La tercera huida sin retorno de Zainab

  • Al final del hospital Al Shifa, detrás del edificio donde ambulancias y sanitarios se apresuran cada pocos minutos y los portavoces del movimiento islamista Hamás atienden a la prensa, los niños corren sin zapatillas, las mujeres cocinan lo que pueden y hombres de rostro abatido dormitan.

Javier Martín

Gaza, 22 jul.- Al final del hospital Al Shifa, detrás del edificio donde ambulancias y sanitarios se apresuran cada pocos minutos y los portavoces del movimiento islamista Hamás atienden a la prensa, los niños corren sin zapatillas, las mujeres cocinan lo que pueden y hombres de rostro abatido dormitan.

La mayoría llegó hace dos días desde el barrio de Shahaiya, a más de dos horas a pie de distancia, tras doce horas de infierno bélico que convirtió la palabra desolación en un vocablo fallido y obsoleto.

Sin casa, sin ropa, sin enseres, con la esperanza arrancada a jirones, la familia de Zainab -pelo enmarañado, mirada pícara, cuerpo enteco, de hambre-, emprendió una nueva huida del miedo, la tercera desde que el Ejército israelí emprendiera hace quince días su cruenta ofensiva sobre Gaza.

La primera hace ahora una semana. Enloquecidos por el repetido tronar de las explosiones y el fétido aroma de la muerte, abandonaron su hogar en el barrio de Zaitum, en el noroeste de la Franja, después de que un misil israelí arramblara con la vivienda y la vida de su vecina, Umm Mohamad.

A Zainab su madre solo le dejó coger un peluche, el que le había traído su primo al inicio del Ramadán, y a Tarek, su hermano, una de las miles de pistolas con las que los niños en Oriente Medio crecen jugando a matar.

Confiaba en que en casa de su hermana, Wadiha, en pleno corazón de Shahaiya, en el este de Gaza ciudad, pudieran entretenerse con los juguetes de sus primos.

"Fue como la peor de las condenas. Creí que jamás saldríamos de allí. Las bombas caían y caían, y los niños no dejaban de llorar. Nos encomendamos a Alá y les dimos las gracias cuando la casa cayó y vimos que estábamos vivos", afirma Ibrahim, el hermano mayor.

Reducido a ceniza y escombros, con cerca del 70 % de los edificios destruidos y el 100 % de las viviendas afectadas, Shahaiya es el macabro símbolo de una guerra de elites políticas que se ceba, como es habitual, con los pobres, los indefensos y los niños.

Y resulta que en Gaza, los desheredados e indefensos son legión, y los niños suponen el 60 % de una población estimada en 1,8 millones de personas, de las que 4 de cada 5 bajo malvive bajo el umbral de la pobreza.

En quince días de sofisticados bombardeos sobre la franja, han muerto ya más de 600 personas -en su gran mayoría civiles, de ellas cerca de 150 niños- y más de 300 casas y edificios se han desplomado bajo las bombas.

Según cifras de la ONU, más de 100.000 personas se han visto obligadas a abandonar su hogar y a refugiarse en escuelas-albergue de la Agencia para los Refugiados Palestinos (UNRWA), más del doble de lo previsto.

Recintos bajo protección internacional donde también se ha colado la miseria que devora Gaza -escasean los alimentos, no hay electricidad ni agua corriente- y que ni siquiera están al abrigo de la destructiva maquinaria bélica israelí.

Hoy mismo, un avión de combate abrió fuego contra una de ellas, en el sur de la ciudad de Gaza, donde se resguardaban un millar de personas.

No hubo que lamentar víctimas. Testigos explicaron a Efe que el director había ordenado el desalojo horas antes debido al deterioro de la seguridad por la presencia de tropas israelíes en su contorno.

El impacto, que destruyó uno de los edificios principales del complejo, se produjo apenas diez minutos después de que personal internacional de la UNRWA hubiera salido de ella.

"Tratamos de entrar en una, pero en la puerta había un cartel que decía que no había sitio. Pedimos por favor entrar y nos dijeron que solo para pasar la noche", explica Rania, madre de Zainab y matriarca del grupo.

A su vera, un hombre dormita con el gesto abatido y un grupo de niños camina divertido con botellas de plástico en la mano rumbo al gran bidón de agua negro que se ha convertido en el centro de este improvisado campamento.

"No teníamos otro sitio donde ir. Nos dijeron que había vecinos que venían aquí y les dejaban estar. Que había agua y seguridad. ¿Pero qué haremos cuando esto acabe?", se pregunta Rania.

Acurrucada, la mayor de sus hijas mira al infinito con los ojos hundidos por la decena de años que, junto a las bombas, le han caído encima en estos días hasta arrebatarle la libertad y la alegría que regala la infancia.

Zainab -cinco años- aún no lo sabe, pero ya nunca más podrá volver a la habitación donde guardaba el resto de sus juguetes, pues su casa -en un barrio completamente arrasado- ya no existe.

Su hermana quizá lo intuye, y por eso, quizá también, arrastra tanto dolor en la mirada.

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