San Silvestre: la fiesta en la que un pitufo y la abeja Maya me adelantaron

  • Todo comenzó con un pensamiento en voz alta hace algo más de un mes. “A mí este año me gustaría correr la San Silvestre”. Antes de concluir la frase, mi jefa, Lola Hernández, ya me había “comprado” el tema e iniciado las gestiones para conseguirme un dorsal. No había vuelta atrás: este año la corría. Y la corrí. Así fue mi primera experiencia en la San Silvestre.
Aitor Amorós
Aitor Amorós

Mi preparación específica para esta carrera comenzó el 1 de diciembre y terminó el martes 27. En total, salí dos días a correr: el 1 y el 27. No fue el mejor plan de entrenamiento, pero confiaba en el fondo físico que tengo por jugar dos partidos de fútbol cada semana. Mala decisión. Aunque sean “solo” 10 kilómetros, para disfrutar de la San Silvestre, para recrearse corriendo y exigiendo a tu cuerpo, debes tener una preparación mínima. Es algo que si eres novato descubres no mucho después de comenzar.

Quedé con mi compañero David, fotógrafo de lainformacion.com (ha realizado esta espectacular fotogalería de algunos participantes), para iniciar la carrera a la vez. Juntos vivimos los instantes previos, cuando los nervios por el comienzo te atosigan en el estómago, o cuando ves volar sobre tu cabeza las prendas de ropa que la gente deja en la salida para que se donen a una ONG, o cuando te fijas en los disfraces de muchos participantes (“unos cachondos”, pensé en ese momento).

Nuestro turno se acercaba, era la hora de hacer la cuenta atrás y echar a correr. Que la nueva alcaldesa de Madrid estuviera en la línea de salida supuso un impulso para todos, por unos motivos u otros. Empezamos…

Los kilómetros iniciales

Nada más comenzar te encuentras con una subida dura (el tramo que se recorre de Concha Espina hasta Serrano) que sirve para bajar los humos a los gallitos y que el cuerpo entre en calor. Hasta el kilómetro 3 las piernas funcionaron y "el motor" me respondió bien, pero al pasar por la Plaza de Colón noté que el esfuerzo continuado comenzaba a pasarme factura.

Para ese momento ya había dado libertad a David para abandonarme (su ritmo era mucho mejor que el mío y no quería ser un lastre), por lo que estábamos mi iPhone reproduciendo música y yo contra todavía más de la mitad de la carrera. Pero no estábamos solos. Fue el primer momento en el que sentí lo que empuja el ánimo de la gente.

Mientras corría y veía a las personas que desde las aceras gritan y alientan a los corredores, me dio por pensar en si no tendrían nada mejor que hacer un 31 de diciembre por la tarde. Probablemente sí, pero habían optado bajar a la calle para animar a gente que como yo había decidido pasar esa misma tarde corriendo. Lo suyo tenía más mérito, y decidí no hacer caso en los primeros síntomas de fatiga. 

Buscar motivaciones

A medida que iba a completando la distancia y el cansancio hacía más mella, buscaba motivaciones y retos para seguir. Por ejemplo, al ver un establecimiento de una conocida cadena de comida rápida en el Paseo del Prado me prometí a mí mismo que en cuanto terminase la carrera, lo primero que haría sería comerme una hamburguesa de allí. Me pasó poco después lo mismo con un bocadillos de calamares, una pizzería y un kebab. También me reconfortaba adelantar gente, aunque fueran niños…

Los últimos kilómetros son los más especiales

Cuando sobrepasé Atocha y encaré la Avenida de la Ciudad de Barcelona fue un instante especial. Ahí entendí la carrera, comprendí lo que la hacía una experiencia única y que te hace querer repetir. Quedaban tres kilómetros, pero sonreía de satisfacción, sentía dentro de mí que ese esfuerzo merecía la pena. La meta estaba cerca y quedaba lo más duro: era el momento de disfrutar de aquello.

Los gritos del público se sienten en ese tramo del recorrido mejor que en ningún otro. También reconfortan más que nunca porque las fuerzas flaquean. Casi corres por inercia (yo al menos así lo hacía), y ves como los que tienen energías dan el último empujón para mejorar en todo lo que puedan su marca. Fue cuando me pasaron por los costados un Spiderman verde, un pitufo, y la mismísima abeja Maya. No me importó, yo sólo quería llegar a la meta y saber si había cumplido mi objetivo de hacer un tiempo inferior a una hora. Lo logré: 59 minutos y 29 segundos.

Recuperar un poco el aliento, buscar el lugar donde dejar el chip que ha registrado mi tiempo, beber la botella de Gatorade, y a la carpa de Sanitas. Los dolores en el pie izquierdo que me estaban matando desde la mitad de la carrera eran insoportables, por lo que opté porque me lo mirasen. “Fascitis plantar”, me dijo el sanitario. Vendaje, antiinflamatorio para después de la cena, y reposo.  No se puede decir que terminara con buen pie el 2011, pero lo hice con la San Silvestre completada. La satisfacción y la ilusión de la primera vez aliviaban algo los dolores, y la cabeza ya pensaba en mejorar mi tiempo el próximo año. No me volverá a ganar la abeja Maya.

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