OPINION

Tres lecciones del fracaso político actual

Un votante elige su papeleta en un colegio electoral del barrio Judimendi de Vitoria. / EFE/David Aguilar
Un votante elige su papeleta en un colegio electoral del barrio Judimendi de Vitoria. / EFE/David Aguilar

El que suscribe es el primer confundido con esta situación. Si hace unas semanas la lógica política pedía paso y defendía que la solución más plausible al galimatías político pasaba por una alianza entre diferentes partidos para la conformación de un Gobierno, hoy nos encontramos a escasas 48 horas de que todo sea irreversible. España puede convertirse en el país occidental con mayor número de plebiscitos en los últimos cuatro años.

Esto es todo un acicate para nuestra economía. Dentro de 48 horas sumaremos otros 140 millones a los más de 500 que llevamos gastados en fracasos desde 2015. En total serán casi 650 millones de euros que, para que se hagan una idea, equivalen a unos tres hospitales de referencia, con sus trabajadores y equipación respectiva. Es menos de la mitad de la famosa equiparación salarial comprometida con la Policía Nacional y la Guardia Civil y, lo que es más hilarante si cabe, corresponden al gasto público de enseñanza no universitaria de 120.000 alumnos…

Solo por este fracaso económico en las cuentas del Estado, los españoles deberían y deberíamos reconsiderar si realmente nuestro sistema es el adecuado para los tiempos que corren en nuestro país.

En este sentido, la primera de las lecciones para aprender es precisamente la falta de correlación entre nuestro sistema electoral y la realidad política. Ojo con esta afirmación. No estamos hablando de la Ley D’Hont, que simplemente es un sistema de electoral de cálculo proporcional y suele ser identificado como “el cáncer de nuestra democracia”.

Esta ley, pese a las mil y una críticas que recibe, ha demostrado que no simplemente favorece a los partidos mayoritarios. Con el mismo método de cálculo, España ha conseguido tener una representación parlamentaria casi multitudinaria. La misma ley, a la que se acusaba de potenciar el bipartidismo, se ha demostrado igualmente factible para ampliar la arquitectura parlamentaria hasta niveles realmente alarmantes.

Ciertamente si hay algo que no responde al contexto político actual es el propio reparto por circunscripciones electorales. Tener ni más ni menos que 52 y la desigualdad que provoca que conseguir un escaño por Madrid cueste casi 100.000 votos en contraposición a los 25.000 de Soria, hace que realmente el principio de “un hombre un voto” quiebre de forma rotunda en nuestro país. Los españoles somos así, iguales ante la ley electoral, si bien unos lo son más que otros.

Con el paso de los años y favorecidos, aquí sí, por el bipartidismo, el modelo no provocaba más problemas que el déficit democrático, que a menudo se estancaba en eruditas discusiones de politólogos. En la actualidad ha pasado a convertirse en un problema estructural de nuestra democracia. El reparto por circunscripciones electorales, en su dimensión actual, promueve la creación de minorías de bloqueo que imposibilitan la formación de gobiernos y, por lo tanto, atentan contra la estabilidad del Estado.

El pluripartidismo, combinado con nuestro sistema electoral, desarrolla con la realidad política actual estas minorías, en lugar de potenciar la formación de mayorías de Gobierno.

La segunda lección es muy cruda. España no sabe gobernar más allá del bipartidismo. Esto es un hecho objetivo, pero lo realmente peligroso es la sinrazón del multipartidismo español. En lugar de ofrecer mayor número de opciones políticas o ideológicas posibles, su justificación se basa en la confrontación con su némesis fáctica. Pongamos nombres. Es el caso de PSOE Vs Unidas Podemos o PP Vs Ciudadanos. Son distintos partidos, pero con mínimas distinciones de pensamiento sobre el mismo cuerpo doctrinal. Es aquí cuando irrumpen los líderes que vienen a significar el factor diferencial entre siglas, obligando a la política a buscar adversarios más dialécticos o mediáticos que intelectuales.

En realidad, el bipartidismo no ha muerto, simplemente ha mudado su apariencia en bipolaridad. La de las dos Españas de toda la vida que siguen, casi un siglo después, sin entenderse.

La tercera lección es la crónica de un fracaso como Nación y es que la política se está convirtiendo en un lugar de decepción en lugar de ilusión. La Política de los sentimientos, de las ilusiones y de los proyectos se destierra en favor de la política con “p” minúscula. Los grandes temas de Estado como la educación, la sanidad, las pensiones, la dirección que todos debemos tomar como Nación, no tienen hueco en los programas. Se acuerdan de aquel documento que los más leídos devoraban antes de ir a votar. ¿Donde quedan estos programas?

El discurso encuentra su explicación en el ataque al contrario y, lo que es peor, no contra el adversario ideológico principal, sino contra el más próximo al polo en el que situemos el espectro al que nos dirigimos. El actual sistema provoca que cuanto peor le vaya al potencial aliado, mayor será el número de escaños que obtengamos. Dicho de otra manera, cuanto peor le vaya a Unidas Podemos, mejor le irá al PSOE y viceversa. Cuanto peor le vaya al PP, mejor le irá a Ciudadanos y al revés.

El adversario es hoy, más que nunca, el presumible aliado político en búsqueda de una mayoría que permita desbloquear la situación. Una situación que convierte a la política española en un House of Cards, que hará las delicias de más de un estratega pero que demuestra que estamos aprendiendo a vivir sin gobierno y esto sí es peligroso.

Durante años la política española demostró ser la más estable del sur de Europa. Frente a la estabilidad española surgía la italianización, pero de nuevo Roma nos ha demostrado que, dentro de la inseguridad política, era posible formar gobiernos. Nosotros nos estamos quedando en ese paso previo a la inseguridad que es la inestabilidad. Ni siquiera somos capaces de ponernos de acuerdo en que no estamos de acuerdo y, de esta manera, encadenamos años y más años de un país sin gobierno. Y no pasa nada.

La nueva política está demostrando que, estando más conectada y siendo más directa que nunca, puede llegar a convertir a un Estado con más de 500 años de historia en otro Estado que esperemos no sea fallido. La sociedad empieza a no poder tragar más.

Quizá que vuelva el bipartidismo no sería una mala idea si nos trajera la añorada estabilidad.

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