Todo por una Ley de Cultivos: la Declaración de Independencia de 1934

  • En Barcelona estaba también Azaña. Y aunque no están claras sus intenciones, hay coincidencia en que éstas eran, al menos, dudosas
Companys y el gobierno de la Generalitat presos tras la insurrección de 1934
Companys y el gobierno de la Generalitat presos tras la insurrección de 1934
Alfonso Sánchez Portela/ Centro Reina Sofía

El 6 de octubre de 1934 ha quedado grabado a fuego en las conciencias del nacionalismo catalán. Fue el día en el que Lluìs Companys declaraba el Estado Catalán dentro de una República Federal Española. Una República que, como el supuesto acogimiento al derecho internacional de los líderes independentistas de hoy, no existía.

Los hechos generales son conocidos por todos. En las elecciones de noviembre de 1933, la izquierda se desplomó y surgió como fuerza esencial de gobierno la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA), que había demostrado ser no sólo un partido con músculo, sino además el más moderno de todos en cuanto a comunicación, propaganda y movilización. Al anunciarse la coalición entre la CEDA de Gil-Robles y los radicales de Lerroux, el PSOE de Largo Caballero se complicó en los planes de insurrección que, efectivamente se pusieron en marcha en octubre del 34. Lo que sucedió después es ya Historia, y conocida.

Movimientos peligrosos

Si en estas mismas fechas, y con este telón de fondo, se desplaza la lupa hasta Cataluña, encontramos un núcleo de políticos catalanistas ampliamente satisfechos con las cotas de autogobierno y libertad política que la República significó. Sin embargo, en lo social, el

paisaje era otro. Ni el estatuto ni la autonomía causaron impresión alguna en la anarquista CNT y, por su acción y la de otros, acabó cuajando en gran parte de la opinión pública catalana que todos los problemas eran culpa de una policía que se controlaba desde Madrid (como se ve, nada nuevo bajo el sol). Se trasladó entonces la competencia de seguridad al Gobierno autonómico, fundándose el cuerpo de mossos d’esquiadra.

Cuando en 1933 se celebraron las elecciones que dieron la victoria a la CEDA y a los radicales, en Cataluña se alzó victoriosa la conservadora Lliga Catalana, superando a Esquerra. No así en los comicios provinciales, en los que la Esquerra, coaligada con la izquierda republicana, volvió a ganar a la Lliga. Sucedió, sin embargo, que era demasiado pequeño el corral para tanto gallo, y en seguida surgieron las distensiones entre los coaligados. Los radicales del Estát Catalá de Macià comenzaron a protestar contra el acuerdo entre la Esquerra y el gobierno español, y comenzaron a agruparse por separado. Lo mismo hicieron los representantes del ala más dura de la derecha independentista, que se configuraron en el Partit Nacionalista Català. Y así, acabaron por surgir una multitud de grupos.

El protagonismo lo tomó la juventud de Esquerra, que devino, en compañía de otros, en el grupo miliciano JEREC. Vestían camisas verde oliva y luchaban como si no hubiera un mañana contra la CNT. Sus líderes afirmaban que el objetivo no era otro que el de avanzar hacia un sistema de partido único, socialista y nacionalista.

Y todo por los cultivos

En medio de este escenario, el anciano Macià fallecía el día de Navidad de 1933. Le sustituyó en la presidencia de la Generalitat, el único líder catalanista de izquierda con cierto peso, Lluìs Companys, que no contaba, ni por asomo, con las buenas relaciones que su antecesor fenecido había establecido con Alcalá Zamora, presidente de la República. El nuevo president alentó las aspiraciones de la sociedad de completar el trasvase de competencias que estaba previsto.

En abril de 1934, la Generalitat aprobó una reforma socioeconómica de gran importancia, la Ley de Contratos del Cultivo, que tenía por objetivo posibilitar a los habitantes del medio rural el acceso a la propiedad de la tierra. Una legislación que no estaba dentro de las facultades que el Estatuto reconocía. La Lliga y otras agrupaciones del conservadurismo catalanista protestaron la ley, considerándola autoritaria y la llevaron al

Tribunal de Garantías Constitucionales (el Constitucional de hoy). Y éste, claro, falló en contra de la Ley por considerarla inconstitucional. Y a diferencia de lo que sucedió con el Estatut recurrido al Constitucional, entonces no se suspendieron algunos puntos, sino que directamente se declaró nula toda la ley, desde el preámbulo hasta el último de sus artículos, una declaración de nulidad que no fue promovida por la derecha de Madrid, sino por un partido tan catalán como la Lliga Catalana de Cambò.

