Olor de hogar

  • Caius Apicius.

Caius Apicius.

Madrid, 26 abr.- Aunque los sentidos que más utiliza el ser humano son la vista, el oído y el tacto, mientras que su olfato no está demasiado desarrollado, es a éste al que debemos un montón de sensaciones agradables y desagradables, y al que en buena parte están ligados muchos de nuestros recuerdos.

Quiero decir que el olfato es capaz de hacernos evocar experiencias de hace mucho tiempo. El famoso "olor de hogar", por ejemplo, ese olor a limpieza de nuestra infancia, de cuando, para fortuna de nuestra pituitaria, aún no se usaban ambientadores.

Olores de aguas de colonia frescas, en los que solía destacar la lavanda. Olor de ropa blanca en el armario, entre la que se colocaban manzanas, o membrillos, o una pastillita de jabón de tocador.

Pero había un olor que excitaba el apetito de los más pequeños (de los mayores, también, pero había que disimular): el olor de lo que llamábamos "queique" recién hecho, el "plum cake" de los ingleses aunque fuera mucho más "cake" que "plum" y no llevase frutitas intercaladas en la masa, ya que a muchas amas de casa se le caían al fondo de la mezcla y, más que salpicar el bizcocho, lo alfombraban...

Perfecto para el té, nos decían cuando aquí no tomaba té más que el embajador de Su Graciosa Majestad y había que adquirir las hojas en la farmacia. Ideal, eso sí, para el desayuno, o para la merienda, sobre todo habida cuenta la costumbre española, tan "shocking" para un británico, de "mojar". Una buena porción de "queique" con chocolate...

Inciso, como siempre idiomático: la misma Real Academia Española, la que la gente llama, mal llamada, "de la Lengua", que tanta prisa se dio en transformar el "whisky" en el irreconocible y ridículo "güisqui", y que pretende que al "foie-gras" le llamemos, por escrito, "fuagrás" y al "croissant", "cruasán", y que confunde un emirato del Golfo con probar un vino (catar), ignora la existencia del "plum cake": ni así en cursivas, ni "keike", ni "queique"... Qué sosos son los "inmortales".

Hay gente a la que este bizcocho le gusta, pero que se abstiene, porque dice que engorda. Ciertamente, como dice la sabiduría popular, todo lo que no mata, engorda. Pero hay formas de hacer las cosas. Por ejemplo, la que sigue.

Usarán solamente un bol. Pondrán en él un yogur natural, que puede ser perfectamente desnatado. El vasito les servirá de medida para añadir uno de azúcar y dos de harina. Además, una cucharadita de levadura. Un huevo. Y la mitad del vasito de yogur de aceite de oliva. Todo, decimos, en el mismo bol, no hay que manchar más cosas. Mezclen con cuchara de madera hasta conseguir una pasta homogénea y sin grumos. Pongan el horno unos minutos a algo más de 200 grados.

Pongan la masa en el clásico molde rectangular alto, convenientemente aceitado. Métanlo al horno, bajando la temperatura a unos 180 ó 190 grados, y háganlo durante unos 25 minutos, media hora como mucho. Ya fuera del horno, espolvoréenlo con azúcar en polvo. Así de fácil, así de rápido: perfecto, y ligero.

Pueden ponerle encima, antes de meterlo en el horno, almendras picadas, o pistachos en el mismo estado; pueden intercalar en la masa las típicas pasas u otras frutas secas; incluso pueden poner un poco de su mermelada favorita. Pueden aromatizar la masa con el jugo de algún cítrico: el de mandarina ve de maravilla... En fin, allá ustedes y su imaginación, sin perder de vista el sentido común.

Cuando lo tengan a temperatura de tomar, dedíquenles un pensamiento a los ingleses, pero sólo uno, no lo vayan a servir con té. El té, en el fondo, no es más que agua caliente, y no se puede mojar un bizcocho en agua caliente. En chocolate no es que se pueda: es que se debe.

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