Hay 14.000 misioneros españoles ayudando por todo el mundo

    • Padre José Luis de la Fuente (misionero en Togo): "Lo primero que hacemos es humanizar la calle".
    • Padre José Luis Garayoa (misionero en Sierra Leona): "Dicen que Dios nos da una cuota de miedo y la mía ya está agotada".
    • Hermana Alicia Vacas (misionera en Jerusalén): "Hubo momentos en los que pensé abandonar, pero no puedo tirar la toalla".

La misionera camboniana, Alicia Vacas. Fuente: blog "Jóvenes en Misión"
La misionera camboniana, Alicia Vacas. Fuente: blog "Jóvenes en Misión"
Luz Sela

No son ni ángeles de la guarda ni héroes. Son, dicen, personas normales y corrientes que simplemente ayudan a los demás. Aunque en ayudar se dejen su salud y su vida.

Una señal les llamó desde que recuerdan. Un deseo de ayudar a los demás allá donde fuese. Por eso, los misioneros no se limitan a celebrar misa. Excavan pozos, levantan escuelas, ponen vacunas, atienden fiebres y partos, visitan enfermos, crían pollos y recogen tomates nacidos como un milagro. Hacen de bomberos, mecánicos, carpinteros. A veces, ni queda tiempo para la eucaristía. Todos han conocido las mil caras de la muerte.Padre José Luis de la Fuente (Togo): "Uno de los niños volvió a la calle. Me venía a visitar con la pistola en el bolsillo"

El misionero salesiano José Luis de la Fuente, nos atiende en Madrid, donde pasa unos días antes de volver a Togo. Desde el año 91 trabaja en África. Primero en Benin, ahora, en el Hogar Don Bosco, atendido por los salesianos, y que él fundó en el 95.

Allí, gestionan programas educativos, atienden a niños en situación de extrema vulnerabilidad o desarrollan proyectos de trabajo rural dirigidos a mujeres. "Los misioneros somos un poco multiusos", afirma, "Hay una idea que va ligada a la evangelización, pero somos también educadores, sanitarios...".

Desde siempre, recuerda, sintió viva la inquietud por dedicar su vida a la misión "Me ordené de cura, pero pensaba que aquí ya había demasiados. Me quería ir y me enviaron a una parroquia. Pero no estaba muy allá…"

Entonces aparecieron los niños de la calle, a los que dedica gran parte de su vida salesiana. Uno de los retratos más dramáticos de la realidad del país. Niños de infancias robadas, que han ido a parar a la calle procedentes de familias desestructuradas y pobres y que sobreviven a través de la mendicidad, el robo, la violencia o el trabajo forzoso. En Benin y Togo, los misioneros salesianos desarrollan desde hace años un intenso para intentar reinsertarles a través de centros de acogida y programas de educación.

"Lo primero que hacemos es "humanizar la calle", porque lo que no podemos hacer es obligarlos a entrar en un centro", explica el padre José Luis, "Eles ayudamos a reorganizarse para evitar la violencia, y con los que sí quieren entrar, realizamos una labor de alfabetización a través de la escuela. Les enseñamos un oficio e intentamos que encuentren un trabajo. También intentamos encontrar a parte de su familia, para que sean capaces de reconstruir esa parte de vida que les falta".

"Cuando son más pequeños, se consigue mucho a través de la educación. Pero son niños que tienen sus cosas dentro y al final, algunos no se adaptan. Siempre tienen una especie de falta afectiva que les marca en la vida. Incluso cuando se convierten en adultos, son más vulnerables que los otros", cuenta el religioso. Los salesianos intentan que su red no vuelva a romperse, e incluso una vez fuera del centro, siguen en permanente contacto con sus "niños de la calle". "Los acompañamos y los visitamos. Con los que trabajé en Benin hacemos celebraciones de vez en cuando, tanto con los que están integrados como con los que han vuelto a los mercados. Eso es fundamental. Porque pueden volver a la calle, al alcohol…"

Niños- "cuando llegué eran de quince años, ahora la mayoría tienen seis"- que sufren malos tratos y son vendidos como esclavos a traficantes para pagar deudas. O secuestrados por redes de tráfico de menores y que acaban explotados en talleres, minas, mercados y, en el caso de las niñas, en el servicio doméstico. Muchas son vendidas por sus familias por apenas trece euros. "Trabajan de sol a sol. Y algunas también son vendidas al extranjero para trabajar en el campo o en el servicio doméstico. O terminan en la prostitución".

