OPINION

El largo vuelo del escupitajo español

Rufián
Rufián
EFE

Escupir siempre ha sido algo muy nuestro, muy latino y, si me apuran, hasta algo muy español. El escupitajo, el esputo, implica la expulsión de un fluido íntimo de forma violenta, sin espacio para la duda metódica. Ni siquiera es un acto premeditado, surge de lo más profundo de nuestro ser irracional. Supone la negación de la palabra, puesto que con él todo está ya dicho y no busca otra cosa que la humillación. Es el fin de la cita vulgarizado

En su largo vuelo, el escupitajo surca el horizonte desafiante, vulnerando la ley de la gravedad y las más mínimas normas de cortesía. Aquellos que hemos disfrutado de la calle en nuestra infancia y adolescencia sabemos de la importancia del escupitajo. Suele ser el preludio de la pelea y la violencia. En la calle no hay espacio para la moderación. O se gana o se pierde, pero no hay terreno para la discusión sobre la autoría o la autenticidad del escupitajo. Se actúa. En el fondo es machista, no tanto por su identificación ofensiva sino por la apropiación casi exclusiva de esta acción por el género masculino.

Lo más triste del presunto suceso del pasado miércoles en el Congreso de los Diputados no es su existencia o veracidad. Lo realmente preocupante de la noticia es que podría darse perfectamente. Ninguno nos extrañamos. Hasta cierto punto es una actuación lógica. La crispación política actual e incluso la mala educación permite que nadie se sorprenda de que un diputado pueda, presuntamente, esputar a otro en su cara. Es sólo una muestra de la temperatura política que vivimos.

En el proceso de debate para saber si la saliva del esputador llegó al esputado no ha habido un hueco para las fake news. Era una noticia totalmente posible y en algunos momentos incluso lógica, puesto que demuestra el fin del diálogo, al menos por una de las partes. Ante la ausencia de ideas o soluciones, sólo queda esputar.

El parlamentarismo español no es que sea el más brillante de los foros de discusión de la historia de la democracia. En el pasado nos ha dejado momentos cercanos al surrealismo – otro movimiento intrínsecamente español – como el de un Tejero con tricornio y pistola en mano, intentando hacer un tackling a todo un general, casi octogenario, ante la impertérrita mirada de Adolfo Suarez.

Para ser justos, también nos ha dejado grandes momentos de intensidad intelectual. A las figuras de los manidos Cánovas del Castillo y Sagasta se les unen personajes de la talla de Castelar, Canalejas, Salmerón y más recientemente Duran i Lleida, Felipe González o incluso Mariano Rajoy, si bien el estilo de estos dos últimos son notablemente diferentes.

Pero entonces, ¿qué ha pasado? Durante los últimos 40 años hemos observado como las ideas han sido sustituidas por las emociones en el Parlamento. Este proceso es el que ha llevado a la proliferación y exhibición de pancartas, camisetas, pañuelos, lazos, carteles y hasta impresoras en la sede de la Soberanía Nacional. Mucha emoción, pero poca ideología. Esta situación describe a la perfección la situación de la política en España. 

Si admitimos que la herramienta de la ideología es la palabra, no nos queda otro remedio que asegurar que el principal instrumento de la emoción son los gestos o las imágenes. Con la superación del lenguaje no queda más opción que volver a lo tribal, a lo visceral, al escupitajo.

Tanto que se critica a la lentitud de la Justicia y al Derecho en general y lo cierto es que este se adapta a las nuevas situaciones. La última reforma del Código Penal ya recoge que las injurias leves (el escupitajo entre otras) entre particulares están despenalizadas. La única excepción – en esto también se adapta el Código Penal – es si este hecho se enmarca en actos de violencia de género, en cuyo caso, al entenderse que es una humillación a la víctima, sí podrían ser considerados como constitutivos de delito.

El escupitajo se equipara de esta manera a la nada punitiva. Se iguala con otros actos como la quema de banderas, destrozar fotografías de altas instituciones del Estado, menospreciar las creencias religiosas o, en definitiva, ofender en lo más íntimo del ser humano al otro, al adversario, al enemigo.

Hoy en día escupir a alguien es gratis y nada ni nadie podría interponerse entre el salivazo (con una calificación jurídica diferente) y su objetivo último: la honra y honor del destinatario del esputo. Son malos tiempos para el parlamentarismo, sin duda, y también lo son para la sociedad que trata de encontrar luz en el mundo cada vez más tétrico y cutre de la política.

Pero no se alarmen. Siempre nos quedará algo y alguien que nos reconcilie con ella. La presidenta del Congreso de los Diputados, Ana Pastor, lo apuntaba en la llamada de atención a sus señorías tras el presunto esputo.

Respeto a las instituciones. Darse cuenta de donde está uno en cada momento. Nadie duda de que sea bueno que la calle llegue al Parlamento. Es justo y necesario, pero las prácticas del barrio deberían quedarse fuera, al menos por respeto al televidente.

Tiene razón la presidenta cuando afirma que se está empleando mal el término institutriz, con el que algunos medios tachan su actuación. En realidad, estamos más ante un cuidador o cuidadora (que no se ofenda nadie) de guardería de primer año, con claros visos de convertirse en especialista en zoológicos, y que me perdonen también los animales.

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