Espiral de Violencia en Ciudad Juárez: Cuando adolescentes inocentes se convierten en asesinos

  • José Antonio tiene 17 años. A los 12 años cogió una pistola por primera vez, a los 14 ya había robado a mano armada y se había metido en el negocio del narcotráfico. Los cárteles de la droga mexicanos se aprovechan de niños y jóvenes como él, sicarios baratos acostumbrados a un entorno violento desde pequeños y que necesitan el dinero.
Tres muertos en México en un acto de venganza de un cartel narco
Tres muertos en México en un acto de venganza de un cartel narco
Ioan Grillo | GlobalPost

(Ciudad Juárez, México). Con sus 160 centímetros de altura, marcas de acné y una mata de pelo rizado, el aspecto de José Antonio no parece especialmente amenazador a sus 17 años. Pero pese a su corta edad ya ha visto más escaramuzas y asesinatos que muchos soldados sirviendo en Irak o en Afganistán.

De hecho, José Antonio se ha hecho mayor en una zona de guerra. Y ya ha trabajado como soldado, posicionándose del lado de los grupos de narcos que operan en Juárez.Asegura que cogió por primera vez una pistola a los 12 años, cuando se unió a los Calaveras, una de las bandas que controla los barrios pobres que se extienden por las colinas al oeste de esta ciudad fronteriza con EEUU.

A los 14 años ya había realizado robos a mano armada y tráfico de drogas, además de participar regularmente en tiroteos con las bandas rivales, según confesó a la policía.

A los 16 años fue arrestado por posesión de un pequeño arsenal de armas (incluidos dos rifles automáticos y un uzi) y por ser cómplice de un asesinato relacionado con las drogas. Fue condenado a tres años y un mes de pena en el reformatorio juvenil de Ciudad Juárez, conocido más bien por los duros y desesperados jóvenes adultos que emergen de allí que por cualquier tipo de mejora en ellos.

"Participar en los tiroteos es pura adrenalina", dice sonriendo y sentado en el comedor del centro juvenil, justo detrás de un enorme muro reforzado con sacos de arena para neutralizar los disparos y con guardas protegidos con gafas de esquí.

Los enormes ejércitos de los que disponen los cárteles de la droga se alimentan de adolescentes y hombres jóvenes como José Antonio, asesinos a sueldo baratos que han inundado las calles de sangre.Desde 2008 ha habido más de 5.500 asesinatos en Ciudad Juárez. Más de 1.400 de esas víctimas, una cuarta parte del total, tenían menos de 24 años.

Durante el siglo pasado, los "gatilleros" mexicanos eran fundamentalmente profesionales adultos, que se deshacían de sus víctimas al amparo de la noche, según describía José González en 1983 en el libro "Lo Negro del Negro Durazo".

"Empecé a matar a los 28 años, y en mi conciencia se que envié a más de 50 individuos al otro mundo", escribió González.

Pero en la explosiva guerra que se está librando ahora en Juárez por el control de las rutas de narcotráfico y las esquinas de las calles, muchos de los matones son adolescentes o en el comienzo de la veintena que ya forman parte de las sangrientas bandas callejeras.

Mientras que los viejos sicarios solían hacer pequeñas fortunas en su sanguinaria profesión, los matones de ahora dicen que cometen asesinatos por menos de 80 euros."Hay un asesinato cada día. Así que no es un mal negocio", dice José Antonio sin parpadear. "Uno ve los cadáveres y no siente nada".

Las autoridades carcelarias accedieron a dejar a GlobalPost entrevistar a José Antonio y otros presos a condición de no publicar sus nombres completos y sus fotografías. Hablar con la prensa es considerado en el ambiente carcelario cosa de soplones, y puede ser motivo de asesinato.

El reformatorio de Juárez tiene en este momento a 63 internos menores de 19 años, condenados por delitos que van desde el homicidio al secuestro y la violación. Más del 90 por ciento de ellos son miembros de bandas, explica la psicóloga del centro, Elizabeth Villegas. Estos muchachos tan solo representan una ínfima fracción de las decenas de miles de pandilleros que se pasean por las calles de Juárez.

