Sudán del Sur desfallece antes de nacer sin vacunas para sus hijos

  • Unas semanas antes de independizarse, Sudán del Sur empieza a dar conocer su difícil realidad. Uno de cada siete niños mueren cada año antes de poder celebrar su quinto cumpleaños, algo que sería fácil evitar con las vacunas adecuadas. Pero el dinero no es suficiente y esta región del mundo sigue siendo la que menos vacunas tiene para sus pequeños.
Sudán del Sur empieza a dar conocer su difícil realidad.
Sudán del Sur empieza a dar conocer su difícil realidad.
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Tristan McConnell, Kapoeta (Sudán del Sur) | GlobalPost

Lotanawi tenía dos años cuando cayó enferma en el mes de abril. Como las hierbas medicinales tradicionales no funcionaron, su madre la llevó al consultorio médico. Pero a esas alturas, ya no había nada que el médico pudiera hacer. Pocos días después, Lotanawi moría de sarampión.

"Yo no sabía que había un medicamento que podía funcionar", dice su consternada madre Lochoke Nakai.

En unas semanas, Sudán del Sur se convertirá en el país más joven del mundo y uno de los menos desarrollados después de décadas de guerra civil que terminaron en 2005. Tan sólo hay 49 kilómetros de caminos pavimentados en un territorio del tamaño del estado de Texas (EEUU). Uno de cada siete niños recién nacidos mueren aquí antes de cumplir cinco años y sólo el 17 por ciento de los niños están vacunados, la tasa más baja del mundo.

Las vacunas son una de las maneras más baratas y más eficaces para evitar la mortalidad infantil. Se estima que 2 millones de niños mueren cada año por enfermedades que pueden prevenirse mediante la financiación de una sencilla vacuna de seis euros.

Los cooperantes dicen que estos fondos salvarán las vidas de 4 millones de niños en los próximos cuatro años, protegiéndolos contra enfermedades evitables como la neumonía, la diarrea y el sarampión.

La financiación es bienvenida, pero la compra de los medicamentos es tan sólo el comienzo de la historia en lugares como la zona rural del sur de Sudán.

El pueblo de Lokipi, donde vive Lochoke Nakai y donde murió su hija de dos años Lotanawi, está en el sureste de Sudán del Sur, cerca de la frontera con Etiopía y Kenia. Es el hogar de 200 personas, todas ellas emparentadas por nacimiento o matrimonio. La población está rodeada por una cerca de ramas de acacia espinosa. Al igual que los otros pastores de Toposa, los residentes de Lokipi viven en chozas de paja, con rebaños de cabras y de vacas y cultivan sorgo.

No hay carreteras, ni electricidad, ni agua corriente y existe poco conocimiento de la medicina moderna.

Para llegar a las comunidades dispersas, un equipo formado en vacunaciones conduce durante una hora desde la aldea de Kapoeta del Norte. Apenas hay pistas de tierras y hay que cruzar dos ríos, antes de establecer una clínica móvil de vacunación debajo de un árbol.

Decenas de niños vestidos con abalorios y mantas de colores llegan desde una aldea cercana llevando a sus hermanos menores. A cada uno se le pone la vacuna contra la polio en la lengua, una inyección contra el sarampión, la inmunización frente a la tuberculosis y un pinchazo de DPT3, una vacuna combinada que protege frente a la difteria, la tos ferina y el tétanos.

Cuando dejan de llegar niños, los trabajadores sanitarios recogen su refrigerador de vacunas y los paquetes de jeringuillas y empiezan a caminar.

"Hacemos esto todos los días, pero a veces no viene gente suficiente, así que vamos de pueblo en pueblo para llegar a los niños que están en las casas", explica John Loreom, que trabaja para Save the Children. Ellos vacunan cada semana a una media de 75 niños.

Durante los próximos dos meses, regresarán dos veces más al mismo lugar para realizar un seguimiento de gotas e inyecciones. Save the Children estima que si se tienen en cuenta el transporte, el gasto de personal y otros costes, el precio de cada niño vacunado es de unos 30 euros.

Pero superar las barreras de la cultura y de la tradición es tal vez todavía más difícil que la cuestión de la logística.

La pérdida de su hijo mayor llevó a Nakai a vacunar a sus otros dos hijos. Pero no todos en Lokipi están convencidos, y todavía hay resistencia respecto a los medicamentos desconocidos y a las inyecciones.

"Estoy dispuesta a utilizar las medicinas y no las hierbas, pero otros en el pueblo no se fían de los medicamentos occidentales", explica Nakai.

En otro poblado ubicado a unos kilómetros de distancia, dos mujeres mayores practicantes de medicina. Están en la primera puerta en Toposa, la misma a la que llama la mayoría del pueblo cuando surge una enfermedad. Están sentadas en el suelo fumando una pipa de agua hecha de una calabaza.

Napuyo Lokaale no se opone a las vacunas, pero insiste en que los campesinos deberían seguir tratándose con remedios tradicionales.

"Podemos curar la diarrea, la malaria, la enfermedad mental y muchas otras cosas con eporiang [el nombre de una hierba]", asegura Napuyo Lokaale, que tiene la cara arrugada y una boca llena de huecos donde deberían estar los dientes. "Sólo nos derrota el sarampión".

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