OPINION

El juez Marchena no es el rey Salomón, pero Cataluña tampoco es el enemigo

Manuel Marchena
Manuel Marchena
Efe

Para algunos, la montaña, es decir, la sentencia del 'procés', ha parido ratón, para otros muchos ha dado a luz a un volcán en ebullición. Lo que estaba claro es que nadie iba a quedar satisfecho con el resultado. Era lo previsible en un juicio en el que entran en juego tantas circunstancias sociales, políticas y judiciales. Dejar que una de las dos partes fuera la absoluta vencedora sería visto como algo contraproducente para una solución de futuro. Estas sentencias, que casi siempre adquieren el marchamo de salomónicas, es decir, que buscan el equilibrio, son como las mantas de las siestas, o te tapan los pies y te dejan al aire la cabeza, o viceversa.

El Rey Salomón, que fue el que dio origen a este modelo de juicios que buscan la equidistancia, lo tuvo algo más fácil que el juez Marchena. Salomón debía averiguar quien era la madre real de un hijo por el que dos mujeres disputaban. Ante el dilema, el rey de Israel pidió una espada y decidió partir al niño en dos para darle a cada una su parte. Ante la situación, la que era su verdadera madre, rogó que le dieran el niño a la otra mujer, pero que no le mataran. Mientras, la otra gritaba, ni a mí ni a ti, ¡partidlo! Ante tal situación, Salomón lo tuvo claro. Dadle el niño vivo a la que renuncia por su vida, es la verdadera madre.

La sentencia del 'procés' no es una historia maternal sobre niños vivos o muertos, es la resolución de un Tribunal Supremo del siglo XXI sobre unos hechos que han puesto en jaque el orden constitucional y la democracia española. Ahora llega el tiempo de los matices y las interpretaciones. Por un lado están los hechos que ocurrieron en Cataluña los meses de septiembre y octubre de 2017 y que tenían, según la Sala Segunda del Supremo, el ánimo de obligar al entonces Gobierno de Mariano Rajoy a negociar un referéndum ilegal de autodeterminación. Un hecho a todas luces condenable, no sólo en España sino en cualquier Estado de derecho del mundo.

Luego están las interpretaciones que hace el alto Tribunal, con el objetivo de rebajar las penas y tener una sentencia unánime, sin votos discrepantes. Viene a decir que los políticos catalanes engañaron a la sociedad, haciéndoles creer que el referéndum de autodeterminación conduciría a una República soberana, “sin aclarar que ese derecho a decidir había mutado en un atípico derecho a presionar”. En pocas palabras, que los ciudadanos independentistas fueron utilizados para llevar a cabo objetivos políticos pero que éstos no pretendían una auténtica rebelión para subvertir el Estado constituyente, sino que buscaban sólo la presión para lograr un posible referéndum de autodeterminación.

Es cierto que el “golpe” contra el Estado español fue realizado con subterfugios y disimulos, y que la proclamación real de la República duro escasos minutos, y eso debe tener su consideración penal, como así ha sido. Pero nadie duda de que se alteraron las leyes en beneficio de unos intereses partidistas, que si bien no triunfaron sí atacaron al Estado de derecho, y provocaron importantes desordenes constitucionales. Aunque también es cierto que los implicados desistieron incondicionalmente y sin resistencia de la aventura “golpista” que habían emprendido.

Lo que sucedió en Cataluña en 2017 y ahora se ha juzgado no ha sido un movimiento espontáneo. Jordi Pujol y Artur Mas fueron los arietes de este movimiento independentista. El primero lo preparó y lo anunció ya en su “Programa 2000” que se filtró a la prensa en 1990, con el claro objetivo de “infiltrar nacionalistas en todos los ámbitos sociales” propiciando un férreo control en casi todos sus ámbitos -comunicación, sistemas financieros y educativos-, y las referencias a un espacio geográfico -los Países Catalanes- que sobrepasa los límites del Principado. Su objetivo era que no existiera en Cataluña el Estado español y sólo apareciera el símbolo de la Generalitat.

Luego vendrían en 2012 los problemas electorales de Artur Mas y su huida hacia adelante. Él fue quien abrió la caja de Pandora del independentismo para intentar paliar sus malos resultados de las elecciones y, ya de paso, atemperar los problemas de la familia Pujol con la corrupción del 3%. A partir de entonces Cataluña entró en una espiral de radicalización política y social que desembocó en los hechos que hoy se juzgan. El catalanismo independentista latía desde hacía décadas, pero ningún Gobierno del Estado español quiso ponerle coto. Todos los presidentes, tanto del PP como del PSOE, miraron hacia otro lado y no quisieron ver el 'tsunami' separatista que se avecinaba. Una vez abierta la caja de Pandora, ya no existía una fácil rectificación.

Vivimos en una sociedad en la que la verdad siempre se camufla detrás de unos hechos que son interpretados según convenga. La valentía de afrontar las consecuencias de los actos no siempre está amparada por el acatamiento de la realidad o la sinceridad, o el valor de asumir las consecuencias. Los políticos independentistas jugaron con fuego porque prefirieron quedar mal -es una manera suave de decirlo- con el Estado español que con sus seguidores separatistas. Se situaron entre la espada y la pared, y prefirieron la espada antes que enfrentarse a sus miles de seguidores.

Como escribió en Twitter Gabriel Rufián: “155 monedas de plata”, refiriéndose al hecho comparativo de Judas, de aceptar la propuesta de unas elecciones autonómicas por parte del Gobierno de Rajoy, como salida airosa de Carles Puigdemont y todo su Gobierno. Paradójicamente, despreciaron unas elecciones y siguieron, en cambio, un principio muy español: “Más vale honra sin barcos, que barcos sin honra”.

A partir de ahora, la pelota vuelve a estar en el tejado de la política. La sentencia no soluciona el problema, a lo sumo exhibe una frontera legal que los independentistas deberán asumir si no quieren colisionar de nuevo con la Justicia. Está claro que esto no es un partido de fútbol entre Barça y Madrid. Que no se trata de ver quién gana. Sino que hay que buscar soluciones que acerquen a las partes hacia una convivencia inteligente y duradera. No hay una solución Salomónica, pero sí existe una respuesta generosa entre dos territorios que, por mucho que discutan y se peleen, seguirán siendo hermanos, y están condenados a convivir en un mismo espacio geográfico y legal.

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