Opinión: Los refugiados de Bután no encuentran su sitio

  • El Gobierno de Bután no ha permitido regresar a los más de 100.000 ciudadanos ha expulsado desde 1980. Pero el país, amparado en su imagen pacífica, niega cualquier responsabilidad por la generación de una enorme población de apátridas.
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Bill Frelick | GlobalPost

"El Ejército se llevó a toda la gente de sus casas", explica. "Cuando dejamos Bután nos obligaron a firmar un documento. Nos sacaron fotos. El hombre me dijo que sonriese, que enseñara los dientes. Quería mostrar que estaba marchándome de mi país encantado, feliz, que no me estaban obligando a hacerlo".

Este recuerdo de la infancia, que compartió conmigo un hombre en un campo de refugiados en Nepal hace cuatro años, es la historia de una pérdida que nunca se ha solucionado, ni siquiera con un exitoso programa de reasentamiento.

El 25 de marzo de 2008 llegaron a Pittsburgh (EEUU) los primeros refugiados de Bután como parte de un programa de reasentamiento. El plan pretendía aliviar la situación de los cerca de 108.000 refugiados atrapados en campamentos en el este de Nepal desde principios de la década de 1990.

Más de 43.500 de esos refugiados han sido reubicados otros países (más de 37.000 a EE UU), y es indudable que ahora tienen oportunidades que hace cinco años apenas se podrían imaginar y que han mejorado sustancialmente sus vidas. Pero, a tenor de lo que muchos de los refugiados me contaron cuando les entrevisté en Nepal, el reasentamiento no era su primera opción. Ellos querían regresar a su casa, a su país.

Pero el gobierno de Bután no ha permitido el regreso a ninguno de ellos.

A finales de la década de 1980 el gobierno butanés comenzó a aplicar la campaña "Una nación, un pueblo" que despojó arbitrariamente de su ciudadanía a una gran parte de los lhotshampas, una minoría étnica que habla nepalí. A finales de 1990, la campaña de "butanización" se había convertido en acosos, detenciones y el incendio de los hogares de este grupo.

Muchos lhotshampas huyeron, pero el Ejército expulsó también a decenas de miles de ellos, obligándoles a firmar documentos en los que renunciaban a cualquier reclamación sobre sus hogares y tierra natal.

El hecho de que ninguno de estos refugiados haya podido regresar a Bután transmite mensaje terrible: que un Gobierno puede salir airoso y sin consecuencia alguna de una expulsión masiva de su población por motivos étnicos.

Amparada en su imagen de pacífico Shangri-La, Bután ha ido logrando esquivar el escrutinio y la condena internacional a lo largo de este tiempo, y a cada año que pasa el recuerdo de la limpieza étnica se diluye y el castigo a los culpables parece cada vez más lejano. Bután sigue empeñándose en negar cualquier responsabilidad por la expulsión de sus ciudadanos y por generar una enorme población de apátridas. En julio de 2010 el primer ministro Jigme Y Thinley se refirió a los refugiados como inmigrantes ilegales.

Vivir estancados en campamentos de refugiados durante años pasa una enorme factura social y psicológica a la gente, y los refugiados butaneses en Nepal no son una excepción. Conocí a mujeres y niños en los campamentos que habían sido víctimas de violencia doméstica y abusos sexuales, y pude ver que el estado de depresión es agudo. Mientras los años pasan sin ninguna solución a la vista, los servicios y la ayuda humanitaria se van reduciendo.

El programa de reasentamiento masivo no sólo alivió la saturación en esos campos, sino que devolvió la esperanza a muchos. EEUU y otros países de reasentamiento deben de sentirse orgullosos de haber dado a muchas de estas personas una nueva oportunidad en la vida y por ayudarles a cumplir sus sueños.

Pero no todos tienen los mismos sueños. Para muchos de los que están todavía en los campamentos (para los más ancianos, en especial, que recuerdan sus vidas en Bután y aún lamentan su pérdida), ver marcharse a sus compatriotas ha sido una experiencia amarga. Unos 17.000 refugiados no han solicitado el traslado a un tercer país, sino que aún esperan una repatriación a su tierra natal.

Dado que el reasentamiento es una opción disponible tan sólo para un uno por ciento de los refugiados en todo el mundo, estos programas no sólo tienen que ayudar a los pocos afortunados que son trasladados a sus nuevos países, sino que también hay que buscar soluciones justas y duraderas para los refugiados que se quedan atrás, y que en este caso pasa por la repatriación voluntaria.

Ya son casi 50.000 los refugiados butaneses sido reasentados en otros países.

La ONU celebra este año el 60 aniversario de la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados y también el 50 aniversario de la Convención para Reducir los Casos de Apatridia.

Aprovechando estos aniversarios, los gobiernos que generosamente han recibido a refugiados butaneses y les han ofrecido una nacionalidad (EEUU, Canadá, Australia, Nueva Zelanda, Noruega, Dinamarca, Holanda y Reino Unido, y posiblemente la India y otros países de la región) deberían de presionar ahora a Bután para que al menos permita a los más ancianos regresar y vivir sus últimos días en su tierra natal.

Si el gobierno de Bután accede a ese gesto tan poco arriesgado y simple, estaría admitiendo el error histórico cometido con los lhotshampas y reconociendo su derecho a regresar. Pero si Bután no asume su responsabilidad, los organismos de las Naciones Unidas quizás consideren necesario adoptar medidas formales para resolver este viejo problema.

Si después de 20 años estos refugiados son autorizados a ver su tierra natal de nuevo, y si ese día un fotógrafo del gobierno les saca una nueva foto para su identificación, seguro que nadie les tendrá que obligar a que sonrían.

Bill Frelick es el director del Programa de Refugiados de Human Rights Watch y editor del informe de 2007  "Last Hope: The Need for Durable Solutions for Bhutanese Refugees in Nepal and India."

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