"Croque-monsieur" y pepito, herencia de los viejos cafés

  • Hoy no nos damos cuenta de lo que supusieron los cafés en la vida de las ciudades hasta, más o menos, los años 50 ó 60 del siglo pasado, cuando esos establecimientos fueron, lenta pero inexorablemente, sustituidos por las cafeterías.

Por Caius Apicius

Madrid, 29 abr.- Hoy no nos damos cuenta de lo que supusieron los cafés en la vida de las ciudades hasta, más o menos, los años 50 ó 60 del siglo pasado, cuando esos establecimientos fueron, lenta pero inexorablemente, sustituidos por las cafeterías.

Los cafés madrileños, por ceñirnos a una ciudad, fueron auténticas instituciones. Por supuesto, un café de aquellos (casos de los clásicos de la calle de Alcalá, como el Suizo o Fornos) era mucho más que una cafetería. Era un lugar de tertulia, sí, pero también un restaurante: se comía en los cafés. Y no precisamente sándwiches, ni esa aberración conocida por "plato combinado".

Había ofertas de categoría, como los riñones al Jerez o diversas versiones del bistec, entre ellas, claro, el bistec Fornos, cortado del solomillo, hecho a la parrilla, servido sobre una rebanada de pan frito, coronado por una loncha de jamón frito y otra de lengua escarlata, un poco de salsa Colbert y escoltado por patatas soufflé.

Y el pepito de ternera. Este madrileñísimo bocadillo nació por los "felices veinte" en uno de esos cafés de la calle de Alcalá. El cocinero y cocinólogo Teodoro Bardají situó su cuna en el Fornos. Puede ser. Antes que él, Julio Camba lo mencionó, sin especificar origen, en La casa de Lúculo.

Hoy quizá no sea el bocadillo más popular en los Madriles, honor que seguramente corresponde al castizo bocata de calamares, pero es, sin duda, la mejor herencia de aquellos viejos cafés, cuyo espíritu pervive en lugares muy contados: el Gijón, amenazado de muerte cuando debería ser, como es el Harry's Bar veneciano, declarado bien de interés cultural; el Central, el Comercial...

Un pepito no es más que un bocadillo cuyo protagonista es un bistec. Por supuesto, se puede historiar más, pero yo lo prefiero en toda su sencillez, en toda su pureza: un buen pan, un filete tierno y sabroso, perfectamente limpio de nervios y grasas, fácil de comer.

He disfrutado de pepitos maravillosos; siempre pongo como ejemplo los que preparaban (no sé si lo seguirán haciendo) en el Parador Nacional de Villafranca del Bierzo, donde hacía escala con esa exclusiva finalidad (tomarme un pepito) en mis viajes de Madrid a La Coruña.

Bien es verdad que también he sufrido pepitos horrorosos, de ésos que, al morder, se viene detrás todo el filete... No me ha sucedido allí, desde luego; ni en mi escala de carretera favorita, el Landa burgalés.

En Madrid, decimos, los cafés fueron instituciones. Y en París también, aunque esa función de dar de comer la compartan con las "brasseries", vocablo que induce al error, ya que "brasserie" significa cervecería, y lugares como Lip o Flo no lo son: son cafés-restaurantes donde se come muy bien.

Y quedan cafés ilustrísimos, como el Café de la Paix, en el 12 del Boulevard des Capucines, junto a la Ópera Garnier.

En un café de ese bulevar nació la máxima aportación del café parisiense a la gastronomía rápida: el "croque-monsieur", que es un sándwich algo historiado de jamón y queso, nuestro sándwich mixto, el "biquini" barcelonés, que debe su nombre al establecimiento en el que se sirvieron por primera vez (en los cincuenta) esos emparedados.

Parece que el "croque-monsieur" nació allá por 1910; en 1919, el mucho más citado que leído Marcel Proust lo menciona en "A la sombra de las muchachas en flor", dejando claro que no se alimentaba exclusivamente de magdalenas.

Consiste en dos rebanadas de pan de molde, untadas por ambos lados con buena mantequilla, entre las que se coloca una loncha de jamón de York, que cuando es de verdad de York es magnífico, y otra de queso de Gruyère. Se pasa por la plancha, y se sirve caliente. Si se le pone sombrero (un huevo a la plancha), cambia de género y es un "croque-madame".

El pepito, como buen bocadillo, se come a mano. El "croque-monsieur", embadurnado de mantequilla, no. Precisa cubiertos.

O los precisaba, al menos antes de que los anuncios y las series de televisión fomentasen la zafiedad y los malos modos en la mesa, en plena exaltación de la civilización digital en que vivimos (digital, en su primera acepción, significa "relativo a los dedos"; lo de los dígitos viene después).

Pepito de ternera, "croque-monsieur" son sabrosas herencias de otro tiempo, de una vida de otro ritmo, de esos lugares encantadores que fueron los cafés, donde tantos personajes ilustres vieron pasar el tiempo, participaron en tertulias que han pasado a la posteridad...

Y en los que, además de café con leche y un suizo (por cierto: esos bollos nacieron en el Suizo, dónde si no), se podía comer muy bien y hasta cenar a altas horas de la noche, cuando se salía del teatro casi de madrugada...

Y es que entre la oferta gastronómica de los viejos cafés y la actual de las hamburgueserías y pizzerías hay un mundo de distancia. Un mundo, por supuesto, de buen gusto.

Mostrar comentarios