OPINION

No estábamos tan protegidos

Enfermeras en un hospital de Logroño durante la pandemia
Enfermeras en un hospital de Logroño durante la pandemia
EFE

Cuando la actual epidemia empezó a hacerse sentir a finales de febrero, dos de cada tres españoles (el 69%), según datos de Metroscopia, creía que nuestro sistema nacional de salud contaba con los medios y recursos suficientes para hacerle frente. Una confianza sin duda extendida, pero en modo alguno abrumadora. Ese punto de reticencia puede explicarse porque a lo largo del último decenio, y sondeo tras sondeo, los españoles habían ido ya expresando su preocupación por la creciente desatención que percibían —por parte de nuestros gestores públicos, fuera cual fuese su color político— hacia necesidades muy básicas de nuestro sistema público sanitario. Con todo, la buena imagen global de éste se salvaba gracias al generalizado reconocimiento que la ciudadanía hacía, en cambio, de la competencia, profesionalidad y entrega del personal que lo integra (el 88% le expresaba hace dos meses su total confianza).

Hoy, poco más de dos meses después, los españoles tienen claro que las deficiencias sanitarias, en medios y recursos, cuya existencia recelaban estaban fundadas: en consecuencia, ahora (y siempre según datos de Metroscopia) solamente el 11% cree que a finales de febrero nuestro sistema nacional de salud estuviera en realidad —y contra lo que un 69% pensaba entonces— adecuadamente equipado para hacer frente a lo que nos ha venido encima. Esta caída de 58 puntos refleja bien la extensión y hondura de la decepción que la ciudadanía puede ahora estar empezando a sentir al comprobar que en nuestra considerada “joya de la corona” había más fachada y decorado que muros bien consolidados y mantenidos.

Una comprobación que, al mismo tiempo, da una casi imposible vuelta de tuerca adicional a la admiración que provoca el personal de nuestro sistema nacional de salud: ahora el 94% de los españoles (seis puntos por encima del ya llamativo 88% de febrero) cree que esta ignorada carencia de los medios y recursos precisos para hacer frente adecuadamente a la epidemia ha tenido que ser compensada con la capacidad y entrega del personal médico y de enfermería, asumiendo un riesgo que incluso es calificado de “excesivo”.

En otras palabras, nuestra sociedad es consciente de que si nuestro sistema nacional de salud no se ha colapsado ha sido gracias al personal que lo integra. Los diarios aplausos que se le dedican no tardarán en ceder el sitio a justificados y agrios reproches dirigidos quizá no tanto a quienes en su momento permitieron (o no remediaron) ese desmantelamiento interno de nuestra sanidad pública, cuanto a todo representante público, sea cual sea su coloratura ideológica, que ahora en vez de remangarse y colaborar con quien sea, y cuanto antes, para remediar lo que es su perentoria obligación remediar, se entregue (¡¡una vez más!!) al ya intolerable juego del “y tu más” y de las descalificaciones radicales.

Guillermo Fernández Vara (presidente de Extremadura, y uno de nuestros políticos más serenos y lúcidos) ya lo ha advertido: esta crisis sanitaria puede barrer del mapa político, en masa, a quienes ahora ocupan puestos de responsabilidad en el mismo. La decepción, y la subsiguiente cólera, ciudadana no va a andarse con distingos sobre si este o aquél hizo más o menos, o quien tiene más o menos culpa por esto o aquello. Nuestra actual clase política debe enterarse, de una vez, de lo que es un clamor que solo ella parece no oír: nuestra ciudadanía la considera —y desde hace ya mucho tiempo— más un problema que una solución; más saboteadora de nuestra vida pública que propulsora, como debiera, del entendimiento, diálogo y capacidad de pacto que nuestra situación colectiva requiere.

Tras la epidemia, el centro de la escena pública pasará a estar ocupado por una crisis económica que puede tener dimensiones colosales. Pero la principal preocupación ciudadana, la más urgente, será sin lugar a dudas la recomposición de nuestro sistema nacional de salud. Este precisa con extrema urgencia de un pacto blindado, al estilo del de Toledo respecto de las pensiones. Los españoles hemos descubierto que no estamos tan protegidos como creíamos. Ahora tenemos claro que si nuestra sanidad pública solía ser considerada (por evaluadores externos) como una de las mejores del mundo era, ante todo, por la abnegación, competencia y entrega, mucho más allá de lo razonablemente exigible, de nuestros investigadores y de nuestro personal sanitario, tan larga —y hasta ahora impunemente— maltratados.

En el tiempo nuevo que acabará por abrirse, la primera exigencia ciudadana será contar con un sistema público de salud bien dotado y gestionado, que nos haga, de nuevo, sentir protegidos. Los españoles (los datos de Metroscopia lo dejan claro) siguen estando a favor de una amplia descentralización del Estado; pero ahora una mayoría se plantea si determinadas competencias (prototípicamente, las referidas a Sanidad) no deberían volver a estar exclusivamente en manos del gobierno central, no de los autonómicos; o, al menos, sujetas en su ejercicio a una clara y eficaz coordinación por parte de aquél que evite el premioso e ineficiente galimatías actual. Toda una advertencia.

Nuestra ciudadanía, siempre sorprendentemente resiliente y optimista, cree que por fuerza algo hemos debido aprender, todos, de estos meses tan duros como imprevisibles. Y así, ahora se muestra dividida al considerar si nuestro sistema de salud contaría ya con los medios y recursos adecuados para afrontar una segunda oleada de la epidemia: el 49% cree que sí; el 48% que no. Recordemos que solo el 11% cree que estuviese realmente bien equipado —contra lo que se creía— en febrero. Tanto sufrimiento —parecen decirse los españoles— por fuerza debe haber servido para algo. Pero queda aún mucho por para recuperar la sensación de estar debidamente amparados por nuestras instituciones públicas. Así que, ay de quién, cegado por el partidismo cerril y obtuso, o el sectarismo adolescente y arrogante, o la mera y simple incompetencia política, no entienda que esta es la hora de pactar, de ceder, de llegar a acuerdos transversales. Es decir, con los contrarios. Que en eso (más allá de proclamas, slogans y postureos de pandereta) consiste, sencillamente, la política.

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