Cuando una de estas niñas llega al centro, el trabajo no es fácil. Muchas no saben quienes son sus padres, porque han sido vendidas con apenas cuatro años. "Cuando las recoges, algunas con catorce años ya han sido violadas por gente de la casa en la que prestaba servicio", dice el sacerdote, "pero hemos visto que a través de la educación, de la escuela, empiezan a tener un concepto muy positivo de ellas mismas... Y aunque siempre tienen un defecto afectivo, que se complica en la adolescencia, se sale. Es cuestión de cariño y de entrega".

No oculta su satisfacción cuando cuenta lo conseguido, "uno de los niños más difíciles que teníamos trabaja ahora de ingeniero superior de electrónica. Otro es economista, tenemos un abogado, un veterinario…" El padre José Luis recuerda todos sus nombres, todas sus caras, todas las historias. La que más se ha enraizado en su corazón fue la del primer niño con el que tropezó en Benin. Un niño de la calle, dice, que, a pesar de todos los esfuerzos, terminó volviendo al sitio del que salió. "Como bandido, integrado en una mafia. Me venía a visitar con su arma en el bolsillo. Y yo paseaba con él tranquilamente por la calle. Acabó muriendo en un cruce de fuego de la Policía, después de un robo", cuenta masticando los recuerdos. "es una cosa que me ha marcado para siempre".

Ha padecido malaria, problemas de riñón, hepatitis "por medicinas que tomé contra el paludismo y que casi me trajeron medio muerto". Pero nada le arrebata de las misiones. Incluso ahora, que debe pasar por una operación en España, sólo piensa en volver. "A mediados de septiembre, espero que el médico me deje", cuenta con una sonrisa, "y además, aquí también te puedes morir si te cae una teja".

Ni siquiera la epidemia que en los últimos días desangra parte de África le atemoriza, "la verdad es que yo tengo noticias menos alarmantes. Esta enfermedad del ébola lleva ya veintitantos años, pero ahora la comunidad internacional es sensible porque se ve que puede atacar a Occidente… Nosotros lidiamos con la vida y la muerte permanentemente. Vas a una familia que acaba de tener un bebé, y seguidamente a otra que acaba de perder a un pequeño. Es así. La malaria mata un millón y medio de personas al año…"

Su sitio, dice, está allí, "aquí también hay mucho trabajo, pero yo me siento un poco ya como extranjero. Cada uno tiene que buscar un rinconcito…". El suyo está en África, el "continente maltratado", dice, en el que dos cosas le dan fuerza: "ver a un niño sonreir, porque un niño que llora a mí me parte el corazón, y también…¿aquí se cargan los móviles, no? Pues yo también cargo cada día mi batería. Mi eucaristía me sirve para coger fuerzas. Y también para saber en qué he podido equivocarme y pedirle ayuda al Señor".

Ni siquiera la fe es infinita, reconoce, "está claro que tus dudas tienes siempre, pero al final queda lo más bonito, en tu interior te sientes feliz, y a pesar de todos los problemas, dices:éste es mi sitio"Padre José Luis Garayoa (Sierra Leona): "Un niño se me murió en los brazos. Ese día miré al cielo y pregunté por qué"

"En el 98 me secuestraron y ahora me ha tocado el ébola", cuenta el padre José Luis Garayoa, mientras almuerza, durante un receso de su trabajo en Sierra Leona. Acaban de pasar por dos controles de temperatura, pero en sus palabras no se adivina atisbo de miedo. "Dicen que Dios nos da una cuota de miedo y la mía ya está agotada", ríe. "Nosotros lo llevamos con tranquilidad. Nos cuidamos, pero estamos tranquilos. La cosa es dramática, es cierto, pero nos hemos dado cuenta de que si esto hubiese pasado hace cinco meses, si se le hubiese dado importancia desde el principio, no se hubiese llegado a esto Pero cuando en Europa habéis visto las orejas al lobo, es cuando habéis reaccionado. Si el ébola sigue, las compañías de acero se van…". Garayoa se disculpa por ser tan incisivo. "Pero es así, nos están dejando Sierra Leona como un queso gruyère".

