OPINION

El IRPF del Covid-19: ¿pandemia, qué pandemia?

María Jesús Montero, explicándose / EFE
María Jesús Montero, explicándose / EFE

Cuando escucho su voz de terciopelo y contemplo sus ojos que brillan como luces de la Feria, levito. Se me pone la piel de gallina y se me erizan las guías del bigote. La ministra de Hacienda y ministra Portavoz, María Jesús Montero, es la musa de los expertos fiscales que conjugan su ánimo de lucro con sus reivindicaciones de Progreso y Justicia. La señora Montero es la medalla de oro de la bondad conspicua para ciudadanos decentes.

María Jesús es el espejo en el que se miran las mujeres que quieren triunfar en la vida pública de nuestro país. María Jesús es el imán que atrae las mejores virtudes de la mujer española: la elegancia andaluza de la “niña piconera”, la prosodia de Victoria Camps y el arrebato místico de Dolores Ibárruri, la Pasionaria, la madre putativa de los hombres y mujeres sojuzgados por el poder y la opresión. Como María Jesús Montero es como es, ha confortado con su voz (la verdad es que mucho menos con sus decretos) a las víctimas del Covid-19, como la madre Teresa de Calcuta hacía con sus pobres, enfermos y huérfanos. La empatía verbal de la Ministra Montero con los autónomos a los que el virus les ha cerrado el negocio, con los trabajadores expulsados de sus empresas y con la legión de arruinados por la pandemia ha sido un ejemplo de humanidad insuperable. Mi admiración por la fogosidad ética de la Ministra Portavoz tenía su esquinita en mi mesilla de noche, junto a la estatuilla de la Virgen de Guadalupe y la bola de cristal que alberga, entre continuos copos de nieve, a Joaquín Sabina. Mi entusiasmo por esta mujer que habla y habla sin parar y sin pensar lo que dice no tenía techo. Hasta el 19 de marzo.

Ese día se publicó en el BOE la Orden de la ministra de Hacienda que establece los plazos, las formas de pago y las demás condiciones de presentación del IRPF de 2019. El ejercicio 2019 es un hecho consumado y, en teoría, absolutamente ajeno a las circunstancias específicas del tiempo legalmente previsto para la presentación de las declaraciones del IRPF. Sin embargo, las contingencias que dan su tono específico a ese tiempo legal (abril-junio de 2020), de naturaleza gravemente excepcional, pueden trasladar sus efectos hacia el pasado inmediato. El Covid-19 tiene su víspera. Cuando, en febrero de 1989, el Tribunal Constitucional declaró la nulidad del sistema obligatorio de tributación conjunta en el IRPF, el Gobierno tuvo que asumir las consecuencias oportunas. Ese año, el plazo para la declaración del IRPF no se abrió en marzo, sino, por vez primera en su historia, en noviembre de 1989.

EL IRPF de 2019 ya está en marcha. El 1 de abril ya se habían presentado más de 400.000 declaraciones. Si diéramos crédito a la Orden de la Ministra Montero, este comienzo de 2020 sería un periodo de vacas gordas. En ninguna de sus numerosas páginas, la Orden menciona la palabra coronavirus. En el último año –según el silencio elocuente de la Ministra de Hacienda- nada habría cambiado en España. La capacidad económica y la tesorería de los contribuyentes continuarían siendo las mismas. Ninguna pandemia habría alterado la vida cotidiana de los ciudadanos ni sus relaciones con los demás. La organización social, nos dice María Jesús, es idílica. Por eso la Orden de este año es una réplica casi perfecta de la del año anterior: el mismo plazo de presentación (fecha tope: el 30 de junio de 2020), los mismos porcentajes para el fraccionamiento de la deuda tributaria (60%/40%). Y, por supuesto, ningún Decreto-ley del Gobierno reduciendo las cargas fiscales de 2019. No obstante, el hundimiento actual de muchas pymes justificaría, en mi opinión, una reducción retroactiva generalizada del rendimiento empresarial calculado por el sistema de estimación objetiva (módulos) para 2009 y, con mayor razón, para 2020. Al parecer, esa segunda vía está siendo objeto de estudio en el Departamento de Montero.

