Sacrificar derechos y libertades

Lecciones de Wuhan: medidas de China para vencer al Covid-19 que nunca vimos

Wuhan en libertad
Wuhan en libertad
EFE

Contundencia y firmeza. Estas son las dos palabras que resumen la actuación del Gobierno chino en la lucha contra el Covid-19. Cada acción tomada por Pekín ha sido acompañada por la exigencia de su cumplimiento a cualquier coste, incluso sacrificando los derechos y libertades de sus ciudadanos. Son las ventajas e inconvenientes de ser la segunda potencia mundial y el país más poblado de la tierra. Un repaso a las medidas más importantes adoptadas en el país asiático nos ofrece un panorama de claroscuros en el que muchas veces hay que elegir entre el Estado o el individuo. Susto o muerte.

La firmeza de sus actuaciones tiene su origen el 23 de enero, con la declaración del estado de excepción en la provincia de Hubei y en su capital, Wuhan. Con su pronunciamiento, de la noche a la mañana 60 millones de personas pasaban de inmediato a estar regidas por una “situación de guerra”, cuya consecuencia inmediata fue la intervención del Ejército y del Partido Comunista Chino para retomar el control sanitario de la región.

La libre circulación de personas y mercancías fue suprimida de raíz. A diferencia de las medidas tomadas en España, la gestión de la crisis fue centralizada desde Pekín, no desde la vía autonómica, que muchas veces se diluye en la coordinación y cooperación. Todas y cada una de las salidas de Wuhan fueron cerradas. En el resto de ciudades y zonas rurales de la provincia de Hubei se habilitó un único acceso que, por supuesto, también era controlado directamente por las Fuerzas Armadas. El Estado en su máxima expresión de presencia e inmediatez.

Junto a los efectos mediáticos de la declaración del estado de excepción, el Gobierno chino jugó hábilmente con la calificación lingüística de la provincia como “zona de guerra”. Un ejemplo claro de la seguridad jurídica que ofrece su aplicación es la inexistencia de excusas que vulneren la regla general de la reclusión. Simplemente no estaba permitido circular. De esta manera, el ejército y la policía pasaban a ejercer directamente las funciones de seguridad, pudiendo detener sin motivo alguno a cualquier individuo al que se le ocurriera poner un pie en la calle.

Wuhan no planteó el confinamiento. Directamente aplicó la reclusión. Solo un miembro de la familia podía permitirse el lujo de salir dos veces a la semana para comprar, y no cualquier cosa. Únicamente farmacias y supermercados tenían el permiso para abrir, también, por supuesto, con la supervisión directa del Partido y las Fuerzas Armadas. Para evitar posibles problemas de falta de suministros, el Estado tomó el control del abastecimiento de alimentos y productos de primera necesidad. Miles de camionetas comenzaron a circular diariamente en una única dirección: Wuhan.

Las consecuencias de la declaración del estado de excepción también tuvieron su eco en los domicilios particulares. Aquel edificio en el que se encontrara un contagiado por coronavirus, pasaba a ser declarado, automáticamente y en su integridad, en cuarentena. En estos casos, los vecinos tenían la orden taxativa de no salir de casa, ni siquiera para comprar comida. Aquí tampoco se quedó nadie atrás. Entraron en acción los Comités del Partido, encargados de repartir alimentos en cada edificio declarado en cuarentena, entregando y racionando personalmente los víveres a sus habitantes.

La “caza y captura” del contagiado la pudimos observar en directo en un país en el que no cumplir las leyes no es una opción. La prohibición de reuniones de más de tres personas se extendió a toda China, incluidas las protestas en Hong Kong que parecen haber pasado a mejor vida. El uso de la fuerza quedó autorizado para que los cuerpos policiales pudieran detener y disolver cualquier concentración que vulnerara la ley. La vida del ciudadano contagiado pasaba a estar sometida a la voluntad pública. Se habilitaron centros de internamiento obligatorio, las famosas “arcas de Noé”, donde los sospechosos o infectados asintomáticos debían recluirse en caso de que sus condiciones así lo exigieran. De nuevo la voluntad individual se sometía al control público.

En el plano tecnológico, la sempiterna discusión entre privacidad y seguridad paso inadvertida. Eso son cosas de europeos. Las autoridades chinas iniciaron las acciones de seguimiento de sus propios ciudadanos sin necesidad de autorización judicial ni debate moral. Medidas que han ido desde el reconocimiento facial sin consentimiento, a las alarmas vía teléfono móvil en caso de violación del toque de queda, o la utilización de apps para el envío de instrucciones de aislamiento y la transmisión en todo momento de la ubicación del ciudadano.

