La represión de los dos regímenes

Irán: del sha del 'cuore' y el despilfarro a la sangrienta revolución de negro

  • Pahlevi convirtió la monarquía en una dictadura aliada de Occidente que aplastó cualquier oposición. Su brutalidad solo sería superada por Jomeini.
El sha Muhammad Reza Pahlevi y su esposa. / EFE
El sha Muhammad Reza Pahlevi y su esposa. / EFE

"¡Debo mi trono a dios, a mi pueblo, a mi ejército…y a ti!". El último destinatario de la soflama imperial en Teherán del joven sha Muhammad Reza Pahlevi, el 22 de agosto de 1953, era el mismísimo presidente de EEUU, Dwight Eisenhower. Tras hacer añicos la resistencia de la guardia del primer ministro Mossadeq con la asistencia y apoyo de la CIA, el sha convertiría pronto la monarquía en una férrea dictadura aliada de Occidente y especialmente de EEUU que, bajo su obsesión por 'modernizar' a la sociedad iraní, ejecutaría también una represión por igual de cualquier opositor: liberales, comunistas y los seguidores de los ayatolás chiíes, es decir, la aplastante mayoría del país.

La insólita y efímera dinastía de los Pahlevi de la que formaba parte se remontaba tan sólo a su padre, que ni siquiera era aristócrata sino un general de la guardia cosaca persa que ascendió en el ejército durante la centenaria dinastía Quayarí (1502-1736) -que estableció el chiísmo como religión de Estado- y que el imperio británico aupó al poder en 1922: un experimento de laboratorio diplomático surgido de las ruinas de la Primera Guerra Mundial.

Ese era todo el linaje de una monarquía inventada por las potencias extranjeras, la influencia más decisiva durante buena parte del siglo XX en Irán hasta la revolución de los ayatolas en 1979. Con el golpe de mano, que garantizó un poder absoluto al sha, EEUU había sustituido a Gran Bretaña como potencia hegemónica en la zona y pugnaba con la URSS, que ya había ejercido el dominio junto a los ingleses antes y durante la Segunda Guerra Mundial. La amenaza de la influencia soviética fue precisamente la excusa de la CIA para deponer a Mossadeq según los principios de la doctrina Truman de la Guerra Fría, torpemente elaborados incluso entonces.

No pasaba de una mera tapadera, porque en Washington admitían que el primer ministro Mossadeq, un aristócrata persa educado en Europa, no era comunista, pero si un demócrata que amenazaba con convertir al sha en una mera figura institucional, propia de una monarquía parlamentaria, -Roham Alvandi, ‘Nixon, Kissinger and the Shah’ (Oxford University Press)-, como lo era, de hecho, su aliado Gran Bretaña. Pero sobre todo 'amenazaba' con la nacionalización de la Anglo Iranian Oil Company, junto a la simple posibilidad de que el régimen democrático estuviera expuesto a partidos comunista como el Toudeh, o cualquier otra infiltración izquierdista. Aquello bastó para llevar a cabo un plan que, sencillamente, consistía en mantener a un nuevo "gendarme regional" -Charles Zorgbibe, ‘Historia de las Relaciones Internacionales’ (Alianza)- para asegurar uno de los dos pilares que consistían la base de la política estadounidense en Oriente Medio: Irán y la monarquía de la casa de Saúd en Arabia Saudí, que se remontaba a la administración de Theodor Roosevelt (1901-1909).

Diez años después de haber sido promovido por Eisenhower, el sha concentraba todo el poder. En 1963 ya había reprimido brutalmente las protestas estudiantiles promovidas por el ayatola Jomeini, que se opusieron a su "Revolución Blanca", entre cuyas medidas más rupturistas con el Irán tradicional estaba la concesión del derecho de voto a las mujeres. Sin embargo, fue la reforma agraria, que expropió propiedades rurales al clero, la que encendió la llama de la revuelta. Y todo ello a pesar de que el sha Pahlevi hijo había manifestado en repetidas ocasiones su firme creencia en el Islam y su respeto por los imames, que acentúo con numerosas peregrinaciones a la ciudad santa de Mashad: pretendía separar los asuntos religiosos de la política, pero sobreestimó su poder y se limitó a confiar la política y la modernización al aparato represivo sin aproximación a las bases sociales.

