Luz de cruce

Con Hacienda en la UCI, ¿quién paga el "escudo social"?

Calviño- Montero
Con Hacienda en la UCI, ¿quién paga el "escudo social"?
EFE

Justo antes de que el año 2020 doblara la esquina, el Gobierno metió 'la sexta' (je, je) para aliviar las penurias de los "desfavorecidos", que desde el brote de la Covid-19 son legión. Los arrendatarios de locales de negocio, las pymes a punto de quebrar, los contribuyentes que no pueden pagar a tiempo sus deudas y los 'okupas' con buena intención que practican el "hurto famélico" son los principales beneficiarios de las medidas aprobadas por el Gobierno de Pedro Sánchez, no sin ciertas disputas internas sobre su alcance y duración. Por favor, tomen nota de los reales decretos-leyes 35/2020, 37/2020 y 39/2020.

Pero lo cortés no quita lo valiente. También es verdad que, como el amor empieza por uno mismo y se prolonga a los clientes del amador, el Gobierno ha batido el récord olímpico de nombramientos 'a dedo' de altos cargos. Para diferenciar a los amigos del Gobierno de los menesterosos, a los primeros convendría llamarlos "favorecidos". Pero ahora me toca estar a setas y no a 'rolex'. Iré, pues, a recoger el champiñón afirmando que es deber moral del Estado no dejar a ningún ciudadano a la intemperie. Eso sí, sin desnudar a un santo para vestir a otro.

Los "desfavorecidos" son miembros de un conglomerado heterogéneo al que, por simplificar, identificaré como "los pobres". Naturalmente, el polo opuesto son "los ricos". Desde el famoso Informe Beveridge (1942), las diferencias sociales y económicas se fueron estrechando gracias a un pacto implícito entre "los ricos" y "los pobres", con el Estado como árbitro y guardián del contenido del acuerdo. En esencia: "los pobres" acataban las reglas del capitalismo industrial a cambio de que el Estado exigiera a "los ricos" una aportación al ascenso social de "los pobres" (pago de impuestos progresivos, participación de los trabajadores en la gestión de las empresas, mejoras de las condiciones laborales…). Aunque el pago de tributos, por su propia naturaleza, significa una merma dominical de los contribuyentes, el derecho de propiedad, como tal, era intocable (salvo por razones expropiatorias debidas al interés general) y de esta forma tan "lockeana" lo aceptaron "los ricos" y "los pobres".

A grandes rasgos, esta fue la fórmula del Estado social y democrático de Derecho en la Europa occidental de posguerra (salvo en España, sometida a una dictadura tan feroz como paternalista). El pacto del capital y el trabajo resistió hasta finales de los setenta. La revolución de la tecnología financiera demandaba para su expansión la apertura de los mercados nacionales a un ámbito global. El llamado "turbocapitalismo" empezó a quebrar los cimientos que habían soportado hasta entonces los acuerdos sociales de posguerra. De rebote, la nueva estructura económica desbordó al Estado nacional como ente regulador del mercado (el suyo) y garante de los compromisos de posguerra. El Estado quedó reducido a una fábrica de leyes de oferta para atraer capitales del exterior y retener unas inversiones (de capital financiero o de empresas) que ya no entendían el significado de la palabra "consolidación".

La globalización fue un terremoto que aniquiló los derechos sociales tal como se entendían en los años 50-70 del siglo XX. La estabilidad social, la seguridad en el empleo y la autonomía de la voluntad dejaron paso a la precarización del trabajo y cedieron el testigo a una confrontación entre ganadores y perdedores en la que la suerte estaba echada de antemano. En los nuevos conflictos colectivos ya no podía terciar el Estado. La flexibilidad de la oferta financiera laminó la potencia de los estados para gravar las fuentes de renta, salvo el trabajo (la oferta económica más rígida). La guerra del capital y el trabajo propició otro combate entre los estados. Ninguno jugaba limpio y todos intentaban empobrecer al vecino, no blandiendo la espada sino las técnicas más sofisticadas de dumping fiscal. El cambio de milenio llegó en un ambiente económico cargado de agresividad e incertidumbre.

Al Estado de Bienestar le ha sucedido una dialéctica desconocida en las sociedades industriales. Los perdedores de la economía global –"los pobres"-, resentidos y ofendidos, se han rebelado y han sacado un billete para viajar en el tren del populismo. 2016 fue un año clave (la elección de Trump y el Brexit), aunque la ola populista anega cada vez más tierra seca y muestra la incapacidad de la democracia representativa como sistema de convivencia y debate racional. El clímax se alcanzó hace unos pocos días, con el 'rosconazo' de Reyes en el Capitolio.

