OPINION

…Y, por fin, la otra mitad se hizo oír

P

olíticamente, Cataluña está ahora partida prácticamente en dos (no así socialmente, como luego se verá). Por un lado, está la Cataluña pro-independentista, por otro la no independentista. La primera lleva largo tiempo dando la sensación de ser ampliamente mayoritaria (de hecho cree serlo, por eso cuando se pronuncia dice hablar en nombre de toda Cataluña). Pero, en realidad, no lo es. En sus momentos más favorables y de mayor movilización pro-soberanista nunca ha logrado apoyos que superasen el 50% del conjunto de la ciudadanía. En 2015, en las elecciones planteadas por JuntsPelSí —recuérdese— como “plebiscitarias”, la propuesta independentista ganó la elección pero perdió el plebiscito: logró una ajustada mayoría absoluta de escaños, pero se quedó en el 47.8% de los votos emitidos. Cifra esta sin duda muy importante…pero claramente insuficiente para interpretarla como autorización para hablar no ya en nombre de toda Cataluña, sino incluso de la mayoría de la misma.

Con este resultado, y contra lo que parecía más sensato, el soberanismo optó por creer —y hacer creer— que había recibido un claro e indiscutible mandato popular. Y sorprendentemente ese obvio ejercicio de prestidigitación fue generalizadamente tolerado: bien porque se pensó (caso de buena parte de la sociedad civil catalana) que no llevaría a ninguna parte, bien porque los representantes políticos de la otra media Cataluña fueron incapaces de articular una contra-argumentación compartida y creíble. Aunque, una vez ocurrido todo lo que está ocurriendo, pueda resultar difícil de entender, resultó más fácil el entendimiento y la unidad de acción entre PDeCAT, ERC y la CUP —disímiles entre sí como son— que entre PP, Ciudadanos y PSE (los llamados “Comunes”, por su parte, han tratado de nadar entre dos aguas, y ahora que estas parecen menguar pueden quedarse braceando cada vez más en seco). El caso es que en Cataluña, durante estos últimos años, solo ha dominado una voz, sólo ha existido un discurso, como si fuera la expresión de un generalizado e indisputado consenso.

Pero los datos de la realidad —la siempre molesta realidad para quien prefiere creer la ajustada siempre,por definición, a sus deseos — es muy distinta. Los sondeos que, de forma regular, Metroscopia ha llevado a cabo en el Principado en todo este largo tiempo han arrojado siempre el mismo resultado: la opción teórica, en abstracto, y sin ninguna consideración práctica, entre independencia y no independencia siempre se ha decantado (si bien por un muy reducido margen) a favor de la segunda. Cuando se indicaba que la independencia supondría la automática salida de la Unión Europea (cosa, por cierto, que el 80% de los votantes de JuntsPelSí consideraban,¡y consideran!,que nunca ocurrirá) , las opiniones se escoraban de forma más clara a favor de la no independencia. Y cada vez que se ha sugerido una alternativa intermedia (una reforma constitucional, en serio y creíble, que redefiniese el encaje de Cataluña en España) los partidarios de la independencia quedan en un sustancial, pero claramente minoritario, 30%. El 45% de los catalanes ha optado siempre —sigue haciéndolo ahora— por una “tercera vía” (cuya concreción no corresponde a los ciudadanos, pues para eso están sus representantes). Sin olvidar que un 20% preferiría que todo siguiera como hasta ahora.

Con estos datos —conocidos y repetidamente divulgados— cuesta entender que se haya podido llegar al punto en que ahora estamos. Quizá lo ha hecho posible el que esa solución intermedia (por la que apuesta ahora una mayoría en Cataluña…¡y en el resto de España!) no encajaba —ni encaja— con los planteamientos del Govern y del Gobierno. Solo el PSOE (fragmentado, dividido, y no en su mejor momento) ha intentado proponer, de forma intermitente y nunca con éxito, esta solución de corte “federal” que ahora, curiosamente, y sin darle necesariamente ese calificativo, apoyaría la mayoría ciudadana a un lado y otro del Ebro.

Lo llamativo en el caso catalán es que esta clara fractura política no va acompañada, como cabría esperar, de una correspondiente fractura social. No quiere esto decir que la convivencia no se haya agriado seriamente, incluso entre familiares y amigos. Pero no hay violencia física ni realmente parece probable que llegue a haberla. Por una sencilla y obvia razón: en el Principado, la confrontación existente no se dobla con un choque entre sentimientos identitarios claramente diferenciados, incompatibles y mutuamente excluyentes. El 92% de la población de Cataluña se define como inequívocamente catalana (aunque en gradaciones variables): sólo un mínimo 6% dice sentirse solo y exclusivamente española.

No hay pues, en el tejido social básico, una tensión entre catalanismo y españolismo, sino entre diferentes maneras de entender la catalanidad. Hay un 19% que se define exclusivamente como catalanes (cabría etiquetarles como catalano-catalanes), frente a un masivo 73% que dice compartir a la vez (en grado y con intensidad variable, pero siempre de forma incluyente y complementaria) la identidad catalana y la española: serían los catalano-españoles. Con esta matriz identitaria de base, resulta claro que la sociedad catalana dista mucho de estar al borde de un desgarro identitario radical e irreductible. Quien piense que tras la actual situación de Cataluña burbujea un potencial foso separador equiparable a la confrontación entre serbios y croatas—por poner un bien triste ejemplo— yerra gravemente. Por fortuna, en Cataluña, por debajo de los posicionamientos políticos concretos (incluyendo el tema del soberanismo), la urdimbre identitaria se presenta intensamente entreverada.

Aunque hay quien, de forma más o menos explícita, intenta proponer que solo hay una forma, nítida, limpia y pura, de ser catalán, el sentir ciudadano va (y lleva años yendo) justamente en la dirección opuesta: la opción por un sentimiento identitario incluyente, plural y, si así se quiere decir, mestizo. Un esquema que no excluye enfados, arrebatos o disputas, entre catalanes, pero que prácticamente imposibilita enfrentamientos de más gravedad y calado entre ellos. Se explica así ese admirable civismo —que tanto asombra a observadores foráneos— cuando las calles catalanas se anegan con mareas ciudadanas de uno u otro signo, independentistas o no independentistas. El ambiente siempre es, de forma masivamente predominante, relajado, amable y respetuoso. Y lo que, a la vista de ello, no puede dejar de suscitar perplejidad es que con esa trama emocional de base resulte tan difícil, a quienes representan a una ciudadanía tan ejemplar como plural, encontrar puntos de acuerdos, esforzándose en cambio en enzarzar a quienes solo podrían hacerlo con gran violencia interna.

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