La megalomanía de Mohammed Reza Phalevi se desbordó después de la represión de los estudiantes de Jomeini cuando, en 1967, decidió coronarse al estilo de las monarquías centenarias y celebró con fastos en Persépolis, cuatro años más tarde, el 2.500 aniversario del imperio persa. Era incongruente con el supuesto impulso modernizador. "No se podía ser Jerjes -emperador persa del 486 al 466 a. C.- y Fidel Castro al mismo tiempo" -Homa Katouzian ‘The persians: Ancient, Medieval and Modern Iran’ (Yale University Press)- . Sin embargo, era una buena aproximación al monarca, que en la década de los 70 acentuó la brutalidad del régimen declarando ilegales a todos los partidos a excepción del oficial, cuyo nombre cambió de Nuevo Irán al de Resurrección Nacional: reformas por nacionalismo.

Fue en balde. Tal y como apunta el historiador Charles Zorgbibe, ni podía beneficiarse de la legitimidad tradicional con la que rompió su padre al combatir al clero chií con reformas laicas al estilo de las de Kemal Ataturk en Turquía, ni tampoco podía arrogarse la legitimidad nacional y patriótica, de la que sí gozaba su padre, porque él la perdió en el momento en el que accedió al trono en 1941 bajo la tutela de los aliados -Gran Bretaña y la URSS- que habían depuesto a su progenitor. Menos aún a partir de 1953, cuando regresó tras el paréntesis de Mossadeq ayudado por la CIA, que asesoró en la creación de la policía secreta y aparato represivo, la SAVAK.

Además de sus delirios imperiales, el sha, según apuntaría su ministro y consejero Asadollah Alam -‘The Shah and I: The Confidential Diary of Iran’s Royal Court (1969-1977)-, era colérico, estaba obsesionado por cada nuevo juguete sofisticado de la industria militar estadounidense -que intentaba conseguir a cualquier precio- y dedicaba largas horas a las prostitutas de lujo de media Europa, que repartía por una infinidad de casas para evitar en el palacio a la reina Farah, su tercera mujer, que le irritaba.

Su pasión por las mujeres tenía sus incongruencias, no obstante, incluso ridículas. En una entrevista con la periodista Oriana Fallaci, tras comentarle ésta que si había algún monarca al que se relacionara con amantes era él, el sha, ante la insistencia de la periodista, respondió: "No las subestimo, como muestra el hecho de que son las que han conseguido mayores ventajas de mi Revolución Blanca (…) Y no debería olvidarse que soy el hijo del hombre que eliminó el velo de las mujeres en Irán, pero no sería sincero si dijera que he sido influenciado por alguna de ellas: en la vida de un hombre sólo cuentan si son bellas y agraciadas y saben cómo mantenerse femeninas…” (‘The New Republic’, 1 de diciembre de 1973).

Según Alam, odiaba a su hija mayor fruto del matrimonio con la princesa Fazia de Egipto... dos de sus hijos se suicidarían en el exilio. La más joven, Leila Pahlavi (1970-2001), fue hallada sin vida en la habitación de un hotel en Londres con una sobredosis de barbitúricos y su hijo Ali-Reza Pahlavi se suicidó de un disparo en 2011 tras una depresión que duraba desde el exilio de Irán.

"¿Qué hay de malo en el autoritarismo?"

Con la caída de Nixon en 1974 tras el escándalo Watergate, el mayor benefactor que nunca tuvo, quedó más aislado internacionalmente, ya que aunque el secretario de estado Henry Kissinger había sobrevivido a la debacle y seguía apoyando al sha, la Administración del nuevo presidente, Gerald Ford, era más reacia a continuar con su aliado. Además, los demócratas, que desde 1974 dominaban tanto el Senado como el Congreso, aprobaron una ley que restringía el envío de armas y la ayuda militar a países que violaran los derechos humanos. Irán estaba en la lista. No era una sorpresa: para entonces, el sha arengaba a los militantes de Resurrección Nacional: "¿Qué hay de malo en el autoritarismo? ¿Es acaso mejor la anarquía?" -Roham Alvandi ‘Nixon, Kissinger and the Shah’ (Oxford University Press)-.

