Mursi, primer presidente en democracia, se enfrenta a un Egipto polarizado

  • El islamista Mohamed Mursi se convirtió en junio en el primer presidente de Egipto elegido en democracia y, tras apartar a los militares del poder, ahora trata de enderezar el rumbo de un país todavía trastabillante y profundamente dividido por sus últimas decisiones.

Susana Samhan

El Cairo, 17 dic.- El islamista Mohamed Mursi se convirtió en junio en el primer presidente de Egipto elegido en democracia y, tras apartar a los militares del poder, ahora trata de enderezar el rumbo de un país todavía trastabillante y profundamente dividido por sus últimas decisiones.

Poco hacía presagiar a principios de 2012 que este hombre de escaso magnetismo y salido del aparato de los Hermanos Musulmanes fuera a convertirse en el jefe de Estado del país.

De hecho, el primer candidato elegido para representar a la Hermandad fue el empresario islamista Jairat Shater, que tuvo que ceder paso a Mursi tras ser descalificado de la carrera presidencial en abril pasado.

Antes, los Hermanos Musulmanes habían triunfado con una amplia mayoría en los comicios legislativos, que se celebraron a lo largo de un interminable e intrincado proceso entre finales de 2011 y comienzos de 2012.

La victoria del grupo islamista en las parlamentarias suscitó las suspicacias de algunos, que temieron un control total por parte de los Hermanos Musulmanes de todos los estamentos del poder si accedían a la Presidencia.

Frente al escaso gancho de Mursi, los medios quedaron encandilados por candidatos presidenciales más carismáticos como el exsecretario general de la Liga Árabe Amro Musa o el islamista moderado Abdemoneim Abul Futuh, que protagonizaron el primer debate electoral televisado en la historia de Egipto.

La carrera hacia la Jefatura de Estado no comenzó sin su dosis justa de melodrama, omnipresente en la transición, con la reaparición estelar del exvicepresidente Omar Suleimán, considerado en tiempos pasados el principal espía de Oriente Medio, y la fulgurante irrupción del aspirante salafista Hazem Abu Ismail.

Al final ambos fueron descartados, en el caso de Suleimán en virtud de una nueva ley que impedía concurrir a las elecciones a los altos cargos del antiguo régimen, y en el de Abu Ismail, tras un episodio rocambolesco sobre la supuesta nacionalidad estadounidense de su madre, que le impedía presentarse a los comicios.

Con el mes de mayo llegó la trepidante campaña electoral para las presidenciales. Por primera vez, Egipto fue testigo de mítines, debates televisados y actos electorales para elegir a un presidente en medio de una normalidad democrática.

Las conversaciones más habituales en los cafés cairotas versaban sobre el candidato de turno, las elecciones y las maniobras de la Junta Militar, que pilotó el país desde el derrocamiento de Hosni Mubarak hasta la elección de Mursi.

Entre todos los candidatos posibles, Egipto se decantó en primera ronda por la opción islámica, con la figura de Mursi, y la añoranza de la estabilidad del antiguo régimen, personificada en el general Ahmed Shafiq, último primer ministro de Mubarak.

Ironías del destino, tras una revolución, el país no era capaz de zafarse de las fuerzas antagónicas que tradicionalmente se habían disputado el poder: el Ejército y el islam político.

De esta manera, entre el 16 y el 17 de junio, un país con el corazón dividido acudió a la ronda final de las elecciones que dieron el triunfo a Mursi con un 51 % de los votos, frente al 49 % de Shafiq.

Sus oponentes dudaban de que este ingeniero, de origen campesino, fuera capaz de convertirse en el presidente fuerte que necesitaba el país para sacar adelante reformas e imponerse a la Junta Militar, que por momentos pareció querer perpetuarse en el poder.

Sin embargo, un mes después de jurar el cargo a finales de junio, Mursi sorprendió al remodelar la cúpula militar y jubilar a los generales integrantes del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas.

De esta manera, quedaba fuera de juego uno de los principales escollos a un Gobierno islamista, aunque en este país, capital mundial de las teorías conspiratorias, mucho se ha hablado en el último año sobre un hipotético pacto entre los Hermanos Musulmanes y el Ejército para dejarse vivir en paz mutuamente.

Pese a que pudiera parecer que con sus victorias electorales los islamistas tenían el camino allanado para implantar sus reformas, lo cierto es que otra batalla se ha librado en los tribunales para detener el avance de la marea verde, el color del islam.

El junio, la Corte Constitucional ordenó la disolución del Parlamento al invalidar los comicios legislativos, ya que estimó que los partidos no respetaron la ley electoral.

En paralelo, la Asamblea Constituyente, salida del Parlamento y dominada por los islamistas, también parecía abocada a ser disuelta en los tribunales hasta que, en un nuevo giro, Mursi emitió un decreto a finales de noviembre que blindaba sus poderes y hacía inapelables sus decisiones ante la Justicia.

Mursi justificó esta decisión para evitar que la redacción de la Constitución se retrasara aún más y garantizar la elección de una nueva Cámara Baja del Parlamento, lo que no logró aplacar la ira de laicos y revolucionarios, que tomaron la plaza Tahrir de El Cairo para protestar contra "el nuevo faraón".

Casi dos años después de la revolución que derrocó a Mubarak, 2012 acaba con un referéndum sobre la nueva Carta Magna -redactada por una asamblea mayoritariamente islamista-, un país más polarizado que nunca entre islamistas y laicos, y una población harta de no ver mejoras en su vida diaria.

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