Este padre agustino, navarro de 60 años, desdramatiza todo cuanto toca, "Si he corrido en los sanfermines…" Incluso lleva con guasa la cuenta de todas las enfermedades que ha pasado. ¿Por cuántas malarias va ya? "por veinte. Me iba a quedar en la 19, pero me dijeron que con la vigésima me tocaba la muñeca pepona de las ferias", ríe. Y la padeció.

Garayoa, dice convencido, nació para ser misionero, "pero eso no me hace ni mejor mi más heroico que nadie", se esfuerza en aclarar. Primero, con indios, después, con niños de la calle… Y más tarde la región de Kamabai, en Sierra Leona. Sus superiores le animaron a realizar allí la misión y cuando llegó, el país estaba ya desgarrado por una guerra civil intensa.

A las tres semanas de llegar, lo derrotó una fiebre tifoidea, la ocasión que aprovecharon los rebeldes para secuestrarlo del centro sanitario en el que se recuperaba. Durante dos semanas, el padre Garayoa permaneció retenido, junto con otros dos religiosos y un cooperante español. Pero ni en aquellos días dejó de celebrar la eucaristía. Partía un poco de pan y chupaba las migas. Rezaba, dice, para que los matasen de un disparo en lugar de cortarlos en pedacitos. Estuvo a punto de ser fusilado, pero de aquello, cuenta, aprendió una lección de vida.

"Un negrito que no me conocía absolutamente de nada empezó a gritar: "no matéis al padre, matadme a mí". Ellos le dijeron: ¿A quien le importa un negro? Y es verdad. A quien le importa un negro. Ni en la guerra, ni en el ébola… Si muere, no pasa nada". Ese negrito es hoy el padre Peter, que ejerce en el hospital de los hermanos de San Juan de Dios y al que Garayoa reencontró años después.

Trsa el secuestro, el sacerdote voló a España. Pero ya el "virus de África" le corría con demasiada fuerza por las venas. Los psicólogos le recomendaron que se tomase un año sabático y sus superiores le enviaron a nuevas misiones a Nuevo México y Texas, donde trabajó con inmigrantes hispanos. Aunque el compromiso con África era más fuerte. Con el continente, y sobre todo, dice, con la sonrisa de una niña a la que había encontrado en una cola de racionamiento, "con un hermanito en su espalda", tenía una deuda contraída. En 2005, volvió.

"Los misioneros somos curas especiales y ves que la necesidad básica en Sierra Leona es educación y salud… Yo no tengo formación médica. Todo lo que sé lo he hecho en un cursillo de tiempo libre, pero sé leer las recetas y los papeles de las medicinas, y eso me aventaja sobre ellos". Ha tenido a cargo 35 escuelas, 120 maestros, ha excavado pozos… "y todo con la generosidad española de la gente de a pie. Granito a granito hemos hecho algo increíble. Siempre digo que si tú enseñas a una persona la has liberado. Yo no puedo explotar a quien sabe leer ni escribir". En la escuela, el padre Garagoyoa es "Grandpa". El hombre blanco que ayuda y enseña.

Ese grito infantil, con el que le llaman todos los niños que cuida, es el que hace que todo le merezca la pena. Una historia. "Un día fui a una aldea cercana, pequeñita. Me habían llamado diciéndome que había una urgencia y al llegar, me pusieron una niña de cinco días en los brazos. Su madre había muerto en el parto. Me dijeron: "si quieres que viva, llévala. Si quieres que muera, déjala. Me la llevé. El otro día la fui a ver a la escuela de preescolar y me gritó "Grandpa!" Eso es lo más. Me vino a enseñar las notas… Se me caían unos lagrimones…" La pequeña Samah tiene ahora tres años.

Aunque de entre sus recuerdos misioneros hay uno que le derrumba. El de "Grandpita", un pequeño de dos años, al que el padre Garayoa pensaba adoptar, y que finalmente falleció. "Se me murió en los brazos, y esa ha sido una de las experiencias más duras. Ese día miré al cielo por primera vez para preguntarme por qué. No entiendo por qué se tienen que morir cuatro de cada diez niños en la zona en la que vivo sin cumplir los cinco años y en otros no".

En esos momentos de vacío, Garayoa recurre a Dios. "la fe es la capacidad de soportar todas las dudas. Y cuando no lo veo claro, es cuando tengo que demostrar la grandeza de mi fe", dice.

