OPINION

España y la revolución que aún tiene pendiente

Leones del Congreso de los Diputados
Leones del Congreso de los Diputados
Europa Press - Archivo

Hace unos meses en estas mismas páginas reflexionábamos sobre la teoría de la revolución y su ausencia en la historia de España. La revolución debe ser entendida como un cambio rápido y profundo de un sistema. Nuestra mente suele relacionar ese cambio como violento, pero, sin embargo, existen muchas revoluciones que no son más que un proceso lógico en el devenir de un Estado.

En realidad, una revolución no es más que cortar de raíz con el sistema establecido en un país y no siempre, como se ha señalado, tiene que estar ligado a su concepción violenta o trágica. La revolución industrial sin ir más lejos supuso el paso de una economía ineficiente y en manos de una pequeña oligarquía a un sistema mucho más eficiente y hasta cierto punto democratizador, en el que la pequeña burguesía existente pudo transformarse en imperios industriales.

Leones del Congreso de los Diputados
Fachada del Congreso de los Diputados. / Europa Press

Sus beneficios se extendieron en un primer momento al Reino Unido, para después pasar a dominar todo el continente europeo. Con el paso de los años y pese a todas las trabas que encontró por el camino, finalmente se instauró, entrado el siglo XX, en nuestro país.

Las revoluciones políticas por su parte, sí suelen estar asociadas a la idea de violencia o cambio brusco y traumático de un poder por otro. La Revolución rusa o incluso la francesa trajeron consigo este cambio, pero también la creación de elementos de represión propios, que contaminaron la idea primigenia de libertad, igualdad y fraternidad bajo el yugo de la guillotina o la proclama de pan, paz y tierra soviético, posibilitados gracias a la fuerza de los gulags.

Permítanme que insista en la idea. No todas las revoluciones políticas, entendidas como la transformación de la sociedad e impulsada por ella, son violentas. La Península Ibérica es un ejemplo de este tipo de cambios (que no revoluciones en sentido estricto). La Revolución de los claveles fue un claro ejemplo de esta modalidad. El 25 de abril de 1974 el país vecino se levantó en flores contra la dictadura salazarista. La impresionante voz de la Villa Morena asomaba por las ventanas de los cuarteles portugueses. Militares y pueblo se unían para iniciar una transformación profunda, democrática y pacífica, al son del compás de una canción que aún hoy en día nos pone los pelos de punta en la Terra de la Fraternidade.

Actualmente en nuestro país se ponen encima de la mesa importantes debates que cuestionan la configuración del Estado: Monarquía o República, Federalismo Vs. Autonomía, Soberanía territorial frente a Soberanía popular, Estado social Vs. Economía de mercado… Son aspectos sobre los que nunca hemos ido pasando de largo en los últimos 40 años. Hoy surgen como puntas de lanza, en la que puede llegar a ser la revolución aplazada de los próximos años en nuestro país.

La reforma constitucional es uno de esos elementos que está en tela de juicio. Evidentemente el Constituyente se cuidó muy mucho de establecer unos mecanismos de revisión constitucional realmente exigentes. Regulada en el Titulo X de la misma, establece una mayoría de tres quintos de cada una de las Cámaras para hacerla posible. En caso de no existir acuerdo entre ambas, se creará una comisión mixta para elaborar un texto que se someterá a debate de nuevo por las Cortes Generales.

Vuelta al procedimiento legislativo, se reducen las mayorías y se impone una mayoría absoluta del Senado y de dos tercios en el Congreso para sacarla adelante.

Esperen que aun hay más. Por si fuera poco, el pueblo español deberá pronunciarse en un referéndum para su ratificación, siempre que así lo soliciten al menos una décima parte de los miembros del Congreso o del Senado.

La arquitectura parlamentaria actual hace prácticamente imposible llegar a un acuerdo siquiera para plantear esta cuestión. Solo con la unión de los dos grandes partidos más un tercero o cuarto de los llamados “emergentes” podría hacer posible esta cuestión, algo hartamente improbable.

No obviemos tampoco el papel de los partidos, que desde su más íntimo ser propugnan la fragmentación del Estado y que, de sumar su apoyo prácticamente producirían una contradicción en términos a la hora de reformar un Estado del que quieren escindirse. Su apoyo sería más que un tiro en el pie. Prácticamente sería dispararse en el corazón.

Con todo, las grandes cuestiones de Estado siguen pendientes. Su detonación controlada, en forma de reforma constitucional, suponen válvulas de escape que permiten adaptar nuestro sistema de convivencia a las nuevas realidades sociales y económicas. El desastroso balance legislativo de las dos últimas legislaturas no hace más que ahondar en la profunda brecha institucional que estamos padeciendo y que parece separar más que nunca a la Administración del administrado, esto es, el ciudadano, que necesita de unos instrumentos fuertes y sobre todo creíbles para su día a día.

Con la entrada en la Unión Europea en 1986, España encontró un asidero en el que apoyarse y un reflejo de aquello que podíamos ser y en realidad somos. Un país democrático donde las libertades se sitúan en lo más alto de la pirámide legal y en el que se garantiza a todos los ciudadanos el derecho a poder trabajar libremente por su prosperidad y la del conjunto del Estado.

No sería justo decir que nada de esto se ha conseguido. Mas bien al contrario. No podemos olvidar que hemos sido un ejemplo claro al mundo de transición pacífica de un modelo dictatorial a otro democrático. Que nadie se engañe. Por el camino dejamos a muchos ciudadanos asesinados por las manos de un terrorismo que lejos de ser territorial era ideológico, de cambio profundo y dramático de nuestro modelo de convivencia por otro basado en la imposición unilateral de su voluntad. Gracias al esfuerzo conjunto de una nación y el sacrificio vital de una generación afianzamos nuestra democracia.

Con todo, la maquinaria social no descansa y parece que desde todos los partidos se acepta la necesidad de repensar hacia donde vamos o qué queremos ser. La historia nos ha demostrado que las revoluciones no tienen que ser negativas ni mucho menos.

Cuando termine esta legislatura podremos plantear esta cuestión de manera pausada y razonada, pero si hay algo que está claro es que la próxima revolución no podrá ser más que constitucional. Más nos vale.

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