Memoria de las soperas

  • Giuseppe Tommasi di Lampedusa no habla de sopera, sino de fuentes, al describir la cena que el Príncipe de Salina ofrece a sus invitados a su llegada a Donnafugata; pero es fácil imaginar al propio Don Fabrizio repartiendo en los platos de sus comensales el espectacular timbal de macarrones con el que se abría el festín.

Caius Apicius

Madrid, 7 mar.- Giuseppe Tommasi di Lampedusa no habla de sopera, sino de fuentes, al describir la cena que el Príncipe de Salina ofrece a sus invitados a su llegada a Donnafugata; pero es fácil imaginar al propio Don Fabrizio repartiendo en los platos de sus comensales el espectacular timbal de macarrones con el que se abría el festín.

Es una imagen clásica... pero me temo que en peligro de extinción: el pater familias sirviendo la sopa de una preciosa y humeante sopera, antaño pieza más importante de toda vajilla que se preciase: la sopera era la obra de arte, la representación de la categoría de una vajilla de Wedgwood, Limoges, Capodimonte o el Buen Retiro. Pero era, también, un símbolo de un tiempo y unas costumbres que parecen olvidados.

Las vajillas que hoy aparecen en el mercado, incluyendo las que "regalan" los Bancos y los periódicos, suelen ser minivajillas. Seis platos hondos, seis llanos, seis de postre... y una ensaladera. No hay sopera. Las pocas que quedan, de vajillas como las antes citadas, o de Delft, Meissen, Sévres, Villeroy & Bosch, la Cartuja de Sevilla... se han convertido en apreciadas piezas decorativas.

Que la ensaladera haya sustituido a la sopera (y que hayan desaparecido fuentes y bandejas en beneficio de las que pueden llevarse al horno, muy prácticas pero mucho menos estéticas) no indica sólo que hoy la gente come más ensaladas que sopas, que también. Señala un cambio de costumbres.

En efecto, una sopera implica alguien que sirva su contenido... o que los propios comensales sepan hacerlo, si hay servicio. Lo segundo, cada vez es más escaso. Y lo primero, cada vez más raro, porque cada vez lo es más que la comida en casa sea un acto familiar, que toda la familia se siente al mismo tiempo a la mesa. Para eso es más fácil usar el propio recipiente de cocina o, como mucho, llevar a la mesa la sopa emplatada.

Una sopa de las que nuestras abuelas decían que resucitaba a los muertos no puede llegar a la mesa encerrada en los estrechos límites de un plato hondo o un tazón de consomé. La desmerece. Ha de venir en sopera, con su tapa correspondiente, para que al levantarla los aromas de esa sopa impregnen todo el comedor.

Hoy les propondremos una sopa "de sopera". Una sopa de pescado llena de sabor, magnífica para tiempos otoñales o de finales del invierno. Partan de un rape de un par de kilos. Pueden usar, también, congrio. Limpien bien el pescado y, de paso, pelen una docena de langostinos. Corten la cola del rape en dados y resérvenlos, con el marisco.

En una cazuela con un poco de aceite rehoguen dos puerros, una cebolla, una rama de apio, un pimiento seco, unas semillas de hinojo y una hoja de laurel, todo troceado pequeño. También unas hebras de azafrán. En cuanto se ablanden (unos diez minutos), añadan un tomate maduro en el mismo estado, y háganlo cinco minutos más. Incorporen la cabeza y la espina central del rape y las cabezas de los langostinos, añadan un vasito de vino blanco bueno, dejen reducir un poco, salpimienten y cubran con agua. Hagan cocer unos veinte minutos. Trituren el contenido de la cazuela y pásenlo por el chino, apretando bien para obtener todos los jugos.

Cuando vayan a servirla, calienten bien el caldo e incorporen los dados de pescado y las colas de los langostinos, troceadas si son grandes. Den un hervor de unos minutos y... a la mesa. Faciliten a los comensales gajos de limón, para que cada cual se ponga lo que le apetezca, y unos costrones pequeños de pan frito.

Sopa solemne, de día de fiesta, llena de sabor. Se merece un buen blanco... y ser llevada a la mesa en una sopera de las de nuestras abuelas. Qué menos.

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