OPINION

Sola, borracha y en cuarentena: la izquierda feminista pierde al Gobierno

Carmen Calvo e Irene Montero
Carmen Calvo e Irene Montero
EFE

Andaban a la greña las izquierdas a cuenta de la mujer mientras el coronavirus se multiplicaba exponencialmente entre pancartas, mítines y manifestaciones sin distinguir entre solas, borrachas o bonitas. El espectáculo, que sólo acaba de empezar, pone los pelos de punta y ha convertido el Consejo de Ministras en una trifulca de porteras. De ahí que se acreciente por horas, a ritmo casi vírico, la especie de que el Gobierno de Sánchez-Iglesias ocultó hasta 9-M el estallido de la epidemia para no desmovilizar la cruzada feminista. Los idus de marzo siempre traen malos augurios para quien, ciego de cesarismo, se obstina en ocultar la realidad.

No podía tener epílogo más patético la semana ultrafeminista puesta en escena por Irene Montero y Carmen Calvo. Ciertamente lo que mal empieza, mal acaba. El desprecio mutuo que se profesan las dos 'prima donnas' del Gobierno va más allá de la diferencia generacional o del currículum académico. Lo que se disputan con uñas y dientes es el control hegemónico del feminismo, que ha sustituido a la lucha de clases como eje vertebrador de la izquierda.

Fracasados sus principales dogmas, desde los económicos a los filosóficos, socialistas y podemitas pugnan por apropiarse a codazos de un par de causas posmodernas con un alto potencial de reclutamiento y movilización masiva: el ecologismo y el feminismo. Sobre estos dos impulsos ciudadanos, las izquierdas ha construido un artefacto ideológico que alimenta el activismo con supersticiones apocalípticas y promesas milenaristas, cuyo punto de partida es que el liberalismo nos conduce inexorablemente a la destrucción del mundo y de la mujer. Y sin anestesia.

Así pues, quien controle la mística feminista convertida en movimiento político más allá de las siglas de partido, controlará la calle, convertida ahora en plató de televisión donde lo que funciona, como en todo reality, no es el discurso racional o el argumento lógico, sino la imagen y el símbolo. La trifulca de Calvo y Montero no es por cuestiones doctrinales, hasta ahí podíamos llegar, sino por acaparar el foco mediático y reinar en la parrilla televisiva. Ningún telediario que se precie hace ascos a un par de piezas de gente manifestándose contra el fin del mundo o de la especie.

La clave que explica cómo el debate ideológico tradicional ha sido sustituido por movimientos políticos transversales, ya sea de independentistas, de feministas o de bolivarianos, radica en la ocupación del espacio público retransmitida en directo, donde la pancarta y el eslogan llenan el primer y único plano, sin concesiones al contraste de opiniones.

Por lo mismo, la dinámica de las izquierdas apunta hacia un movimiento que transciende las siglas y se apoya en liderazgos fuertes dentro de cada partido. Nunca hubo menos debate interno en el PSOE que con Pedro Sánchez, ni siquiera cuando Felipe González reinaba con mayorías absolutas. Tampoco Unidas Podemos ha sido menos plural que ahora, después de que Pablo Iglesias laminara las disensiones internas al mejor estilo comunista. Lo que está aún por zanjar es quién de los dos se alzará con el cetro de ese movimiento aglutinador de las izquierdas y quien será el elegido para liderar las movilizaciones mediáticas, empezando por las feministas.

Que la gresca entre Calvo y Montero a cuenta del 8-M haya estallado en el seno de un Consejo de Ministros que aún no ha cumplido los cien días revela bien a las claras la ferocidad de una batalla apenas suavizada por el pacto de gobierno. La izquierda pretende enarbolar en solitario la bandera de los derechos de la mujer, pero en su camino a casa, sola, borracha y en cuarentena, se abraza a la farola de un callejón sin salida creyendo abrazar la antorcha del feminismo.

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