OPINION

El mejor país del mundo para ser niño

Congreso de los Diputados, debate de investidura
Congreso de los Diputados, debate de investidura
EFE

Yo no sé si España será algún día el mejor país del mundo para ser niño. El presidente en funciones y candidato a la investidura Pedro Sánchez afirmó el lunes que éste era su objetivo. Pero de lo que estoy casi segura es de que ya somos el mejor país para ser irresponsable. En el más amplio y pueril sentido de la palabra. A mi parecer, las sesiones parlamentarias de debate y votación de la investidura (fallida) han sido buena prueba de ello. Niños cuarentones de amplio espectro nos han hecho un despliegue del catálogo completo.

Los niños son egoístas, temerarios, ajenos a cualquier realidad que no sea la de su micromundo. Son, por definición, exhibicionistas, caprichosos, petulantes. No conocen la humildad, la generosidad ni la mesura. No son razonables. Para un niño el futuro no existe, porque es incapaz de imaginar escenarios probables diferentes a los de su presente inmediato o a los que ocupan su minúscula mochila de experiencia. Los niños son soberbios, porque carecen de la capacidad para ponerse en lugar del otro. Los niños pueden hacer los desplantes más groseros sin inmutarse. Los niños no disimulan su enfado, se enrabietan, lloriquean y sobreactúan. Son niños.

Los niños pueden repetir como loros las frases que escuchan a los adultos, aunque no las entiendan y estén pensando en otra cosa. Pueden decir, por ejemplo: “una sociedad de mujeres y hombres, libres e iguales, en armonía con la naturaleza”, cuando en realidad imaginan un despliegue de policías y gafas oscuras junto a un coche presidencial. También pueden recitar: "vamos a votar no al plan Sánchez y a su banda" a la vez que hacen una lista de invitados a un cumpleaños, o "las ONG ni representan a los inmigrantes ni los salvan, son la colaboración necesaria con las mafias que se lucra con los seres humanos", mientras pelean por atarse bien los zapatos. Incluso son capaces de canturrear que "las vascas y vascos no respaldaron la Constitución" o "merecemos todos que los hijos de Aznar y don Pelayo nos pasen por encima" mientras se comen una bandeja de donuts. Son niños.

Un niño puede humillar como nadie, hasta al que era su mejor amigo un minuto antes. Y hacerlo en público, o chivarse al profesor de cualquier secreto previo. A veces tan solo porque se ha sentido ninguneado en el patio el día anterior. Y también es capaz de olvidarse de todo enseguida y volverse inseparable de quien le da la mitad de su bocadillo en el recreo. Un niño se puede subir a la encimera y decirte que si se cae o te destroza la cocina entera es culpa tuya, porque no le has dado el tarro de galletas para que se atiborre. Pero hablamos de niños: de pequeños seres humanos a los que tenemos mucho que enseñar y ofrecer, de modo que puedan convertirse en adultos responsables que hagan del mundo un lugar mejor.

Vivimos en un mundo en el que cada vez es más difícil tener certezas. No tenemos ninguna seguridad acerca de lo que ocurrirá en la segunda votación para investir al candidato a presidente del Gobierno de España. Es posible que salga adelante, y que, a continuación, Irene Montero sea vicepresidenta telepática de una cartera insospechada. Puede que los votos de los separatistas y nacionalistas lo posibiliten, por acción u omisión. Y también puede que ese bloqueo de tres años del que hablaba Sánchez (cimentado en su “No es no”, la tautología patria del nivel y edad del “Brexit es Brexit”) se perpetúe con unos presupuestos imposibles de aprobar. O puede que el 10 de noviembre haya nuevas elecciones, y la ciudadanía se harte definitivamente de esta deriva infantil y paralizante. Pero hay algo de lo que sí podemos estar seguros: no nos encontramos, ni mucho menos, en las mejores manos para garantizar el plan de futuro que necesita nuestro país, pero es responsabilidad nuestra, de los adultos, hacer lo debido para que eso cambie. Y que España sea, sin coletillas, el mejor país para ser.

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