¿Se irá algún día? "Tengo billete para el ocho de septiembre", desvela. Ante el asombro, cuenta que el médico le ha dicho que su hígado no resistiría la malaria número 21. "Tengo el billete comprado, pero si puedo me iré más tarde, cuando el ébola se calme, saldré, no ahora. Si lo hago ahora, sentiría que corro".

Pero, ¿nunca más volver a Sierra Leona? "El adiós no existe", resuelve el padre, "Dicen que si se dice entre personas que no han sido nada, no tiene sentido. Y si se dice entre personas que lo han sido todo, tampoco lo tiene. Porque la presencia de la persona que amas crece como las flores en primavera. Sierra Leona siempre va a estar en mí, yo soy parte de Sierra Leona". Su próximo destino, está con los inmigrantes de El Paso.Hermana Alicia Vacas (Jerusalén): "Ayer visité a un niño de tres años. En su casa, habían enterrado 18 cuerpos. Sólo sobrevivió él".

Alicia Vacas, la hermana Alicia, no recuerda siquiera cuándo surgió su vocación misionera, "Desde que me acuerdo quise ser médico para cuidar a los niños pobres y creo que hubo un momento en que las piezas encajaron", resuelve. "Y en ese momento me planteé cuánto quería dedicar a esto: era mi juventud, mi tiempo. Y la respuesta fue todo y para siempre".

Procedente de una familia obrera y de clase media de Valladolid, ingresó en la orden de las cambonianas con 18 años, "poco a poco fui entendiendo que no era una profesión, sino que se trataba más bien de una consagración, de entregarle la vida a Jesucristo en esta causa. Y creo que esto se fue haciendo más claro sobre todo cuando conocí a los misioneros y misioneras combonianas, en una Pascua Juvenil en Palencia. Vi que mis inquietudes existían en otras personas y que se podían articular en una forma de vida".

Después, se diplomó en enfermería en Gijón, y completó los estudios de Medicina Internacional, antes de iniciarse en las misiones. En los Emiratos, en una clínica rural de Luxor, en Egipto, o en los suburbios de El Cairo, donde llegaba a atender más de 120 pacientes al día. Ahora, con 41 años y en Jerusalén, divide su tiempo entre la población beduina que llega del Sinaí, y su trabajo en la Clínica Abierta, gestionada por la ONG israelí Médicos por los Derechos Humanos, que vigila el cumplimiento de los derechos humanos en la población palestina. Allí se encuentra frente a frente con el horror de los bombardeos, las historias de quienes lo han perdido todo. Recorre las habitaciones dedicándose a escuchar, a abrazar, a compartir silencios aquí desconocidos.

La hermana Alicia vive con inquietud el resurgir de un conflicto que nunca duerme y desconfía de que las treguas de horas decretadas entre ambas partes abran puerta a algún entendimiento. "para eso hay que poner mucho en juego y no me parece que en este momento se den las condiciones. No creo que se esté discutiendo en este momento verdaderamente levantar el embargo, el asedio de la Franja de Gaza, no me parece que Israel tenga ninguna intención de entrar en esos temas...", dice con preocupación, "la intención es acallarlo hasta el momento en que pueda explotar otra vez, y está claro que si no hay una respuesta a la población de Gaza, si no se alivia un poco la situación tan dramática en la que viven de vez en cuando, explota. Esto es una bomba de relojería y aquí se están poniendo parches".

En el hospital, la hermana Vacas lleva a cabo una misión de verificación de las violaciones de derechos humanos en el ámbito médico durante los ataques a la población de la Franja. "Lo que nos interesa cuando nos acercamos a estos pacientes es ver qué tipo de heridas tienen, qué armas las han causado, si se les ha facilitado la evacuación o dificultado... Pero al hablar con ellos sale toda la tragedia que se está viviendo allí".

El horror desfila de cuarto en cuarto. En sus camillas se tienden las víctimas más graves de los bombardeos, aunque peor que las heridas físicas son las del alma. "Gaza es una trampa", explica, "es un espacio pequeño, sobrepoblado, cerrado, del que no se puede escapar. Ese terror de tener que salvar a tu familia y no saber donde meterles, la impotencia de los padres porque no saben cómo proteger a sus hijos, el sentido de culpabilidad..."

