OPINION

Ada Colau y la anatomía salvaje de las inauguraciones

Ada Colau piensa que cambiar el mundo es sentarse en el suelo habiendo sillas libres. Ahora ha dejado plantado a Felipe VI en la inauguración del Mobile World Congress de Barcelona para no darle la mano al Rey. Confunde educación con reivindicación. Como gesto, no pasa de suponer una descortesía, pero tiene su importancia porque resulta crucial todo lo que sucede en las inauguraciones. Históricamente, España ha sido lo que ha pasado mientras se cortaba una cinta. Una de las pocas certezas que he alcanzado es que para conocer de verdad a un político hay que esperar al tercer doble de cerveza sin tapa o a la inauguración de una feria. Dice el conocimiento popular que para saber cómo es fulanito, hay que darle un carguito, pero aún más efectivo es meterlo en la vorágine del primer día de algo.

Estos momentos tienen un encanto ceremonial revelador, pues llevan al político a niveles de ansiedad nunca vistos. Pasa así. El día arranca tranquilo en los pasillos de tal o cual feria; no hay gente, naturalmente, pues no se ha inaugurado nada aún. De pronto, sobre la moqueta se comienza a sentir cierta energía electrizante. Va a suceder algo. En la calma, a lo lejos, cruza el pasillo vacío un fotógrafo a la carrera, y después otro más allá en otra esquina. Llevan sobre el pecho un chaleco con bolsillos llenos de objetivos enormes y cilíndricos como munición de guerra. Se agazapan aquí y allá, a cubierto detrás de un stand, sobre los mostradores, como la avanzadilla de un ejército que se interna en las ruinas de una ciudad reconquistada. Cada uno tiene un plan distinto para disparar, pero a la hora de la verdad, todos los fotógrafos se ponen en el mismo lugar, detrás de la misma cinta y hacen la misma foto. Siempre discuten igual, se dicen las mismas cosas, se dan los mismos codazos. Cuando se juntan, comienza el baile.

Los Reyes son los que inauguran las grandes cosas, naturalmente. Entre las capacidades de los representantes de la Corona está la de caminar con parsimonia en las inauguraciones en mitad de la barbarie y mantener con aire aparentemente interesado conversaciones del todo intrascendentes.

En las ferias hay pelea porque hay escasez de sitio. España, que es su jerarquía, no cabe en un pasillo de Ifema, así que al lado del jefe del Estado circula normalmente el ministro del ramo, que hace como que le enseña cosas, y después los secretarios de Estado, los directores generales, los presidentes de la comunidades autónomas implicadas, los consejeros, los delegados, los alcaldes, los concejales, los técnicos, los que quieren un contrato, el de la videografía, un escultor de Murcia, el primo de alguien y otro que pasaba por allí y que entró en la melé en el Pabellón 2 y, cuando la procesión llega al Pabellón 8, aún no ha logrado zafarse del tumulto. Nadie quiere perder una sola fila en la escala. En política, cada cual es el puesto que mantiene en la pirámide salvaje de las inauguraciones y no está dispuesto a abandonarlo. Algunos de esos han tenido que vender a su madre para estar allí, solo dos filas por detrás del consejero, en franca pugna con los de la oposición y, sobre todo, con los suyos, y no van a renunciar. Empujan, dan codazos, intentan adelantar porque saben que los de detrás quieren quitarles algo más que la cartera.

Cada vez hay menos sitio. Cada vez son más. Toda esa constelación de cargos va enfrascándose por la estrechísima ratonera de los pasillos e inician una lucha terrible y febril por la supervivencia, como los ñus del África cuando cruzan el río Mara, como los almonteños cuando saltan la reja. Los de atrás de la columna, que cada vez son más para el mismo espacio pues al contrario que la pirámide demográfica de las pensiones, la pirámide trófica de la política se ensancha por las bases, caminan en franca pelea por no perder el puesto, y poco a poco van retorciéndose fruto de la presión y se escurren hacia fuera por las fisuras del lecho como si fueran masa de churros.

Hay gente que ha estado en esas luchas a la que han tenido que extirparle un órgano, pero el bazo es un precio menor a cambio de compartir plano con Don Felipe en el informativo de las tres. Ninguno se priva de ese placer de una foto inaugurando algo; ni siquiera la sagaz Ada Colau, que montó el lío en la recepción, pero que no se perdió el desfile. Una foto bien vale un apretón, aunque sea con el Rey.

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