con el viaje al más allá que se produce en entornos más domésticos, no abundan los estudios.

La investigadora Virginia de la Cruz Lichet es la autora de un libro documental, el primero, sobre esta práctica "casera", y a esta obra ha incorporado 175 ilustraciones y diez documentos originales, tras acceder a una docena de archivos profesionales y a colecciones particulares.

"Todavía hay mucho material por descubrir", manifiesta en una conversación telefónica con Efe, y cuenta que ella se ha "movido con negativos", mayoritariamente, "porque es mucho más difícil encontrar las copias".

Antes se velaba al difunto en cada domicilio y la fotografía aún no se había democratizado. "Las costumbres cambiaron, y al perderse eso, también se perdió este hábito de inmortalizar al que se iba", expone Lichet, y rememora que esta tendencia se mantuvo desde "los primeros daguerrotipos" hasta "las gelatinas de revelado químico".

Hay difuntos solos, otros acompañados, y también funerales a modo de recordatorio con toda la pompa característica, incluidas hermosas composiciones florales que lo ocupan todo, anulando el protagonismo del modelo.

En Galicia, los propósitos eran "combatir la desolación", evitar el olvido, enviar la fotografía a los parientes emigrados para que comprobasen el destino del dinero girado para las exequias y, de modo espontáneo, llegaron a introducirse estas pruebas gráficas en la documentación que certificaba la defunción, sin que previamente un notario así lo reclamase.

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