La ola populista anega el espectro político tradicional y la inundación alcanza todos los espacios geográficos. Debido a nuestro pretérito imperfecto y a nuestro presente ruinoso, el populismo se ha ensañado especialmente con Celtiberia, en la que el Estado de Bienestar ha sido un fenómeno efímero al coincidir los primeros pasos de la Constitución con el inicio de la globalización. La Covid-19 se dispone a dar el tiro de gracia al moribundo Estado social. El agonizante ha perdido gran parte de su potencia tributaria, es un zombi que se alimenta de la emisión constante de deuda y parasita el derecho de propiedad privada. En realidad, el verdadero Frankenstein resucitó en la crisis financiera de 2008-2012. Pero ha sido en 2020 y durante lo que llevamos de 2021 cuando el monstruo ha agarrado con fuerza los mandos de la incertidumbre y el caos. El Estado español no solo es incapaz de redistribuir la riqueza. Hace algo peor: no reconoce los méritos comunitarios de los trabajadores más humildes. Genera resentimiento cuando debería rendir un homenaje a la "justicia contributiva" que merecen "los pobres" (Michael J. Sandel). Unos señores a los que la tecnocracia meritocrática insulta con el epíteto "desfavorecidos", como si fueran peleles de la Fortuna o responsables de sus fracasos.

Suspender las ejecuciones hipotecarias hasta que los deudores hallen una "solución habitacional", como acaba de decretar el Gobierno del PSOE-Unidas Podemos, además de ser un atropello al derecho de propiedad, es un veneno para el conjunto de la economía ya que, al fomentar la morosidad bancaria, perjudicará la función natural del sistema financiero. El Gobierno, supuestamente de izquierdas, abdica de su misión de reforzar el sector público (en este caso mediante una política de vivienda digna de tal nombre) y endosa sus responsabilidades a terceros inocentes y ajenos a la mala situación de "los pobres". Los chivos expiatorios de la ausencia real de poder ejecutivo son la propiedad privada y las entidades financieras. El populismo consiste en estigmatizar a "los responsables" y ofrecerlos en bandeja de plata al populismo airado y con hambre de odio y resentimiento. Así, desde los tiempos del pelmazo Catilina, se facilita la tocata y fuga de todos los pedros y pablos que en el mundo han sido. Basta sacar de la chistera la función social de la propiedad, que vale para un roto y un descosido. Pero así no se construye una sociedad civilizada. Es lo que, hace ya un siglo, Frank Knight denominó "economía apologética". Yo la denominaría "economía performativa" (o el arte de hacer cosas con las palabras). También me vale el término "demagogia".

Los malos malísimos, después de los bancos, son los grandes tenedores de inmuebles (los titulares de más de diez inmuebles, excluidos trasteros y plazas de garaje), a los que el Gobierno les invita "voluntariamente" a reducir en un 50% la renta o a conceder una moratoria a los arrendatarios de locales de negocio que la soliciten. La disminución de la renta tendrá eficacia mientras dure el estado de alarma y sus posibles prórrogas, y hasta cuatro meses adicionales. La concesión de la moratoria en el pago de la renta tendrá la misma duración. Asimismo, aunque en condiciones menos leoninas, también resultan damnificados los pequeños propietarios. ¿A cambio de qué? A cambio de nada (los grandes tenedores) y, con determinados requisitos y exclusivamente para el primer trimestre del ejercicio 2021, a cambio de una deducción como gasto de la actividad en la imposición personal equivalente a la reducción de la renta (los pequeños propietarios). ¡Y ay de usted si su apartamento veraniego de Benidorm lo 'okupa' un buen hombre que hasta entonces dormía debajo del puente de Vallecas! Deberá rezar el credo y un rosario completo hasta que un juez decrete la expulsión del intruso una vez que -¿quién?- haya puesto a disposición del "pobre" la consabida "solución habitacional". A Pedro y a Pablo les simplifican su trabajo el maniqueísmo y las pelis de buenos y malos. Lo expresó de maravilla, en un arrebato a lo Luis XIV, la responsable cañí de las cuentas públicas del Reino de España: "La Lotería soy yo".

Cada día que pasa, la pareja que tira del carro del Gobierno español se parece más a aquel caudillo ebrio de poder que gritó en medio de la calle: "¡Exprópiese!".

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