Un sabor de la Belle Époque

  • Caius Apicius.

Caius Apicius.

Madrid, 26 dic.- Suele atribuirse al nazi Joseph Goebbels, ministro de Propaganda en el III Reich, la afirmación de que una mentira repetida muchas veces acaba convirtiéndose en una verdad; pero no fue él el autor de la famosa frase, sino el bolchevique Vladimir Ilich Ulianov, más conocido con el nombre de Lenin.

Bien, no vamos a hablar aquí de una mentira convertida en verdad, sino de un simple error de traducción cometido tantas veces que hoy nadie lo reconoce como tal. Me refiero a confundir el bogavante con la langosta.

Y mira que son inconfundibles: el bogavante, de color azulado negruzco o tirando a pardo en vida, cuenta con dos espectaculares y poderosas pinzas, armas de las que la langosta, de un color pardo rojizo, carece y presenta, en cambio, unas larguísimas antenas. Ni siquiera son de la misma familia zoológica...

Pero los recetarios llevan años traduciendo "homard" o "lobster", que son las palabras francesa e inglesa para bogavante, como langosta; el original "homard à l'americaine" (en realidad era "à l'armoricaine", pero hay más gente que sabe dónde está América que quienes son capaces de situar a la Armórica en el mapa) se convirtió en langosta a la americana.

La langosta a la americana -aunque se haga con bogavante, que yo encuentro de sabor más potente, pero menos fino, que el de la langosta- es, o a lo mejor he de decir "era", un gran plato, un plato de lujo, caro, digno de una mesa importante.

Tal vez por su alto precio, el gallego Julio Camba decía que esta receta había pasado de llamarse "a la armoricana" (digamos ya que la Armórica es una región de Francia que englobaba lo que hoy es la Bretaña y buena parte de Normandía) y pasado a llamarse "a la americana" porque, en la "Belle Époque" y, después, en los llamados "felices veinte", sólo los millonarios americanos (léase estadounidenses) podían permitirse disfrutar de ella.

La receta no es de las sencillas, y requiere trabajo y atención. El resultado es un plato de lujo, pero un plato de otro tiempo. De todos modos, la idea es, más o menos, la que sigue.

Hay que separar, en vivo, la cabeza y la cola de una langosta o un bogavante de alrededor de un kilo. Troceen la cola por las articulaciones, sin quitarle el caparazón, partan al medio la cabeza y extráiganle los llamados "corales", que reservarán.

Fundan unos 150 gramos de manteca de vaca y, cuando esté bien caliente, echen en ella los trozos de langosta. Hay que añadir unos chalotes picados, ajo machacado y cuatro tomates pelados. Salpimienten todo y riéguenlo con un vasito de vino blanco, otro de coñac y una tacita de crema de leche fresca. Tapen y dejen hacer, a fuego lento, alrededor de media hora.

Entonces retiren la langosta y quítenle el caparazón. En un mortero hagan una pasta con los corales y más manteca de vaca, hasta que quede bien mezclada. Incorporen esto a la salsa del guiso, removiendo bien hasta que esté ligado el conjunto. Viertan la salsa así obtenida sobre las rodajas de langosta, y sírvanla muy caliente.

Como no será fácil que tengan a mano unas botellas de sidra normanda, lo mejor será que acompañen este plato con un buen champagne, bien brut y bien frío. Al fin y al cabo, los grandes champagnes eran, también, la bebida habitual de los Rockefeller, los Morgan... ¡Pobrecitos ellos, qué mal vivían!.

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