Sara Montiel, la actriz "glocal"

  • Lourdes A.Esmorís.

Lourdes A.Esmorís.

Madrid, 8 abr.- "Una tabarquina". Así de "local" se consideraba la universal Sara Montiel, una de las actrices españolas más famosas de todos los tiempos que, gracias a su brutal belleza, entró en Hollywood en 1954 como una nueva Gilda, donde se convirtió en la eterna diva. Ni los años pudieron con su coquetería.

Fue de las actrices nacionales pioneras en cruzar el Atlántico y conquistar cinematográficamente las Américas tras protagonizar películas como "El último cuplé" o "La Violetera", lo que la convirtió en la actriz mejor pagada del mundo, pero su viajado corazón siempre estuvo en España, su apego a la tierra, al origen, la llevaba todos los veranos, a la isla de Tabarca (Alicante).

Llegó incluso a actuar en obras de teatro sobre la historia de la isla alicantina y era sorprendente encontrarla, sentada en una simple silla de playa, a pie de casa, contemplando el atardecer, ataviada con una de sus túnicas, enjoyada con precisión mientras compartía té y palique con una corte de mujeres.

Y allí, en una isla del Mediterráneo le salía el alma de manchega, sin rodeos, y ante un cortés "buenas tardes" contestaba con una invitación directa: "¿Les apetece un pastelito?".

La estrella de la pantalla y la canción, "Saritísima", no aparcó el glamour ni en la playa, conservó el enigma de leyenda y se alió con el exceso.

Operada de estética hasta la obsesión, era su mayor fan. "Siempre ha parecido que tengo menos edad, por mi cutis y por unas piernas que valen un potosí", decía ya en 1991 Maria Antonia Abad o Sara Montiel, quien logró índices de popularidad que jamás había tenido una artista española.

Cuando hace ocho años el Ateneo de Madrid le rindió un homenaje como actriz, comentaba sus películas con ese humor cáustico: "Todavía no necesitaba ponerme pómulos" o "entonces los labios no se llevaban como morcillas".

Su estilo, inconmensurable, creó icono y trascendió modas hasta el final de sus días. Su cabello, versionado en rizos o recogido en un moño iba acompañado, casi siempre, por unos aros por pendientes mientras arropaba sus antaño envidiadas curvas con grandes túnicas.

Precursora de la manicura, Montiel jamás descuidaba sus manos, engalanadas con joyas importantes, una de sus múltiples pasiones, que le robaron en alguna ocasión aunque ella siempre aclaraba: "Los brillantes los tengo en el banco".

Desde que tuvo huso de razón se hizo un juramento: "No tener ningún amo, ser pájaro libre" y según ella, lo había cumplido.

Segura de sí misma, por dentro y por fuera, Sara, Sarita Montiel, terminó eclipsándose a sí misma.

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