OPINION

¿A quién le conviene más que se polarice la sociedad española?

Caceroladas Madrid
Caceroladas Madrid
Europa Press

Escrachea que algo queda. Según Pablo Iglesias, los escraches son “jarabe democrático”, pero cuando el jarabe se lo tiene que tomar un político de izquierdas siempre sabe más amargo, y no se acuerda de cuando él mismo era un avezado repartidor de ese jarabe, y por eso ahora protesta, y se enfada, y se indigna, y exige -porque él lo vale, por algo es vicepresidente del Gobierno- que la Guardia Civil defienda con sus coches y sirenas la valla que protege su bonita villa en Galapagar. La de vueltas que da la vida y la de contradicciones que se cometen en poco tiempo.

Más allá de las incongruencias de Iglesias ante las protestas vecinales, el Gobierno de coalición ha reconocido a sus íntimos lo mismo que le reconoció -en un descuido televisivo- Rodríguez Zapatero a Iñaki Gabilondo: “Nos conviene que haya tensión”. Dicho y hecho. En pocos días la sociedad se ha polarizado hasta el extremo de que algunos incluso se han dado de bofetadas en medio de la calle por un 'quítame de ahí ese facha de izquierdas o ese facha de derechas'. El ambiente se tensa para dividir y polarizar, y así evitar que se instale en el imaginario colectivo y en la opinión pública el veredicto unánime de que la gestión del Gobierno del Covid-19 está siendo un desastre más que un acierto.

Basta asomar la cabeza por el balcón para ver como están las calles llenas de devotos protestantes contrarios a Pedro Sánchez y su Gobierno; y no sólo las calles pijas de Madrid, también las avenidas humildes y menos perfumadas de media España se alborotan con cazuelas y banderas nacionales. Protesta la derecha por los errores de gestión del Ejecutivo, y en previsión de los posibles destrozos económicos que se avecinan. Esa será la verdadera prueba de fuego que le espera a Pedro Sánchez y su equipo: recuperar al país de su agonía económica.

La oposición política y mediática que se ejerce contra la derecha protestante no la forma en este caso la izquierda verdadera y obrera, la de pata negra, que también sale a protestar en las calles por su miedo al presente y al futuro. La izquierda que defiende al Gobierno de Sánchez es la izquierda progresista, no la de la fábrica o los pequeños comercios, sino la 'gauche divine' que la llamaban en Cataluña cuando Barcelona era una ciudad abierta de mente aunque de espaldas al mar. Esta 'izquierda caviar' que vive en buenas casas y tiene buenos salarios cree injusto acusar al Gobierno y lo defiende porque lleva poco tiempo en el poder -ni cinco meses- y todavía considera que la coalición merece un voto de confianza.

Otro motivo de la izquierda progresista para defender a Sánchez e Iglesias es que no se fía de la oposición de derechas a la que acusa de forzar y exagerar los problemas, y de no colaborar demasiado con el Gobierno en la lucha contra el Covid-19. Lo cierto, más allá de los roces y los enfrentamientos dialécticos en las calles y en los medios de comunicación, que también se están polarizando en algunos casos, es que la oposición liderada por Pablo Casado sigue sin motivar ni encandilar, más allá de convencer a los ciudadanos muy cafeteros o muy descontentos. Ahí están las encuestas -y no me refiero a las bromas del CIS- que aunque reflejan una subida del PP, le siguen dando una clara victoria al PSOE.

Es cierto que, salvo desgracias o sorpresas repentinas, queda aún mucha legislatura por recorrer. Una legislatura incómoda en la que habrá que ver cómo se entiende y maneja un matrimonio de conveniencia y de difícil convivencia como el socialista y el comunista. Gobernar puede ser algo maravilloso cuando tienes a favor los vientos sociales y la economía, pero cuando llegan las vacas flacas todo son reproches y malas caras.

Esta semana hemos asistido a un nuevo numerito político de Pedro Sánchez, experto en moverse sin escrúpulos entre los bastidores de los pactos. El presidente del Gobierno no solo ha logrado polarizar a la sociedad, sino también a su Gobierno, al que maneja y ningunea como si fuera de cartón piedra. El nuevo pacto firmado con Bildu y Podemos para derogar la reforma laboral ha sido tan disparatado y nocivo que hasta el diario El País y la cadena SER -grandes defensores del Gobierno- han publicado duros editoriales contra la actitud despótica y suicida de Pedro Sánchez.

Cuando España está todavía recuperándose de la pandemia del coronavirus, el Ejecutivo se ha enfrascado en una pelea entre el sector comunista, liderado por Iglesias, y los sectores menos radicales, cuya cabeza más visible es la de la ministra Nadia Calviño. El pacto incomprensible del PSOE con Bildu no sólo pone en peligro el apoyo del PNV, que tiene en breve elecciones y se huele una maniobra de la extrema izquierda para formar un tripartito a la vasca, sino que arriesga las imprescindibles ayudas económicas de Europa, ridiculiza el apoyo de Ciudadanos, justifica la actitud del PP de que no se puede fiar de Sánchez, y dinamita la política de pactos con los sindicatos y la patronal. Y todo para nada, porque los votos de Bildu no fueron necesarios para sacar adelante la nueva prorroga. De todos modos, aunque hubieran sido necesarios, el pacto con Bildu era demasiado nocivo.

Esta nueva 'traición' política de Sánchez recuerda a la fábula del escorpión y la rana. El primero le pide al batracio que le ayude a cruzar el río, prometiéndole que no le hará ningún daño, puesto que si lo hace ambos morirían ahogados. La rana accede a subirlo a sus espaldas. Pero en mitad del río, el escorpión pica a la rana. Esta le pregunta: “¿Cómo has podido hacerlo? Ahora moriremos los dos”. A lo que el escorpión contesta: “No he podido evitarlo. Es mi naturaleza”. La naturaleza de Sánchez ha podido serle útil para acceder a La Moncloa, pero para gobernar un país quizá haga falta otra naturaleza menos suicida y más inteligente.

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