Arquitectos: Rafael Aranda, Carmen Pigem y Ramón Vilalta. Epicuro no defendía una gratificación sin límites de los sentidos, sino que buscaba la felicidad a través del disfrute moderado y cultivado de los placeres sensoriales. Con el mismo espíritu, Fina Puigdeval, la dueña y cocinera de Les Cols, busca riqueza en combinaciones exquisitas de sabores (ravioli de toronja y naranja con tomate y coco; lubina con aceitunas negras y toques de queso de cabra; gambas cacao con manzana ácida…). Y con el mismo espíritu, los arquitectos Aranda, Pigem y Vilalta han utilizado el acero en sus estancias para explotar toda la gama de sensaciones que pueden provocar, creando efectos que estamos más acostumbrados a relacionar con las cualidades de la madera, la tierra, la vegetación, e incluso el agua o la luz.
Fotografía: Eugeni Pons.
La magnífica sala de banquetes, con una mesa de 16 metros de longitud anclada en la tierra, también tiene suelo, techo, muros y mobiliario de acero dorado; las paredes están veladas con cortinas fabricadas de cintas retorcidas de acero, que parecen brillar con su propia luz. Las ingeniosas sillas de acero plegado no son nada incómodas; su respaldo y brazos curvados nos invitan a asumir una postura relajada, casi reclinada, como los invitados a un banquete romano.
Fotografía: Eugeni Pons.
El restaurante está situado en la planta baja de una masía que data del siglo XVIII y rodeado por un jardín donde Puidgeval cultiva hortalizas y cría patos y gallinas. Sus muros están forrados con planchas de acero oxidado, y los suelos tintados con los oscuros azules, rojos, morados y marrones con que las planchas salieron de las acererías, mientras las mesas y sillas, también de acero, están lacadas en oro pálido, que refleja la luz tenue del jardín.
Fotografía: Eugeni Pons.
El acero dorado nutre la decoración de la sala de banquetes del restaurante Les Cols, en Olot.
Fotografía: Eugeni Pons.
Arquitecto: Eduardo Souto de Moura. Cuando Eduardo Souto encontró por primera vez el convento cisterciense de Santa María de Bouro, situado sobre el río Cavado, a 10 kilómetros de Braga, se enamoró de su estado ruinoso, sin techo ni suelos. Aunque trabajó cerca de diez años en su restauración, sus intervenciones son casi invisibles: la carpintería de las ventanas, de bronce, los techos de planchas y vigas de acero, los suelos de tarima, y el mobiliario justo para dar un grado de confort y calor a las 33 habitaciones, ubicadas en las antiguas celdas de los religiosos.
Fotografía: Luis Ferreira Alves.
Eduardo Souto ha sembrado las cubiertas con las hierbas salvajes de la zona, que ayudan a aislar los interiores térmicamente, mientras las persianas de las ventanas son de un color azul profundo, como si los huecos estuvieran todavía abiertos al cielo. El edificio incorpora dos patios, uno de entrada, plantado con naranjos, y el antiguo claustro, que Souto ha dejado sin techo. Ha ubicado el comedor en la antigua cocina con su monumental chimenea; junto con los otros espacios públicos, se abre sobre una amplia terraza construida sobre un nuevo bloque de servicios.
Fotografía: Luis Ferreira Alves.
Souto deja claro que su intención no fue la de restaurar el convento, sino restaurar sus ruinas. Comenta: “Es un proyecto en el que se pueden oír varias voces. Las ruinas son más importantes que el convento en su forma original; son ellas las que están abiertas y se dejan manipular, tal como el edificio ha sido manipulado a lo largo de su historia”.
Fotografía: Luis Ferreira Alves.
Arquitecto: Francisco Mangado. El Señorío de Zuasti es un ejemplo llamativo del poder de la nobleza del siglo XVI: un palacio de robusto estilo renacentista, con dos torreones y amplio arco de entrada, preside sobre los campos y bosques a su alrededor, recogiendo a sus espaldas un pueblo de 250 habitantes con su iglesia y otras dependencias de la época. Hoy el palacio forma un lujoso telón de fondo para un club de golf, cuyos socios comparten a tiempo parcial su nobleza.
Fotografía César San Millán.
El arquitecto Francisco Mangado ha reformado el palacio por dentro para el restaurante y club social, y ha añadido una serie de pabellones y otras construcciones, muchas semienterradas, para piscinas, vestuarios, una cafetería y otros servicios, que ha organizado sobre un recorrido de plazas y terrazas que enlazan la entrada con el conjunto histórico.
Fotografía César San Millán.
Frente a la autoridad del palacio ha creado un recorrido intuitivo y directo, que se acerca a éste lateralmente, sin invadir sus ejes de mando sobre el paisaje; y frente a su solidez, ha creado unos pabellones delicados, de apariencia temporal, compuestos con una gran elegancia por planchas de madera y cristal enmarcadas en una estructura metálica ligera.
Fotografía César San Millán.
Mangado otorga el protagonismo no a sus edificios, sino a los espacios al aire libre que enmarcan, con sus terrazas, vistas y recorridos, que forman un paisaje artificial y lúdico que se presta para diversas actividades del club de día y de noche, tomando el papel que ejercieron en el pasado los grandes jardines palaciegos.
Fotografía César San Millán.
Arquitecto: Alfonso Penela. Marisa Barrio, la dueña de esta casa de turismo rural, invita a sus huéspedes a quitarse los zapatos al entrar y ponerse unos calcetines de la casa, para sentir mejor el tacto de los suelos de madera pulida con aceites y cera, y para entregarse en cuerpo y alma a su ambiente de sosiego. La casa ha sido construida dentro de las ruinas de una fábrica donde se preparaban y empaquetaban sardinas saladas.
Fotografía: Manuel González Vicente.
La casa fue construida en el siglo XIX directamente sobre las rocas de la costa, protegiéndose de las tempestades del mar con un alto muro de piedra que encierra su patio, aunque ahora el muelle público del pueblo ha sido extendido a sus pies. Penela ha situado el comedor y salón en la planta baja alrededor del patio y, arriba, las 13 habitaciones con vistas sobre la ría. El suelo del comedor es de cristal, para dejar visible los depósitos de piedra donde las sardinas reposaban en agua salada durante 20 días, mientras los restos de las antiguas prensas han sido conservados en el patio.
Fotografía: Manuel González Vicente.
La casa está rodeada por el pueblo de los pescadores. Allí se pueden disfrutar de raciones de mejillones y sardinas en un chiringuito situado al final del muelle, detrás de la gasolinera y, caminando entre las casas, huertas y hórreos colgados sobre las inclinadas colinas, se llega a una playa de arenas blancas. De vuelta a casa, descansando en las estancias íntimas de madera de cedro oloroso y piedra, uno tiene la sensación de haber encontrado refugio en un pequeño mundo, apartado y encantado.
Fotografía: Manuel González Vicente.