La guerra sin portadas que aún se libra en el corazón de Ucrania

    • Ucrania y el Donbass sigue siendo el escenario de combates como los que hoy todavía se recuerdan de la antigua Yugoslavia.
Valentina, cerca de cumplir los 90 años, está enferma y vive de las ayudas públicas
Valentina, cerca de cumplir los 90 años, está enferma y vive de las ayudas públicas

El conflicto en el Este de Ucrania se ha convertido en un punto ciego en la mente de muchos europeos, una vez que el fragor de los informativos encontraron mejores lugares en los que enviar a sus equipos, y más opinables asuntos para sus tertulianos.Pero Ucrania sigue en el mismo sitio, y el Donbass, la zona que se rebeló contra el Gobierno de Kiev tras la crisis de Crimea y su anexión a Rusia, sigue siendo el escenario de combates como los que hoy todavía se recuerdan de la antigua Yugoslavia.La ruta que lleva hasta los barrios arrasados de Donetsk y Lugansk comienza mucho antes de tocar el asfalto. Hay que dejar que los responsables militares ucranianos escruten tu vida, tus frases, tus intereses. Una vez que pasas el filtro, será el momento de conseguir acreditación para trabajar en la llamada Zona ATO, la que se engloba dentro de la denominada Operación Antiterrorista que Kiev puso en marcha contra las regiones levantadas contra su poder.Hasta caminar por las calles de la autodenominada República Popular de Donetsk (DNR) hay que recorrer muchos kilómetros en tren hasta Kramatorsk, desde la aparentemente plácida Kiev. Y después hay que disfrutar del traqueteo por caminos polvorientos en taxis destartalados, cuyos conductores no han encontrado mejor forma de ganarse la vida que la de acercar a gente a las zonas calientes.Todo el papeleo, todos los sellos y los chekpoints que uno ha de comerse desde Kramatorsk hasta el paso de Zaitseve, se convierten en papel mojado, en documentos que ocultar una vez que se logra que da acceso a territorio del DNR, separado por una decena de kilómetros de la zona bajo control ucraniano. A las puertas del paso, cientos de personas esperan regularmente la llegada de los autobuses que hacen el trayecto, bajo la atenta mirada de los guardianes de ambas fronteras.Y siempre, emergiendo como actor relevante, el taxista que te lleva hasta el final de un camino y el que te recoge al comienzo del otro. Siempre a precio de guerra.Donetsk te acoge de noche con un runrún de artillería que no hace torcer el gesto a los clientes de los restaurantes, acostumbrados al sonido de los combates y capaces de distinguir la música de los proyectiles de salida, de aquella de los de llegada. No obstante, la bomba que te mata es la que no escuchas.La ciudad, que un día se llamó Stalino en honor del hoy denostado Iosif, es ahora una ciudad fantasma, que sobrevive gracias a apoyos nada claros, que impiden en todo caso que la miseria campe a sus anchas. No funciona ningún banco, cajero o casa de envío de fondos en la capital del DNR. Ninguno es ninguno. Esto está llevando a que la economía local esté cambiando el color de los billetes en los bolsillos. La moneda ucraniana, la hrivna, pierde peso día a día en esta ciudad, que ya prefiere pagar en rublos. Hasta en los supermercados las cajeras viven en baile constante de una registradora a otra, dependiendo de la moneda de uso del cliente.Cientos, miles de tiendas están cerradas en la ciudad desde hace meses. La mayor ironía es ver junto a una glorieta principal de la ciudad, en la que luce orgulloso el nombre de esta ciudad minera, un establecimiento enorme de la cadena McDonalds que está abandonado como si nunca hubiera acogido a los amantes de sus menús rápidos.Trabajar en Donetsk es cuestión de paciencia y permisos. El recelo al extranjero y la alergia a las cámaras hace aconsejable requerir cuanto antes permiso de la Administración regional para trabajar como prensa. De nuevo inspección de antecedentes informativos, esperas ante puertas con milicianos y sonrisas constantes para agradar.Con un papel accederá el visitante con cierta tranquilidad a los checkpoints, pero no a todos, y siempre lejos de la línea del frente. Línea a la que cada mañana se ve partir a unidades y batallones pertrechados, con los rostros cubiertos con máscaras grotescas y -en algunos casos- banderas del Imperio Ruso.En cualquier caso, el visitante no será consciente de lo que es vivir (malvivir) en esta ciudad hasta que salga del centro y acuda a los suburbios más castigados, barrios como Kievsky, Petrovsky o Kuibyshev. En ellos, los vecinos que no han podido marcharse viven con la angustia de quién será el siguiente en la lista de cada noche, cuando comienzan a volar por el aire los artefactos que no se detienen ante los muros de sus casas.Ya era difícil vivir en esos barrios antes de la guerra, pero hoy día es el camino más corto a la locura. Cómo es posible soportar el bombardeo de cada día, cuando cae el sol, y aún antes del toque de queda impuesto en la ciudad a las 11 de la noche. El sonido impide dormir, mezclado con los ladridos de los perros que huyen ante lo que no entienden y no soportan.Grupos de ancianos echan el día a las puertas de sus bloques, pisando cristales rotos y hierros retorcidos con sus zapatillas de ir por casa. Señalan entre lágrimas aquella casa, y aquella otra, en la que inmensos agujeros negros se abren paso en lo que hasta hace no mucho fueron hogares. Discos, fotos familiares, ropa arrebujada en cajones, todo se observa de manera obscena desde la calle. Cada pocos metros, en el asfalto, una flor de muerte dibujada por el impacto del mortero en el hormigón. Y uno sabe que allí se vertió sangre.Valentina tiene cerca de 90 años, y vive en una casa que parece un búnker, con las ventanas reventadas cubiertas por tablas de aglomerado y las escasas que están intactas con la clásica cinta en aspa para evitar que vuelen los cristales cuando vuelvan las bombas. Ella vive de las ayudas públicas, está enferma, y en sus ojos se refleja el hastío de la historia vivida. Demasiados gobiernos, demasiadas guerras, demasiado sufrimiento sinsentido.En su barrio, ubicado en la mortal distancia de alcance del frente, hay también un refugio al que cada tarde acuden unas 60 personas, la mayoría mujeres mayores. Para entrar solo es necesario el miedo, y el pasaporte. El olor a cerrado y humedad en su interior, en el que se han colocado camastros en cada rincón, da idea de la tragedia que se vive en esta ciudad cada día, a espaldas de la comunidad internacional.Claro que si algo pone los vellos de punta son los niños. Hay unos cinco mil todavía en esta ciudad en guerra, aquellos recién nacidos, cuyos padres no tuvieron adónde enviarlos, o simplemente se quedaron atrás.Hiela el corazón verles jugar en los parques de la ciudad, andar de la mano de sus abuelas por los bulevares, o montar en los cochecitos de la Plaza Lenin. Pronto comenzará el año escolar, y quién sabe cómo estará la que fue su escuela, o su guardería. A veces, cuando el eco hace retumbar más fuerte una explosión, algún pequeño grita. Pero es difícil saber qué consecuencias a futuro tendrá para estos pequeños, acostumbrados a ver cómo los mayores se matan entre ellos.

Donetsk tiene sus días, cuando el sol se levanta con fuerza y las abuelas acuden a los mercadillos, en los que entre bragas y fruta, agua y alimentos básicos, se observa toda una nueva mercadería militar y parafernalia del nuevo régimen. Pero es difícil olvidar que ésta es una ciudad bajo las bombas, a cuyas calles no ha llegado ninguna de las versiones de los acuerdos de Minsk, y a la que es mejor que llegue antes la paz que un nuevo invierno.

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