Habla de forma pausada, que no se altera tampoco cuando cuenta cómo los niños que recibe están en coma "porque tienen metralla en la cabeza". La mayor parte de los que llegan al hospital, tienen también amputaciones. "Y los que van despertando, los que están un poquito mejor, están completamente en estado de shock. No quieren hablar, no reaccionan. A veces tienen pesadillas aunque estén despiertos y empiezan a gritar o a llamar a personas que no están con ellos. Aunque hoy he visto las primeras sonrisas".

Su voz cambia. "Algunos niños llevan ya diez o doce días en Jerusalén y hoy he visto a algunos de los primeros que llegaron que empiezan a jugar con plastilina, con pelotas de colores... y empiezan a reaccionar un poco".

Son críos que han perdido todo en los bombardeos. Su casa y su familia. "Ayer, por ejemplo, visité a un niño de tres años...", cuenta la hermana, "Aquí las familias son muy extensas y en su casa enterraron 18 cuerpos. Sólo se salvó él. Toda su familia, padre, hermanos, primos, tíos, toda la familia, todo su mundo al que estaba acostumbrado, le falta. Sólo tenía a su abuelo y cuando le preguntamos qué va a pasar con este niño nos dijo: pues nos tiene a su abuela y a mí. Esto es el valor de estas comunidades, estas sociedades muy tradicionales, en las que el sentido de la familia hace cuerpo, se vuelcan y los niños no se quedan solos. Pero ¿cómo crecerá este niño con este trauma y ese sufrimiento?", se pregunta.

La hermana Alicia va agolpando las historias. Imposible saber cuál supera a otra. Todas desangradas en el mismo lugar. "Otro niño que he visto esta mañana no sabía todavía que sus padres habían muerto. Y son siete hermanos. El niño está en coma, pero su tía me decía que no sabía como les iba a decir que sus padres ya no estaban. La mujer estaba superada, aterrorizada de tener que volver a Gaza con estos siete niños pequeñitos. Me decía: Pero si es que ya no tenemos casa, qué vamos a hacer con ellos". La hermana Alicia justifica casi una "amnesia" al preguntársele por cuál ha sido lo más impactante de su vida misionera. "Yo no puedo irme más allá de esta mañana".

Historias que van golpeando como misiles, y a las que dice, ella no se acostumbra. "Yo creí que estaba más preparada y me autoconvencía. Pero no es verdad. Sobre todo para nosotros los religiosos, la fe nos ofrece unas agarraderas muy fuertes. Y creo que la palabra que lo resume mejor en estos días es "intercesión", no sólo rezar por alguien, sino estar en el medio. Estar en el medio te desgarra. Creo que en el fondo, desde una perspectiva de fe, es un privilegio entre muchas comillas poder absorber y captar el sufrimiento de otras personas y dejar que te toque y te marque. Como misioneros estamos llamados a esto, a asumir las penas de nuestro pueblo". Las alegrías y las penas de un pueblo, en este caso, de dos, condenados en un círculo de odio y a los que ella ama por encima de todo.

¿Y la población de Gaza no llega a perder la fe? Se hace un silencio. "No, es algo que me alucina. Los musulmanes creen en la presdestinación, en el designio de Dios sobre todas las cosas. Y es algo que he oido mil veces estos días: "Esto es lo que nos ha tocado, esto es lo que Dios ha escrito para nosotros y nosotros tenemos que aceptarlo de sus manos".

"Esta mañana hablaba con una madre joven, de treinta años que está en el hospital bastante grave con una hija pequeñita, de dos. En los brazos le mataron a un bebé de cinco meses. Y cuando fui a hablar con ella la encontré llorando y el momento fue impactante. Entonces me dijo que no había querido llorar desde que le pasó. Me decía: "hace quince días que repito todo el tiempo: Señor, tú me la diste como un regalo, y ahora yo te la doy como un regalo a tí. Y hasta ahora eso me ha sostenido. Pero hoy ya no he aguantado más". Te impresiona esa fe tan grande con la que esa mujer es capaz de llevar algo tan dramático"

Junto con su misión en el hospital, la hermana Vacas atiende a la población beduina de los territorios ocupados entre Jerusalén y Jericó. Desplazados desde los años cincuenta, viven en la llamada zona C, una tierra militarizada, donde el Ejército israelí prohibe cualquier asentamiento. Despojados de cualquier método de desarrollo y subsistencia, están condenados a la marginalidad.