Abandono del Congreso

Compayns reunió a su gobierno y sin más ni más, proclamó una nueva Ley que, además, tenía efecto retroactivo. Junto con esto, Esquerra y la Unión Socialista de Cataluña abandonaron el Congreso. ¡Ay, la historia, cómo se repite! El presidente del Gobierno nacional, Ramón Samper, indignado, telefoneó a Compayns para recriminarle el haber tomado una decisión tan drástica sin ni siquiera intención de negociar, mostrando a un mismo tiempo, su buena disposición para el diálogo con las autoridades catalanas. Autoridades que, claro, no tenían intención ninguna de negociar.

La izquierda de entonces, como Podemos hoy, lejos de cerrar filas en torno al Gobierno y su presidente, decidió arrebujarse en el conflicto y, de vez en vez, avivarlo con una ventolera de frases grandilocuentes. “El poder autónomo de Cataluña es el último poder republicano que queda en pie”, dijo Azaña en el Congreso. Todo le valía con tal de desgastar al gobierno de centro-derecha de Samper. Igual que todo le vale a Iglesias con tal de desgastar al del PP.

El Gobierno de Samper trató de obtener la autorización para solucionar el problema surgido en Cataluña. Y como un resorte, parecido a lo que sucede hoy, Azaña saltó diciendo que aquello era “un verdadero Golpe de Estado”. Jugó entonces el Gobierno la baza del voto de confianza de las Cortes. Se produjo el debate. Gil-Robles protagonizó, sin duda, la intervención más acalorada, afirmando que la rebelión catalana

tenía sus cómplices mayores en el palacio de la Carrera de San Jerónimo. Tan tajante fue, que el dirigente del PSOE Indalecio Prieto y otros, sacaron a relucir sus pistolas, pese a lo cual, el Gobierno ganó la moción de confianza.

La Generalitat, ante lo sucedido, dio un redoble de la provocación como toda respuesta. Aprobó una treintena de disposiciones que le otorgaban autorización para poner en marcha la inconstitucional legislación.

Silencio en unas calles sin multitudes

Avanzado el año 1934, cuando iba tomando cuerpo la insurrección de octubre, la Generalitat, que había centrado ya sus esfuerzos en una suerte de resistencia armada frente a Madrid, acabó por aliarse con la golpista Alianza Obrera, que en aquellas fechas agrupaba

también a las secciones catalanas del PSOE y la UGT, además de anarquistas y comunistas. Así, el 5 de octubre se la Alianza declaró una huelga general en Barcelona, con la ayuda del Govern, que dio orden a los mossos de detener a los camisas verdes de Esquerra, por miedo a

que reventaran la operación de presión. Y a las ocho de la tarde del día siguiente, Compayns, en el balcón de la Generalitat, habló: “(…) proclamo la República Catalana como Estado integrante de la Federación Ibérica”.

En contra de lo que desde el nacionalismo se afirma, la reacción no tuvo parecido alguno con el 14 de abril en Madrid o Barcelona. Silencio, sin multitudes por las calles. Una revolución que, en el fondo, no lo era. Se buscaba, no sumar el apoyo popular, sino el mayor número de adhesiones de la izquierda política que permitiera luego, negociar desde

posiciones reforzadas.

Al frente de las fuerzas armadas en la región estaba el general Domingo Batet, de ascendencia catalana. Hubo quienes pensaron que se sumaría. Pero tan pronto como declaró Batet la ley marcial, se desengañaron.

En Barcelona estaba también Azaña. Y aunque no están claras sus intenciones, hay coincidencia en que éstas eran, al menos, dudosas. Seguro que entre ellas no estaba la de prestar apoyo al Gobierno.

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