OPINION

Los "intermediarios fiscales" o cómo minar el Estado de derecho

Antes de deglutir las uvas de Nochevieja, España debe trasponer a su ordenamiento la Directiva (UE) 2018/22, de 25 de mayo, sobre ciertas obligaciones informativas que atañen a unos viejos conocidos que ahora reciben el asombroso nombre de “intermediarios fiscales”. Los nuevos “intermediarios” son los profesionales de toda la vida que asesoran a sus clientes para que elijan las mejores “economías de opción”. Aconsejan legalmente a quienes les pagan sus honorarios sobre las vías más fértiles y seguras, con la finalidad de que sus poderdantes consigan, sin infringir las normas, bajar sus cargas fiscales. Es obvio que algunos de los profesionales citados son los “cerebros” de tramas delictivas que solo merecen la aplicación inmisericorde del Código Penal. Sin embargo, la Directiva 2018/22 va por otros derroteros. Su objetivo no es combatir los delitos contra la Hacienda Pública (ni siquiera el fraude administrativo), sino cerrar todas las puertas a la “elusión fiscal”. Este concepto designa un cúmulo de conductas que, sin ir necesariamente “contra legem”, explota las deficiencias normativas para perforar las arcas públicas como si fueran quesos de Gruyer.

Yo creo, modestamente, que los únicos “intermediarios” que merecen dicho nombre son los tribunales de justicia. No son “intermediarios” ni los contribuyentes ni sus asesores. Los polos de la relación tributaria son, por una parte, el Estado y, por otra, los ciudadanos-contribuyentes. No hay árbitros desinteresados en medio, salvo en los litigios iniciados por uno de los polos frente al otro, en los que los jueces tienen la última palabra. Pero como lo cortés no quita lo valiente, las partes de la relación tributaria deben comportarse con “fair play” (lo que, desgraciadamente, es un bien escaso). Sea como sea, los poderes públicos (en este caso los de la UE) no deben simular el desprecio que sienten por los derechos individuales usando el viejo truco de la polisemia. Porque el sintagma “intermediarios fiscales” quebranta el secreto profesional, especialmente el que incumbe a los abogados españoles.

La Directiva 2018/22 pone contra las cuerdas–a través de la imposición de fuertes sanciones- a los asesores para que informen a las autoridades de su Estado de residencia sobre lo que la norma denomina “planificación fiscal agresiva” (siempre, claro está, que hayan participado en alguno de esos “planes”). El siguiente paso es el intercambio automático de información en beneficio de todos los Estados miembros de la Unión. La Directiva pretende impedir que los llamados “intermediarios” aprovechen en beneficio de sus clientes los defectos de las legislaciones nacionales a través de la constitución y/o utilización de los denominados “mecanismos transfronterizos” (mayoritariamente, las operaciones jurídicas que afectan a más de un Estado de la Unión). La Unión, es verdad, exonera del deber de información a “los intermediarios” que opongan a esa medida su derecho al secreto profesional, pero dentro de los cauces establecidos para su ejercicio por la legislación de los Estados miembros. La UE, como lo mencioné “ab initio”, exige a los Estados miembros la transposición de la Directiva antes de que finalice el año en curso, para que su eficacia resulte plenamente operativa desde el 1 de julio de 2020.

El secreto profesional del abogado

El procedimiento de elaboración legislativa (sobre el que volveré después) para trasponer la norma de la UE comenzó a rodar a principios del último verano. En junio se redactó el oportuno anteproyecto de Ley. Éste fue remitido por el Gobierno de Pedro Sánchez (en cumplimiento del artículo 561.6º de la Ley Orgánica del Poder Judicial-LOPJ) el 1 de julio de 2019 al Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), para que evacuara el informe preceptivo. A tal efecto, el CGPJ se reunió en sesión plenaria el 26 de septiembre de 2019 (Ponencia del vocal Rafael Fernández Valverde). La cuestión fundamental sometida a debate en el Consejo fue el secreto profesional de los abogados (artículo 542.3 LOPJ), que al mismo tiempo constituye un deber asumido por dichos profesionales en relación con sus clientes (STC 110/1984).

Este secreto/deber resulta indisponible para su titular, hasta el extremo de que el abogado que divulgue hechos a él confiados por su cliente se expone a una pena de prisión de uno a cuatro años (artículo 199.2 CP). El secreto profesional de la abogacía disfruta de la máxima protección jurídica (artículo 24.2 “in fine” CE). En comparación con el secreto de los demás profesionales, como reconoce el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, “los abogados gozan de un estatuto privilegiado en lo que respecta a la confidencialidad”.

