OPINION

Siete jueces con piedad y un Código Penal obsoleto

Protestas tras el fallo del Procés
Protestas tras el fallo del Procés
EFE

Por esta vez, los jueces se han aplicado a sí mismos el consejo popular según el cual más vale un mal acuerdo que un buen pleito. Porque eso es, precisamente, la sentencia de la Sala Segunda del Tribunal Supremo sobre el 'procés': un acuerdo que ha sacrificado la razón técnica en aras de la unanimidad jurídica. El presidente Marchena desplegó un trabajo impecable e irrebatible, garantista en grado sumo, pero amenazaba ruina si no lograba sellar las grietas entre los magistrados. El alto tribunal español no podía permitirse que la discrepancia sobre la cuestión nuclear, el delito de rebelión, malograra una sentencia vital para nuestra democracia y dejara el veredicto final en manos del Tribunal de Estrasburgo, cuyo conocimiento de la cuestión catalana, que asocia a los tercios de Flandes, produce escalofríos.

De lo que se trataba, además de juzgar unas conductas concretas, era de vacunar jurídicamente, para los próximos 30 años, cualquier sarampión separatista o gripe nacionalista que en un acceso febril pretenda llevarse la Constitución por delante. De ahí la importancia de la unanimidad en la terapia. Pero, siendo condición necesaria, ¿es condición suficiente la unanimidad? Al condenar a los imputados sólo por sedición y malversación, el Supremo ha descartado como irrelevante la declaración de independencia llevada a cabo por los separatistas en el Parlament violando los más elementales límites constitucionales. Dicho de otro modo, los siete piadosos magistrados han condenado a los encausados no por golpistas contra el ordenamiento constitucional, sino como vulgares delincuentes que la liaron parda en la vía pública con no se sabe qué finalidad. Al descartar la motivación política como motor de sus conductas, la sentencia convierte a Junqueras y compañía en una mala copia de los Soprano.

Sería injusto, no obstante, poner en duda la competencia de los jueces. En realidad se han ceñido a un Código Penal cuya tipificación de la rebelión, inseparable de la violencia organizada, está más cerca del siglo XIX o del 23-F, cuando los salvapatrias echaban mano a la pistolera, que del golpe de Estado 2.0. Del mismo modo que asistimos a ciberguerras más o menos manifiestas, también existen golpes al Estado constitucional sin necesidad de disparar un solo tiro. Hasta que el Código Penal no incorpore los nuevos modos de rebelión, los golpistas seguirán gozando de los privilegios que disfrutan los matones de pueblo y los mafiosos con ínfulas de honorabilidad.

Sea como fuere, los jueces han hecho su trabajo. Ahora le toca a los políticos, en especial al Gobierno de España, velar porque se cumpla la sentencia, se ejecuten las penas dictadas y no se burle la decisión judicial por la puerta de atrás. Y es aquí donde se pondrá a prueba, otra vez, la confianza en nuestras instituciones democráticas. No en las reacciones más o menos violentas de los separatistas, en las algaradas de los CDR o en las movilizaciones al estilo Hong Kong con las que ha amenazado Torra. Ni siquiera la ambigua actitud de los mossos de Esquadra, cuando no cómplice con los alborotadores, será motivo de mayor preocupación. La sangre no llegará al río.

El temor principal ahora es que la sentencia se quede en papel mojado y que, en vez de ser ejecutada en sus exactos términos, la cuantía de las penas sufra una devaluación de tal calibre que se convierta en un indulto encubierto. Torra tiene, gracias a las competencias en Instituciones Penitenciarias, las herramientas suficientes para que los condenados accedan en breve a permisos carcelarios, e incluso a la semilibertad, cuando hayan cumplido un cuarto de la condena. Pero es previsible que Torra el magnánimo acelerará los trámites y desde hoy mismo urgirá el celo de las Juntas de Tratamiento de las prisiones catalanas para que los reos sean clasificados de tercer grado, lo que viene siendo el “modelo Oriol Pujol” ensayado ya con éxito y no menor escándalo. Si la Audiencia Provincial se opusiera a la maniobra, la Generalitat encontrará novedosas fórmulas y resquicios en el reglamento penitenciario para convertir la sentencia del Supremo en una simple multa de tráfico por conducir en dirección contraria. Después de lo visto estos meses en la prisión de Lledoners, ¿quién impedirá a ERC o a JxC hacer de la sentencia un matasuegras verbenero? ¿Acaso Pedro Sánchez, más necesitado que nunca de los votos nacionalistas para lograr al fin su investidura? No parece. Además el Supremo ha desestimado la petición fiscal para que los condenados cumplan íntegramente en prisión al menos la mitad de pena.

En suma, lo relevante, más allá de la necesaria reforma de un Código Penal obsoleto, es si la sentencia se cumplirá como es debido y no deviene en una farsa para pitorreo de separatistas y estímulo de aprendices de golpismo. El Estado de Derecho se basa en la certeza y garantía de que la ley es igual para todos. Y es en ocasiones como esta cuando el ciudadano palpa con su propia mano el latido de una democracia sólida y respetable, cuando descubre en medio de tanta decepción política el valor de la institución judicial como el último dique frente a golpistas disfrazados de sediciosos. Eso sí, hoy muchísimos españoles tendrán la sensación de que, como en el desfile del 12 de octubre, la sentencia del 'procés' se ha quedado colgada de la farola y no ha descendido a tierra.

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