Restaurantes

Bittor Arginzoniz, el mago de las brasas, deslumbra al mundo en el asador Extebarri

En su caserío de Axpe, el chef Bittor Arginzoniz persiste en dar la razón a quienes rinden pleitesía a Etxebarri como templo del arte parrillero.

Etxbarri
Fachada del Asador Etxebarri. 
 
Etxbarri

Exterior del asador de Bittor Arginzoniz, galardonado con el Premio Nacional de Gastronomía en 2016.

Aún cuando es un placer inconmensurable comer en Etxebarri, al contrario de lo que sucede en otros grandes restaurantes, donde todo parece ensayado hasta el hastío y cada detalle forma parte de una coreografía mil veces comprobada, en el caserío de Axpe el banquete tiene lugar con la emoción añadida de que todo pasa por las manos y el genio de una única persona. Y hay algo de fragilidad y tensión, casi diríamos de satisfacción morbosa, en esa situación. Porque así como en Mugaritz o El Celler de Can Roca el comensal no se enteraría si el chef se va al banco a hacer un depósito o se escapa a la maternidad a visitar a su hermana parturienta, en un caso parecido en Etxebarri todo el mundo se quedaría sin comer. Por eso, cuando en esta casa cada bocado llega a la mesa el gozo es aún mayor.

Etxebarri
Campiña del entorno de Atxondo, en las proximidades de Axpe, Vizcaya, donde se sitúa el asador de Bittor Arginzoniz,

Desde luego, la ausencia de discípulos es uno de los rasgos que llaman la atención en el perfil de Bittor Arginzoniz. También la inexistencia de maestros, si cabe. Vaya uno a saber cómo ha llegado este hombretón a semejante habilidad y sabiduría. El rigor lo aprendió en su casa, donde apenas le dejaban salir a jugar con los demás chavales del pueblo, pero al menos le inculcaron “los valores del respeto a los demás, la humildad y la honestidad”. Por algo se empieza.

Extebarri

Detalles de la cocina de Etxebarri. 

La técnica para asar bien a la parrilla la aprendió, sin preguntar –“no me gusta ir preguntando por ahí, prefiero equivocarme e ir aprendiendo de mis propios errores”–, comiendo en Casa Julián y Elkano –dos clásicos de la cocina vasca tradicional, situados en Tolosa y Getaria respectivamente–, “observando cómo asan los mejores; tuve que comerme muchas chuletas para aprender”.

El beso de las brasas

En la soledad de su pequeña cocina –la más reducida de los grandes restaurantes de este país, y también la más ardiente, que a nadie le quepa duda– el mago que ha sabido domar el fuego en este lugar tan bello y remoto remueve las brasas y esgrime artilugios inverosímiles para obrar bocados milagrosos: el caviar acaricia el humo de las encinas encendidas, antes de recostarse sobre un sutil blinis junto a un minúsculo sándwich de mantequilla de cabra. Antes de eso, ha llegado a la mesa una suerte de burrata elaborada con queso de las búfalas que cría el propio Arginzoniz, más firme que las que suelen exportar las queserías napolitanas pero también más sabrosa; y luego una serie de manjares marineros, apenas ‘besados’ por el calor de las brasas: la zamburiñas sobre un jugo de rábano y los berberechos con salsa de pochas, a los que sigue una monumental gamba roja.

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Cocción de setas en el asador. 

Tras estas, la combinación más contrastada de toda la serie: erizo con centolla y tupinambo; luego, unos pluscuamperfectos pulpitos inmortalizados sobre una crema de cebolla, una kokotxa rebozada –también con recuerdos de humo, como todo– con bacalao y pimiento rojo, que dio paso a uno de los mejores pasos del menú: la yema de huevo con trufa negra. A continuación, el tartar de chorizo fresco. Simple y genial. En contraste con los guisantes lágrima que llegaron inmediatamente después, antecediendo a las angulas –mejor a sí mismas pasadas por el humo de la parrilla de Etxebarri, hay que decirlo, aunque a uno le abrasen o le incendien–. Y luego, claro, la chuleta de vaca como gran final. ¿Hace falta decir que nos la acabamos?

Faltaban los dos postres, que también cayeron: el sorprendente–nada dulce– helado de leche reducida y jugo de remolacha y el 'soufflé' de chocolate final.

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Uno de los platos del último menú: erizo, centolla y tupinambo. 

El respeto nipón por las materias primas 

Antes del ágape, el señor de los fuegos, que suele ser arisco a entrevistas y reuniones sociales, atendió al equipo de esta revista con la mejor disposición y el mayor aplomo. Aguantando el tipo cuando fue necesario posar durante un buen rato para la imagen de la portada que luce esta revista, frente a la montaña de noble madera de encina que surte su parrilla y enciende el fuego que alimenta a sus comensales.

El intérprete del mejor asador imaginable –considerado nada menos que el tercer restaurante del mundo, según el vigente y prestigioso listado de The World’s 50 Best Restaurants– permitió incluso que el fotógrafo se adentrara en su insólito búnker coquinario, mientras él se dedicaba a ajustar el punto de kokotxas, ahumar angulas y afinar chueltas con la pericia de un artista.

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Comedor del asador Etxebarri. 

Solo al finalizar el servicio, el bueno de Arginzoniz se acercó a la mesa para intercambiar unas breves impresiones con quien firma estas líneas, con la mayor amabilidad aunque siempre en su registro escueto. Sorprendió declarando su escaso interés por el trabajo de sus colegas. “En mis días libres prefiero ir al campo a meditar, no suelo visitar restaurantes”. Tampoco habla muy bien de la imagen que tiene de la profesión en este país su opinión sobre el trato de las materias primas: “En España se habla mucho de producto, pero se lo respeta poco; en Japón es otra cosa, me siento más identificado con esa filosofía”.

Por fin, para acabar de desarbolar los árboles, el mago incendiario de Etxebarri confiesa espontáneamente que asiste cada año a la ceremonia de los 50 Best “solo para cumplir”, pero asegura que le bastan cinco minutos para celebrar el éxito y le parecen exageradas las muestras efusivas de los cocineros que acuden a estos actos. “La gente sale allí como si hubiesen ganado la copa del mundo; yo soy incapaz; me da muchísima vergüenza”.

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​Aspecto de una de las mesas del comedor. 

En cuanto a los mecanismos de trabajo y creatividad, Arginzoniz no saca más punta al asunto que la estrictamente necesaria: “Aquí no trabajamos con equipos de creatividad ni departamentos de I+D. Etxebarri soy yo y las recetas no están escritas, las tengo en mi cabeza. Por eso cuando yo no estoy, o estoy de viaje, el restaurante está cerrado. Eso también habla de un ciclo: cuando yo ya no esté, Etxebarri, tampoco estará. Así son las cosas, aquí ya lo sabemos”.

Y aunque en la remota aldea de Axpe –en la comarca del Duranguesado, a pocos kilómetros del Parque Natural de Urkiola– nadie se rasgue la vestiduras por ello, quien quiera oír que oiga: alguna vez en la vida hay que vivir la experiencia de probar la cocina de este cocinero inusual, de este asador genial, de este ser humano algo críptico que ha sabido domar las llamas y apaciguar las brasas para usarlas en beneficio del placer gastronómico.

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