Sin embargo, las ficciones legales no pueden desmentir la realidad. El Covid-19 no significa únicamente un trastorno inesperado para los contribuyentes que tengan que asumir un ingreso fiscal. Incluso muchas personas cuya cuota diferencial resulte a devolver van a soportar unos problemas de gestión inesperados.

1. Los casos diagnosticados de coronavirus 

El número de personas contagiadas, a 13 de abril de 2020, superaba la cifra de 163.000. Los enfermos, muchos de ellos desorientados y con deficiencias cognitivas temporales, pasan o han pasado muchos días, hasta ser dados de alta, en unidades hospitalarias (una media de tres semanas) o en sus domicilios. Muchas de las empresas en las que trabajaban los infectados han echado el cierre o están a medio gas, y no pueden aportar información fiscal a sus empleados. Las notarías y registros (aunque el decreto del estado de alarma los obliga a estar abiertos) no se relacionan, salvo excepciones, de manera presencial y directa con el público. Las oficinas bancarias siguen funcionando, pero los servicios que prestan a sus clientes no tienen la misma utilidad que en enero o febrero. Entre otras causas porque gran parte de los empleados del sector han sido enviados a sus casas para cumplir su jornada laboral mediante teletrabajo.

Los afectados por el coronavirus, por tanto, van a disponer de menos tiempo efectivo y van a tener mayores dificultades burocráticas para presentar tempestivamente sus declaraciones del IRPF. ¿Qué le impide a la Ministra de Hacienda ampliar el plazo hasta junio-julio de 2020? Si vamos a “desescalar” de forma lenta y prudente, ¿qué prisas tiene María Jesús Montero en medio de esta calamidad bíblica?

2. Los fallecidos por coronavirus 

Oficialmente, los muertos por coronavirus, a 12 de abril de 2020, eran casi 17.000. En estos casos, los obligados a presentar la declaración del IRPF y, eventualmente, a ingresar la cuota que corresponda, son los herederos del contribuyente difunto (artículo 39 de la Ley General Tributaria).

Dichas personas van a tener muchas dificultades para presentar correctamente las declaraciones de sus causantes. Y no sólo por los motivos anotados en el capítulo anterior. Muchos herederos no tendrán ninguna familiaridad con la situación tributaria del finado. Además, sobre todo si han perdido gran parte de sus ingresos propios debido a la pandemia, tendrán problemas de tesorería para pagar la deuda del causante. Por si fuera poco, el pago del IRPF coincidirá temporalmente con el abono de otros impuestos y gastos relacionados con la herencia: Impuesto sobre Sucesiones, plusvalía municipal, gatos de escritura y registro...

Por tanto, esas personas van a necesitar más tiempo para presentar la declaración, y también una moratoria de pago por parte de la Agencia Tributaria y de la Comunidad Autónoma respectiva de cara al ingreso de sus deudas en esta situación de emergencia nacional (y personal).

3. La posibilidad de aplazamiento de deuda 

La ministra de Hacienda actúa como si no hubiera pasado nada. En su Orden, la cuota a ingresar por el IRPF se puede fraccionar en los dos plazos habituales: el 60% al presentar la declaración y el 40% restante a primeros de noviembre. Esa actitud no es realista. Convendría bajar los porcentajes y alargar los plazos porque la mayoría de los contribuyentes no dispone ahora de la misma liquidez que en ejercicios anteriores. Si la Ministra de Hacienda ya estudia una moratoria para las liquidaciones fiscales que concluyen el próximo 20 de abril (IVA y retenciones), irá contra sí misma si niega esta posibilidad a los contribuyentes del IRPF-2019. Señora Montero: no dispare contra los contribuyentes; son los que sostienen a las instituciones públicas, aunque hayan dilapidado sus recursos con la pésima gestión de la pandemia.

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