El CGPJ respalda el anteproyecto de Ley en su conjunto y entiende, como el Gobierno, que el secreto profesional solo ampara a los letrados que intervienen en defensa de sus patrocinados en los procedimientos administrativos o jurisdiccionales. No disfrutan de esa protección, sin embargo, los abogados que asisten a sus clientes en un momento previo y/o autónomo respecto de esos procedimientos. La LOPJ, según el Consejo, no es un muro de contención frente a las pesquisas de las Administraciones tributarias relativas al diseño de los “mecanismos transfronterizos”; como tampoco frente a la indagación administrativa sobre el asesoramiento posterior (de “menor intensidad”) a la creación del “mecanismo” por parte de los abogados que sean compañeros de viaje de la “planificación fiscal agresiva”.

Según el texto remitido por el Gobierno, en ambos supuestos prevalece, sobre la relación de confidencialidad que mantienen el asesor y su cliente, el interés general que obliga a las personas a contribuir a la financiación del gasto público mediante el pago de los tributos. El interés general requiere el cumplimiento de una serie de deberes de información que hasta ahora pesaban exclusivamente sobre los contribuyentes (y sus pagadores, clientes o proveedores) y que, después de la aprobación de la Directiva 2018/22, se extienden asimismo a los asesores –muchos de ellos abogados- (denominados, de forma impropia, confusa y eufemística, “intermediarios fiscales”). Sorprendentemente, el CGPJ muestra su complicidad con el Gobierno de Sánchez y despoja a los abogados que diseñan los citados “mecanismos transfronterizos” de su derecho/deber relativo al secreto con este argumento peregrino donde los haya: “actúan más bien como gestores de intereses ajenos que como profesionales de la abogacía”. Sin palabras.

El CGPJ sólo reprocha al Gobierno el empleo de conceptos imprecisos (“intermediarios de primer nivel”, “intermediarios de segundo nivel” o “asesoramiento neutral”) que, por su ambigüedad, son objeto de interpretación problemática en la aplicación del sistema tributario. Por ello, recomienda al Ejecutivo o bien la remisión al artículo 22 de la Ley de prevención del blanqueo de capitales (que regula con nitidez las obligaciones informativas de los juristas afectados) o, alternativamente, su matrícula en una escuela de Derecho Comparado para aprender al dedillo los anteproyectos alemán, italiano o portugués, cuya solvencia técnica es muy superior al farragoso texto salido -¿a lo loco?- del laboratorio legal ubicado en el círculo íntimo de Sánchez. Pero no por ello el Consejo manda a una esquina del aula, con orejas de burro, a la ministra de Hacienda o al jefe del Gobierno. A pesar de esta “ligera” reprimenda, pelillos a la mar: el Consejo otorga al Ejecutivo un aprobado alto.

El informe cuenta con un voto particular formulado (el 4 de octubre de 2019) por el vocal Enrique Lucas Murillo, al que se ha adherido Roser Bach i Fabregó. Comparto en su integridad el voto, tanto en lo que se refiere al fondo del dictamen del CGPJ como al procedimiento seguido para su elaboración (que, a mi juicio, es el más importante de los dos).

El fondo del dictamen del Consejo

Los argumentos que emplea el CGPJ para restringir el derecho al secreto profesional de los abogados son inaceptables. Es absurdo levantar un tabique divisor entre las dos modalidades de ejercicio de la abogacía para reconocer el secreto solo a uno de ellas (dando la razón al anteproyecto). Por un lado, los servicios de defensa en litigios administrativos o judiciales y, por otro, “los que los abogados realizan de la misma manera que otros profesionales que no lo son”. Los segundos, según el CGPJ, no resultan amparados por el secreto y, por consiguiente, el abogado tendrá la obligación de informar a la Agencia Tributaria sobre las operaciones efectuadas por sus clientes.

La posibilidad de realizar tal deslinde es monopolio de una ley orgánica. Una ley ordinaria (que sería, en el mejor de los casos, la estación término del anteproyecto), no puede regular las materias reservadas a ley orgánica. Como la ley ordinaria adolece de la potencia jurídica necesaria, la vigente LOPJ (aprobada en 1985) debe acatarse sin excepción alguna. Su artículo 542.3 dice lo que dice: “…a los abogados les corresponde la dirección y defensa de las partes en toda clase de procesos, o el asesoramiento y consejo jurídico”. El Gobierno y el CGPJ no sólo ignoran los dictados de la LO 6/1985. Igualmente desprecian la reserva de ley orgánica establecida en el artículo 81 CE.

