OPINION

Los hutongs que esconde España: de la banca al coronavirus

El presidente visita la fábrica de Hersill
El presidente visita la fábrica de Hersill
JuanJo Martín/EFE

Milagro económico español. Así se llamó. Corría el año 2004 y publicaciones estadounidenses como ‘Newsweek’ pretendían acuñar un concepto que, en realidad, ya había hecho fortuna en España, en otra España. Fue de la mano de los llamados ‘tecnócratas’, en la década larga que se prolongó entre 1959 y 1974, cuando la economía salió de las catacumbas y el subdesarrollo franquistas para embarcarse en un plan de industrialización y apertura desconocido hasta entonces. Por sus aceleradas tasas de crecimiento, no falta quien se refiere a esa España como la China de los sesenta. El ‘segundo milagro’, el de José María Aznar, fue el de los años de auge de las privatizaciones, los campeones nacionales y el círculo virtuoso de Rodrigo Rato. Una época con tasas de crecimiento al 4% que alumbró mantras que luego repitieron políticos de todo pelaje. Uno de los más celebrados, la salud de nuestro sistema financiero, mascarón de proa de aquel país de fantasía cuyos bancos derribaban fronteras para hacerse fuertes en Wall Street o la City. El mundo se les quedaba pequeño. Hasta que un día llegó con la rebaja el tío Paco, que al parecer estaba viajado y cuyo primer apellido -lo descubrimos un día de 2008- era Lehman.

El drama quemó actos. Hasta que en julio de 2012, con el hoy vicepresidente del BCE Luis de Guindos al frente de la economía, se firmaba un rescate con las autoridades europeas de hasta 100.000 millones de euros. El Memorandum of Understanding (MoU) que venía anexo a la ayuda imponía duras condiciones a la economía y al sistema financiero. Más ratios de capital, control de los sueldos, puerta abierta a las liquidaciones… Aquel gran transatlántico, envidia de todo el mundo, se convertía de un día para otro en un Titanic, en una goleta con múltiples vías de agua incapaz de surcar los mares. Desde entonces, una batalla lingüística que no ha cesado. Los políticos que pidieron aquellos fondos se han esmerado en defender que no se rescató a la economía, sino a los bancos. Y los bancos sanos -que los había entonces, como los hay ahora- en inmortalizar el mensaje de que aquella debacle fue exclusivamente una crisis de las cajas de ahorro, o sea, de las entidades que gestionaban los políticos. Vuelta a los mantras, a las coartadas, a las verdades a medias. No ha sido la única en estos años.

Por terrible que esté siendo la crisis sanitaria que vive España a resultas del Covid-19, peor sería atrincherarnos otra vez en nuestras propias mentiras. Como sucedió con la banca, durante años hemos atendido sin inmutarnos a políticos de PP y PSOE que ensalzaban con un rosario de palabras huecas la alcurnia de nuestro sistema sanitario. Lo hacían al tiempo que defendían unos Presupuestos Generales del Estado que incluían exiguas partidas para un Ministerio que apenas contaba con competencias, la gran mayoría de ellas repartidas entre las diferentes comunidades autónomas. No hurgamos los periodistas en las carencias de ese modelo ni reclamamos mayor sensibilidad para una estructura ministerial que ahora se ha revelado decisiva. Era un tema que no vendía en la refriega política. Por tanto, nadie debería llamarse a engaño al comprobar que el departamento que encabeza Salvador Illa carece de la organización, de los protocolos y hasta de los perfiles para acometer la gestión de unas compras que nunca ha llevado a cabo. Errar con algún proveedor, como ha sucedido, es lo mínimo que puede acontecer.