La realidad era que ejercía el poder de forma autocrática apoyado en los militares, la administración y por supuesto la represión de la policía secreta SAVAK, pero apenas contaba con apoyos en la gran masa del país. Más allá de los empresarios, los altos funcionarios y los comerciantes, que gozaban de un buen nivel de vida, en el resto prevalecía una insatisfacción económica y la frustración cultural ante un modelo de civilización importado que aprovecharon los ayatolás. Por otra parte, la inflación subía y el hacinamiento en la ciudades y la carestía de las viviendas aumentaba al mismo ritmo que el éxodo rural.

En ese contexto, hasta la central de la CIA en Teherán informó a Washington de que ya en mayo de 1975, poco después de la prohibición de todos los partidos a excepción de Resurrección Nacional, el grado de oposición era alarmante a pesar de que todo "pareciera aparente normal en la superficie". Al mismo tiempo en EEUU, Amnistía Internacional y una Confederación de Estudiantes Iraníes denunciaron públicamente lo que ya era conocido en la CIA: la tortura y ejecución de los oponentes del sha en las prisiones sin ni siquiera juicio. Resultaron tan chocantes que, incluso aunque muchos de los grupos que denunciaban los abusos del sha eran claramente antiamericanos, en EEUU la imagen pública de la monarquía iraní se resintió.

El movimiento revolucionario se disparó en 1978 con manifestaciones a favor del ayatollah Jomeini y en recuerdo a las víctimas de la represión de 1963. En enero de 1979 el sha Mohammed Reza Pahlevi abandonó Irán y diez días después del regreso de Jomeini, expulsado del país en 1963, los últimos restos del Gobierno del sha se volatilizaron, dando paso a la República Islámica vigente. No fue hasta el año 200o cuando la secretaria de Estado de la administración Clinton, Madeleine Albright admitió públicamente la intervención de EEUU: "En 1953, Estados Unidos jugó un papel importante en la orquestación del derrocamiento del popular primer ministro de Irán, Mohammed Mossadeq. La Administración Eisenhower creía que estaba justificado por razones estratégicas, pero el golpe fue claramente un revés para el desarrollo político de Irán, y es fácil ver ahora por qué muchos iraníes continúan resentidos por la intervención de Estados Unidos en sus asuntos internos".

La brutalidad de Jomeini

Dicho resentimiento continuó incrementándose tras las administraciones Kennedy, Johnson, Nixon y Ford, hasta el asalto a la embajada de EEUU en Teherán y los 444 días de la Crisis de los Rehenes (1979-1981) bajo la presidencia de Jimmy Carter, el punto de inflexión definitivo, preludio del fanatismo y la brutalidad que promovió Jomeini.

Con la revolución islámica se produjo un hecho sin precedentes hasta ese momento en la época contemporánea: la utilización política del Islam sustituyó por primera vez a las ideologías de componente nacionalista o anticolonialista propias de la segunda mitad del siglo XX, incendiando todo Irán. Rápidamente, el Gobierno impuesto tras la caída del último primer ministro del sha quedó en manos de Jomeini y los ayatolás con el apoyo de los tribuales islámicos y las milicias armadas de los Guardianes de la Revolución. Apartaron rápidamente a los laicos del poder e hicieron añicos a los otros grupos que se oponían a la monarquía depuesta: los liberales nostálgicos de la época de Mossadeq, los revolucionarios comunistas del partido Toudeh y otros grupos izquierdistas.

Las milicias 'jomeinistas' se hicieron con el control de la calle, al igual que con el de los medios de comunicación. En la cúspide de la República se situó el poder religioso, con amplísimos poderes para dominar el ejército, los tribunales, el poder legislativo y la designación del jefe del Estado. Lo que siguió fue el control absoluto con los Guardianes de la Revolución, que sustituyeron a la SAVAK e instauraron otro tipo de autocracia dirigida por el fanatismo del propio Jomeini. El "jurista teólogo" revirtió la occidentalización del país y se impuso la estricta aplicación de las leyes islámicas, desatando una violencia y brutalidad que superaron incluso a la del propio sha.

Mostrar comentarios