El procedimiento de elaboración del dictamen

El Gobierno de Pedro Sánchez entró en funciones el 28 de abril de 2019 (fecha de celebración de las últimas elecciones generales). Desde ese instante, al Gobierno solo le compete el despacho ordinario de los asuntos públicos (artículo 21.3 de la Ley del Gobierno). A partir del último 28 de abril, el inquilino de La Moncloa tiene vedado el ejercicio de la iniciativa legislativa. El artículo 21.5 de la citada Ley del Gobierno no deja lugar a dudas: “El Gobierno en funciones no podrá ejercer las siguientes facultades […] b) Presentar proyectos de ley al Congreso de los Diputados o, en su caso, al Senado”.

La conclusión cae por su propio peso. Si el Gobierno no tiene facultades para adoptar iniciativas legislativas, el CGPJ no debería seguirle el juego so pena de hacer el ridículo y gastar en balde el dinero del contribuyente. El máximo órgano de gobierno judicial debió plantarse cuando recibió el anteproyecto del Ejecutivo y negarse a dictaminar –perdónenme la expresión- un aborto jurídico. Según el vocal disidente, el Pleno del Consejo alegó, para dictaminar el anteproyecto, que ante todo debía “primar la colaboración institucional”. Entendido el mensaje: las instituciones “colaboran” incluso cuando persiguen fines prohibidos por las leyes. Como los corredores de apuestas ilícitas, como…

Además, este juego de despropósitos ha superado todas las cimas de negligencia institucional, dada la premura con la que operó el CGPJ. Como se dijo anteriormente, la Directiva 2018/22 tiene que trasladarse al ordenamiento español, de forma imperativa e improrrogable, antes del próximo 31 de diciembre. Lean, por favor, este párrafo de la protesta formulada por el vocal Lucas Murillo: “En estas condiciones, la posibilidad misma de formarse una opinión fundada sobre el proyecto (sic) y de participar efectivamente en la discusión del informe, es ilusoria privando a nuestro informe del valor que se supone debería aportar su examen crítico por un órgano colegiado formado por juristas de distintas procedencias y sensibilidades”.

El Gobierno permanece atado de pies y manos desde el 28 de abril de 2019. Por su parte, el Consejo del Poder Judicial pronto cumplirá su primer año en funciones. El Gobierno y el Consejo no respetan los límites de sus potestades constitucionales, agreden la Carta Magna y las leyes que la desarrollan. Las Cámaras resultantes de las elecciones del 10 de noviembre se constituirán el 3 de diciembre de 2019 (lo que hará prácticamente imposible que el Estado español cumpla su compromiso con la UE). La parálisis de la democracia española es casi absoluta desde diciembre de 2015. El desprestigio de las instituciones se desliza vertiginosamente por el tobogán de las conductas pueriles “gracias” al régimen de cuotas que imponen los grandes partidos. La independencia de las instituciones respecto al Gobierno es una fantasía y el sistema de “checks and balances” una ilusión. España es una “democracia de pasteleo”.

El Estado de Derecho tiene muchos enemigos. Unos son “externos” y atacan al Estado mediante una declaración formal de guerra. Se presentaron en el campo de batalla muy pronto y no tenían nada en común: el terrorismo de ETA, la asonada militar de Tejero, luego los pacíficos indignados del 15-M, y ahora la insurrección separatista de la Generalitat catalana. Quitando a los bárbaros que acampan junto a gente pacífica al otro lado del Ebro, los demás adversarios de la democracia son hoy una remota huella del pasado. ¿Están todos los adheridos al bloque antidemocrático durmiendo la siesta en el salón de la Historia? No. Hay enemigos activos menos visibles que sus predecesores pero muy destructivos. Son los enemigos “internos”, las termitas caseras, el fuego amigo y todos los políticos indiferentes hacia los valores democráticos. Son corredores de fondo. Se refugian en los partidos, ponen cara de no haber roto un plato en su vida, lanzan cargas dinámicas escalonadas que amenazan la solidez de un edificio cuya conservación les importa un pito aunque comulguen en misa de una y se autodenominen “los regeneradores”. Mientras tanto, el edificio abandona lentamente sus cimientos y se corroe por la fatiga de sus materiales.

Los jefes de los partidos designan a los miembros de los tribunales, consejos y agencias que forman la trama del tejido institucional. Gracias a este apaño, quien maneja en cada momento el timón del poder ejecutivo resulta favorecido por las decisiones de los consejos, aunque esas resoluciones se aparten del Derecho. Ya lo dijo el fundador del sistema y panadero mayor del reino: “El que se mueve no sale en la foto”. Nuestro país es tierra de conquista por el “boss”, sus acólitos y su corte de burócratas. Nuestra organización política es una “democracia de partidos” (Manin), en una de sus peores versiones (con subtítulos en español).

La “democracia de partidos” mina el Estado de Derecho. Es un pacto colusorio que deja en “offside” a los ciudadanos.

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