En esta línea, alguna reflexión merece que el superlativo sistema sanitario del que se han jactado las administraciones las últimas dos décadas apenas contara con entre 9 y 10 UCI por cada 100.000 habitantes cuando llegaron las épocas duras, cifras muy similares a las de Italia. Alemania, por el contrario, dispone de casi 30. Es más, en total suma 25.000 camas con los anhelados respiradores. Casualidad o no, los 97.047 casos diagnosticados en el país teutón solo han derivado, por ahora, en 1.476 muertes, lo que supone una tasa de mortalidad del 1,5%. Ser crítico con Alemania por su escasa solidaridad a la hora de mutualizar la deuda en el marco comunitario -que es legítimo y pertinente- no debería ser contradictorio con la autocrítica y con tomar algo de ejemplo. La España del eterno déficit público, con un porcentaje de sus ingresos altamente comprometidos año a año para sufragar desempleo, pensiones y coste de la deuda, no puede plantearse inversiones estratégicas a futuro. Se trata de parchear, con la sanidad y la investigación como excesos de ricos. Sin contar con que el país, con una demografía de alto riesgo por lo envejecido de la población, también hubiera hecho bien en adelantarse a la jugada y, a la manera alemana -o incluso coreana-, haber apostado por hacer acopio de test cuando tocaba, véase en enero. Es la visión que se demanda a los gobernantes, los mismos que renegaron del uso de mascarillas -probablemente porque también se había perdido el tren del abastecimiento- cuando en los próximos días van a promoverlo como el bálsamo de Fierabrás.

Del mismo modo, la propia administración de los datos oficiales destapa las grietas de una gestión recorrida por la imprevisión y donde los ‘reinos de Taifas’ que conforman las comunidades autónomas hacen de su capa un sayo para refrendar -o justificar- su propio desempeño político. Para empezar, no es de recibo que dichos guarismos arrojen una letalidad en el entorno del 10%, una de las más elevadas de nuestro entorno y alejadísima de países en principio comparables, como la propia Alemania o Corea del Sur. La interpretación más obvia a esa disparada tasa enlaza con la evidente y brutal infravaloración del número de contagiados, resultado último de la citada falta de test. Del mismo modo, la creciente decisión de algunas comunidades autónomas de facilitar los datos de ingresos en las UCI en función de criterios de prevalencia (que limita la contabilización a los casos existentes y no los acumulados) también invalida las series históricas y cualquier esfuerzo de comparación. Si los datos son clave para la toma de decisiones, como insiste Fernando Simón e incluso ministros del Ejecutivo, no es para estar precisamente tranquilos. Por ejemplo, ¿con qué garantía se levanta un confinamiento con cientos de miles de contagiados ‘emboscados’?

En el Beijing que estaba a punto de albergar los Juegos Olímpicos, unos mil kilómetros al norte de la zona cero del virus, sorprendía atisbar el avance extraordinario de los rascacielos que jalonaban las 'mega autopistas' que circunvalan la ciudad. Levantados en tiempo récord por obreros que trabajaban 24 horas y siete días a la semana sobre andamios de bambú, escondían tras de sí otra realidad. Y es que bastaba un paseo por las inmediaciones de Tiananmen para descubrir humildes ciudades de hutongs, tan fascinantes como reñidos con la higiene. Además de la solidaridad y los héroes, la crisis del Covid-19 ha sacado a luz nuestras particulares miserias, lo que hay detrás de los oropeles y el dudoso sello de calidad europeo, nuestros hutongs. Como en su día sucedió con la banca, las vergüenzas enseñadas por el modelo sanitario, además de las taras de una gestión presupuestaria basada en partidas que se suben o se bajan pero que no se cuestionan, deberían abrir un debate de largo aliento. Resulta clave decidir qué país queremos ser en el futuro, en qué queremos gastar el dinero de nuestros impuestos y qué valores queremos abrazar como sociedad. A partir de ahí, presupuesto de base cero. Copenhague decidió un día que quería ser la primera ciudad con cero emisiones en 2025. Los ciudadanos, primero, y los políticos, después, se pusieron a trabajar por un objetivo deseado y común. Margarita Robles, ministra de Defensa, acertó al subrayar que la humildad es clave para afrontar el mundo nuevo. Toca mirar con otros ojos. Los del compromiso. Ya no se entendería otra cosa.

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