"La mayor parte de ellos vienen de familias rotas, y no saben de reglas o límites", dice Villegas. "No sienten nada por haber matado a gente. Simplemente no entienden el dolor que han causado a otras personas".

Los capos de la droga saben que los asesinos adolescentes se enfrentan a penas cortas. Bajo la ley mexicana, un menor puede ser condenado como máximo a una sentencia de cinco años de cárcel, sea cual sea su crimen. Si los mismos delitos se cumpliesen al otro lado de la frontera, en Texas, esos chicos podrían ser encarcelados hasta 40 años o durante toda la vida, si se les juzga como adultos.

La familia de José Antonio es una más de las que habitan los barrios pobres que se han multiplicado a las afueras de Juárez en las últimas décadas. Sus padres son inmigrantes campesinos del sur del estado de Veracruz, llegados a Juárez para trabajar por 6 dólares al día en las plantas de ensamblaje que tienen en la ciudad fronteriza compañías japonesas y estadounidenses.

Aunque su familia guardase viejas costumbres como celebrar el día del patrono de su pueblo y respetar a los viejos patriarcas, José Antonio creció en una ciudad de 1,3 millones de personas, rodeado de drogas camino del norte, y de armas y productos de contrabando camino del sur.

Sus padres trabajaban durante horas interminables en las líneas de producción, dejándole solo durante gran parte del día, y rápidamente el muchacho acabó formando parte de la banda de los Calaveras."La banda se convierte en tu familia, en tu casa. Te sientes parte de algo", admite. "Y sabes que la banda te respaldará si tienes algún problema".

Un reciente estudio revela que 120.000 de los jóvenes de Juárez de entre 13 y 24 años (un 45 por ciento del total) no reciben educación académica o no tienen ningún tipo de empleo formal. Los cárteles de la droga son los que aportan trabajo, usando a su gente en los barrios para buscar a pistoleros jóvenes a sueldo, explican desde la cárcel.

La incorporación de los pandilleros en los ejércitos de los cárteles ha tenido repercusiones sangrientas. Cuando identifican a unos cuantos miembros de una banda trabajando para un cártel, el grupo rival a menudo intenta aniquilar a toda la pandilla, acabando de este modo con buena parte de la juventud de algunos barrios.

La madre de un pandillero encarcelado muestra una esquina desierta cerca de su casa. "Hace un año había unos 20 chavales que pasaban el tiempo aquí. Ahora casi todos ellos están muertos", dice sin querer revelar su nombre por miedo a las repercusiones. "Estoy contenta de que mi hijo esté en la cárcel, o de lo contrario quizás ahora también estaría muerto".

La trabajadora social Sandra Ramírez asesora a adolescentes en los barrios marginales. Asegura que ha visto a decenas de jóvenes ser resultados para integrarse en las filas del crimen organizado, haciendo trabajos de vigilancia, vendiendo droga o como asesinos.

Según ella, los padres de estas zonas deprimidas a menudo descuidan a sus hijos, y hay muchos hogares rotos, con padres trabajando en trabajos muy duros en las plantas de ensamblaje o en la enorme industria del sexo que hay en la ciudad.

"Hemos sido una sociedad permisiva, y hemos dejado pasar un montón de cosas", dice. "Trabajo con un niño de 14 años cuyos padres están separados, y cada uno de ellos con una nueva familia. El niño siente que no tiene una familia propia, así que se pasa todo el día en la calle, y ahí es donde ha empezado su actividad criminal".

Asegura además que el Gobierno ha abandonado los barrios de una manera terrible, dejándolos sin escuelas adecuadas y sin oportunidades laborales.

"El Gobierno solo pone parches a los problemas... Solo son ellos [los cárteles] los que se acercan a estos chavales y les ofrecen algo", reconoce Ramírez. "Les ofrecen dinero, teléfonos móviles y pistolas para protegerse. ¿Cree que lo van a rechazar? Estos chicos no tienen nada que perder. Solo ven el día a día. Saben que pueden morir, y lo dicen, pero no les preocupa porque llevan viviendo así toda su vida".

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