"Para muchos es la tercera o cuarta vez que les desplazan", dice, "Y ellos no forman parte del conflicto. Su carácter es muy tranquilo, están mucho más interesados en sus tradiciones, en sus animales, en sus familias, en su forma de vida tradicional... Los beduinos nunca han tenido propiedad de la tierra".

Una situación que golpea de forma especial a los niños, que deben recorrer kilómetros para poder ir a la escuela. Las religiosas cambonianas, junto a Manos Unidas, trabajan para construir en esa zona guarderías y colegios, siempre bajo la permanente alerta de ser destruidas por el Ejército. Cada escuela que construyen tienen una orden de demolición desde el primer día. "Pero los beduinos tienen una paciencia infinita", relata, "una capacidad de resistencia tranquila y pacífica. Se agobian mucho menos que nosotros. Cuando nos parece que es una situación crítica ellos dicen "siempre ha sido así". Ellos dicen que si dejan que Israel les controle la vida les darán más poder que el que tienen. Que nos tiran la casa, pues mañana la levantamos. Que nos tumban la escuela, mañana empezamos a reconstruirla".

La misma filosofía que rige su vida. ¿En algún momento ha pensado en abandonar? "Ha habido momentos...", reconoce ella, "pero no puedo tirar la toalla". Como los beduinos.España, el país con más misioneros del mundo

14.000 misioneros españoles, según datos deObras Misionales Pontificias (OMP), ejercen su trabajo alrededor de todo el mundo. La mayoría, el 54% son mujeres, y la mayoría también, tiene una edad avanzada. El mismo porcentaje, entre 70 y 90 años.

De ellos, el 51% son religiosas y el 36% sacerdotes. Aunque hay además un 5% de misioneros que no se adscriben a religión. Por continentes, América es el principal destino. Allí trabajan el 70'8%. El 13'8% están en África, un 8'9% en Europa, el 6'2% Asia, y, finalmente, apenas un 0'2% desarrolla su misión en Oceanía.

Perú es el país con más misioneros españoles, 969. Le siguen Venezuela con 968 y Argentina con 666. Pero los misioneros españoles también se adentran en las regiones donde los cristianos son acosados y hay más peligro. Así, la India cuenta con 116 misioneros, Kenia tiene 33, Argelia 29, China 26, Indonesia 17 y Egipto 15.

Además, según los datos de la OMP, hay 227 españoles en países donde los cristianos son perseguidos, como India, Kenia, Argelia o China. Muchos otros se enfrentan a situaciones de conflicto o a países frecuentemente asolados por los desastres naturales.

Los datos convierten a nuestro país en el que más misioneros católicos tiene en todo el mundo. "Pese a la escasez de vocaciones, la proporción de misioneros que salen de España sigue siendo la misma con respecto al número de ordenaciones", explica el padre Anastasio, de las Obras Misionales Pontificias. Personas que "deciden quemar las naves, dejarlo todo y entregar su vida al anuncio del Evangelio".

Repartidos en 130 países, los misioneros no sólo anuncian el Evangelio. También llevan a cabo proyectos de desarrollo educativo, sanitario y de promoción social de las comunidades locales. Los "territorios de misión" representan el 37 % de las circunscripciones eclesiásticas, donde viven más de 200 millones de católicos y el 47 % de la población mundial. El 22,8 % de las instituciones sociales del mundo atendidas por la Iglesia están en esos lugares (hospitales, residencias de ancianos, orfanatos, comedores), así como el 47,2 % de las educativas.

Los proyectos se llevan a cabo, fundamentalmente, a través de las donaciones de fieles que, en los últimos años han registrado un descenso debido, fundamentalmente, a la crisis. Los donativos europeos, por ejemplo, cayeron entre 2008 y 2012, de los sesenta a los cincuenta millones de euros.

Según datos de Obras Misionales Pontificias, los españoles destinaron el año pasado 14.648.000 euros a las misiones, lo que supone un descenso de un 8,65 por ciento con respecto al año anterior. Desde 2008 los españoles han donado más de 112 millones de euros a las misiones, lo que sitúa a España en el segundo país, sólo superado por EEUU, que más aportaciones destina. El dinero recaudado se destina a un Fondo Universal de Solidaridad, que sostiene a las misiones de la Iglesia.

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