OPINION

Credibilidad y redes contra el cáncer de las ‘fake news’

Los profesionales de la información siempre nos hemos resistido a admitir, como se empezaba a plantear hace poco más de una década, que el uso de internet y el desarrollo de las redes sociales convertía a cualquiera en un potencial medio de comunicación, capaz de comunicar a miles de personas lo que le viniera en gana en cualquier momento. Mientras los informadores profesionales seguimos practicando un oficio en el que el contraste de la información y la deontología profesional son la base que nos permite avanzar y sobrevivir, lentos pero seguros, todos esos nuevos canales sociales se han desarrollado sin orden ni concierto en cuanto a su veracidad y su base legal, hasta el punto de generar muchas realidades paralelas de comunicación donde no siempre es cierto todo lo que reluce. Ese ha sido el caldo de cultivo de la posverdad y las denominadas “fake news” (noticias falsas o, más propiamente, mentiras).

Hace tiempo que sostengo que el futuro de una sociedad bien informada, donde la opinión pública y su derecho a conocer la información de interés general que se genera en su entorno sean un bien cuasi sagrado, se logra mediante la combinación de dos componentes básicos: credibilidad y desarrollo de las nuevas tecnologías. Sólo así se puede llegar con buenos contenidos diferenciales a la mayor cantidad de gente posible (o a la que se considere como público objetivo, sea mucha o poca) con opciones de ajustar los costes a tamaño propósito. El problema al que nos enfrentamos ahora es que entre una y otra cosa se ha generado un hueco en el que pululan a su antojo noticias falsas, manipulaciones de la verdad, “granjas de mentiras” de alcance global y realidades inventadas (la posverdad), que contaminan todo lo que tocan a su paso y hacen que carezca de sentido aquello de que “la información os hará libres”.

Por un lado, resulta muy duro escuchar a grandes profesionales del periodismo que han vivido la Transición y tienen muy arraigados los valores de una opinión pública bien informada, cuando admiten que los medios tradicionales están siendo desbordados por las redes sociales, “que imponen su filosofía y hacen que el usuario ya no necesite intermediarios para informar e informarse, y se sienta dueño y señor dentro de un grupo social sin principios que se autoalimenta con contenidos que refuerzan sus creencias”.

Pero por otro lado, no podemos olvidar que las redes sociales son una realidad inapelable que ha venido para quedarse y cuya utilidad es incuestionable en infinidad de parcelas del desarrollo y la vida diaria de las personas. Por centrarlo solo en España, las redes sociales son manejadas por más de 19 millones de personas, con una media de edad de 44 años y durante casi 3 horas al día (5 en el caso de Facebook y 3h.20’ en Whatsapp), según los datos del informe de IAB Spain sobre el uso de redes sociales en 2017. Es más, se trata en su mayoría (66%) de titulados universitarios, que en una tercera parte del total (más de 6 millones de usuarios) utilizarlas redes para informarse sobre lo que pasa en la actualidad y en un 40% de los casos para subir o publicar información. Es decir, que aunque los profesionales de la información sigamos sin reconocer que una persona y un blog o con una cuenta de Facebook se pueda convertir en un medio de comunicación, sí debemos admitir que su actividad genera y promueve una cantidad ingente de público que, a través de los enlaces o las publicaciones compartidas, llega a los medios de comunicación profesionalizados y es parte inseparable de nuestro día a día.

Llegados a este punto, la clave para evitar que el cáncer de las fake news siga carcomiendo a una u otra parte está en analizar como podemos (y debemos) acercar la tremenda capacidad de comunicación de las redes y los canales sociales a los medios de información profesionales, sin que nadie muera en el intento. Hay que reconocer el esfuerzo que desde grandes plataformas como Facebook o buscadores como Google se está haciendo para combatir las ‘fake news’ con los denominados ‘fake checkers’, ya sea a modo de vigilantes compartidos o cruzados de datos, o simples botones que amplían la información de lo que se está diciendo, identificando en lo posible su fuente, o señalando el mensaje como “posiblemente falso” o no contrastado.

Del lado del periodismo, y sin entrar en temas penales graves como la calumnia, la injuria o la difamación, que tienen su camino legal marcado, se puede avanzar en el desarrollo y la cobertura legal de lo que deben ser siempre informaciones veraces y de interés general. La jurisprudencia española ha delimitado esa obligación de veracidad, no tanto en que la información sea siempre y del todo cierta (que también), como en que se haya desarrollado con la máxima diligencia profesional exigible y una labor de investigación (contraste) suficiente.

Es difícil definir el camino correcto en el que ambos procesos deben discurrir para acercarse lo más posible y que la información veraz y profesional siga siendo el pilar de una sociedad democrática con derecho a estar informada para poder opinar y elegir con libertad. Una regulación más estrecha que ataje el avance de la tecnología y el desarrollo social puede ser demasiado coercitiva, por más que siempre sea bueno adaptar las leyes a las realidades sociales que se le adelantan. Lo que está claro es que medios y redes sociales deben caminar juntos, y para preservar el interés social de la información y su esencia como base del progreso, las modernas “fake news”, que en castellano rotundo siempre hemos llamado “mentiras cochinas”, no le deben salir gratis a nadie.

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