Wuhan en libertad
Lecciones de Wuhan: medidas de China para vencer al Covid-19 que nunca vimos. / EFE

Aprovechando esta circunstancia, el Estado diseñó un salvoconducto virtual por el que, a modo de semáforo, se calificaba la potencialidad de contagio y riesgo que cada ciudadano suponía y sigue suponiendo para el resto de la sociedad. Sin recurso ni apelaciones posibles. El control y vigilancia masiva de los nacionales chinos prevaleció sobre el derecho a la intimidad, en benefició de la salud pública. Diferentes aproximaciones que las europeas, pero con resultados inapelables.

Nada quedó al albur de la improvisación. Para reforzar el papel del ejército y las fuerzas de seguridad, el Estado chino difundió varias campañas de comunicación en las que se señalaba al infractor como el culpable de la extensión del virus. Su objetivo era la recriminación de las actitudes contrarias al “estado de guerra”. Una conducta que es castigada sin contemplaciones y que incluye desde penas de prisión a la tan temida ignominia china. Un sustantivo que en muchas ocasiones lleva aparejado otro tipo de castigos mayores que el desprecio público.

No debe haber desertores, o serán clavados al pilar de la vergüenza histórica para siempre.” Así se expresaba la viceprimera ministra Sun Chunlan, la cara visible de la lucha del régimen contra el virus, en declaraciones recogidas por el 'New York Times'. Su palabra traspasó la delgada línea existente entre portavoz y dirigente. La máxima de “hacer cumplir sus órdenes” reflejó aspectos básicos de la utilización de las técnicas castrenses en la gestión de una crisis. La vicepresidenta ordenó a los trabajadores médicos que se movilizaran en turnos de 24 horas para visitar cada hogar en Wuhan (11 millones de habitantes), para verificar la temperatura de todos los residentes y entrevistar a los contactos cercanos de cualquier paciente infectado. Sin comparecencias ante la prensa. De esta manera, cualquier decisión comunicada pasaba a entrar inmediatamente en vigor, sin necesidad de esperar al BOE.

En el otro ámbito de la comunicación política, el del control de los medios, la censura se impuso en un país en el que la información solo puede concebirse como un servicio al Estado. Evidentemente y como en cualquier conflicto bélico, la primera víctima es siempre la verdad. Las medidas más duras tomadas por China afectaron al corazón de la prensa: la libertad de expresión e información. Corresponsales extranjeros expulsados, redes sociales clausuradas, prisión para los acusados de desinformación, acusaciones contra aquellos que osaban contradecir al régimen… la censura se impuso como el mejor remedio para evitar la dispersión del mensaje oficial. Un método que, a ojos de la ‘occidentalidad’, puede eclipsar todos los esfuerzos titánicos de construcción de hospitales y otras medidas sanitarias que aun así difundían en directo y que cosechaban la admiración del resto del mundo.

Si hay un patrón común en todas las medidas impuestas por el Gobierno chino es la preminencia del todo - La China - frente a una pequeña parte - Hubei. La impresión transmitida es que tanto su capital como la provincia estaban siendo sacrificadas por el bien de la Nación. Esta es la principal diferencia entre la aproximación asiática y la europea.

El estado de excepción implica una auténtica privación de derechos fundamentales. Originalmente está diseñado para aquellas circunstancias en las que un gobierno deba mantener el orden o los servicios públicos esenciales ante una amenaza que atente directamente contra su existencia. Así lo entendió China. El control de los medios de comunicación, la suspensión de derechos o la privación de libertades están contempladas en él.

En el caso español y europeo, la aplicación del estado de alarma está sometido siempre a una provisionalidad prorrogada. Algo que puede limitar parcialmente la circulación de vehículos o personas por la vía pública, pero ante la que fundamentalmente se imponen sanciones administrativas y, en contados casos, penales. Los derechos fundamentales consagrados en nuestra Constitución pueden ser limitados, pero no suspendidos, algo que China impuso desde el primer día.

La contundencia y la firmeza del modelo chino requieren de una reflexión previa. Su éxito ha tenido un alto coste para el ciudadano, principalmente para los ‘hubeianos’ que residen en los 13 distritos y 153 pueblos de la provincia y que han sacrificado su libertad y derechos en pro de un bien común que les trasciende. Entre todas las diferencias existentes entre España y China en la lucha contra el coronavirus cabe preguntarse si la cura puede llegar a ser peor que la enfermedad. Sobre todo, si confiamos con fe ciega en los 3.305 fallecidos declarados por las autoridades de la República Popular.

Mostrar comentarios