"Sabía que no me podía permitir dar cabida a las emociones"

  • En las calles de Puerto Príncipe, por la noche se oyen cánticos de gente rezando, llantos contenidos y algún ladrido aislado de los perros. Kathie Klarreich, una periodista que lleva más de una década viviendo en Haití, describe la imagen de la desolación y la resignación de los 3,5 millones de haitianos damnificados por el devastador terremoto del pasado martes.
Los habitantes de Puerto Príncipe deambulan por las calles de la ciudad destruida por el terremoto (14.01.2010)
Los habitantes de Puerto Príncipe deambulan por las calles de la ciudad destruida por el terremoto (14.01.2010)
Jorge Silva | Reuters
Kathie Klarreich | GlobalPost para lainformacion.com

(Puerto Príncipe, Haití). Para cuando me puse en marcha para encontrar a un amigo el día después del grave terremoto de Haití, era cerca de media noche del día 13 de enero. Nos llevó mucho más tiempo de lo habitual llegar, por culpa de unos problemas logísticos para entrar en el país, asegurando un coche y atravesando las carreteras.

Un conductor y yo nos desplazamos lentamente por la carretera general de Delmas, que conecta la costa de Puerto Príncipe y Petionville, un barrio del extrarradio más rico en la cima de una colina. Delmas estaba repleto de gente. Algunos corrían hacia la cima como respuesta a un falso rumor de que el nivel del mar estaba subiendo después del terremoto de más de 7 puntos en la escala de Richter. Otros iban en dirección contraria, tratando de encontrar un área llana y abierta donde dormir. Y otros simplemente vagaban sin saber a dónde ir.

Vimos varias escenas de intentos de rescate. En una de ellas, una empleada de Citibank que se había caído desde un tercer piso y llevaba atrapado casi 30 horas. No podía verla bajo los escombros, pero podía oír su voz fuerte y lúcida. Estaba dirigiendo a los hombres para que supieran dónde cortar el metal que la atrapaba. Una grúa lo habría solucionado en un abrir y cerrar de ojos, pero no había ninguna disponible. Ni siquiera había linternas y los faros de un coche iluminaban la zona hundida. Los hombres cortaban el metal con un hacha y estaban usando un gato de coche para elevar el metal poco a poco.

Las calles estaban más silenciosas cuando abandonamos Delmas y torcimos dirección Lalue. Pude vislumbrar tejados tirados en los laterales de la carretera, interiores que se habían convertido en exteriores y algún brazo o pierna asomando ocasionalmente entre los escombros. Respiré hondo, pero con el olor se mezclaban más cosas desagradables que no podía ni quería identificar y me tapé rápidamente la nariz.

Conseguimos abrirnos camino pasando por Peu Bas de Chose, junto al estadio donde cientos de personas se habían juntado para pasar la noche. Las canciones de los rezos se mezclaban de vez en cuando con llantos o el ladrido de algún perro. Condujimos hasta que ya no pudimos más; ya no quedaba ningún paso abierto entre los montones de escombros. Sólo nos quedaban seis manzanas más para llegar.

Un vecindario equipado con cadenas comerciales y un servicio de guardias de seguridad vigilando las calles marcaba el área donde la suciedad se convertía en cuerpos, algunos durmiendo envueltos en sábanas y otros sobre capas de ropa. Estaba oscuro y tenía que caminar despacio. Todo estaba en silencio, aunque de vez en cuando oía algún tímido llanto, como si alguien estuviera conteniéndolo. En una o dos ocasiones oí gemidos y lamentos. En un momento dado, un grupo pequeño de unas cinco personas se balanceaban con sus manos entrelazadas en un círculo mientras rezaban. Incluso oí algún ronquido o dos.

Mientras caminaba, sabía que estaba viviendo una escena que estaría recreando en mi memoria para siempre. Hasta entonces había tratado de mantener una actitud distante conscientemente. Sabía que no me podía permitir dar cabida a las emociones que estaban rogando aflorar, porque tenía que permitirlas salir poco a poco, en distintas dosis. Esto no era una historia que fuera a ser contada como una noticia de un día. Para mí Haití era mucho más que una noticia. Era el lugar en el que me convertí en periodista, donde me enamoré y había criado a un niño. El lugar donde había hecho amistades con lazos tan fuertes como los de una familia. El lugar donde las noticias que contaba se convertían en experiencias vitales.

Los monumentos históricos que habían sido la piedra angular de las noticias habían desaparecido o estaban destruidos: los gobiernos cambiantes en el Palacio Presidencial, las marchas y procesiones ante la catedral y alrededor del Palacio de Justicia, masacres en Saint Jean Bosco… Aunque fuera duro de admitir, sabía que no había forma de que Puerto Príncipe se recuperara, emocional o físicamente, del daño causado por el terremoto; simplemente fue demasiado fuerte.

Aminoré aún más el paso. Quería recordar esta experiencia de personas, cientos y cientos de personas, tumbadas bajo las estrellas, pegadas unas a otras de la misma forma que iban a tener que trabajar codo con codo para reconstruir sus vidas y su país. E imaginé que era posible, aunque improbable, que pudieran construir unas vidas mejores, un país mejor, uno que quizá fuera capaz de ofrecer a los niños unas oportunidades que ni ellos ni sus padres ni sus abuelos habían tenido nunca.

Encontré a mi amigo y a su familia. Estaban todos bien y su casa había sobrevivido al terremoto con daños menores. La mitad de la familia estaba dormida fuera, el resto repartidos en varios coches aparcados sobre las aceras. Hablamos durante un rato y después volví poco a poco entre la muchedumbre. Sabía que cuando amaneciese al día siguiente estas calles se verían distintas y se sentirían distintas. Estarían repletas de cadáveres, edificios derruidos y vidas destruidas. Pero si cerraba mis ojos, aunque sólo fuera un segundo, aún podía evocar una imagen de la noche anterior y por lo menos aliviaría un poco.

(Kathie Klarreich es la autora de "Madame Dread", sus memorias sobre su vida en Haití como reportera de NPR, Christian Science Monitor, NBC News y Time durante la pasada década).

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