Luz de cruce 

Lo que faltaba: ahora la lengua oficial del Estado es el catalán

Fotografía del mazo de un juez
Lo que faltaba: ahora la lengua oficial del Estado es el catalán. 
Imagen de Arek Socha en Pixabay.

Como el agua puede transformarse en vapor, también el Estado de Derecho puede mudar de naturaleza mediante la suma paulatina de cambios en sí mismos insignificantes. Desde su arranque constitucional en 1978, la democracia española ha sido calada hasta los “gitanales” por una especie de lluvia fina que ha terminado por anegar el foro de la política civilizada.

El Estado de partidos no es un fenómeno nuevo. Robert Michels, un discípulo de Max Weber, ya nos dejó, antes del estallido de la Segunda Guerra y desde una perspectiva socioliberal, un análisis muy perspicaz sobre el comportamiento de los partidos y su voluntad de conquista de las instituciones públicas. Entre nosotros descuella el estudio del sistema de partidos moderno realizado por el inolvidable Manuel García Pelayo.

El Estado de partidos era el reverso del Estado de Bienestar. Era, en la posguerra europea, un sistema político aceptado masivamente para gestionar el capitalismo popular, devengado por el crepúsculo de las ideologías. Los tecnócratas, fríos y eficientes, no habían hecho el bachillerato político en los partidos. Fueron cooptados por unos partidos que extendían sus tentáculos hasta los claustros de las instituciones educativas más elitistas del país. La legitimidad de los partidos dependía de la razón práctica necesaria para administrar el interés colectivo, ¡y qué mejor seminario para seleccionar a las elites tecnocráticas que la Academia! Los partidos apelaban al sentido común y al egoísmo civilizado de una sociedad semiculta y ociosa, formada en la lectura del periódico, los clubes de libros, los debates confesionales…, toda una sociedad en transición desde la participación política de masas hasta su atomización individual en la megalópolis y la sustitución de la participación activa por la gestión de los cuadros intermedios. Entre las élites de los tecnócratas y unos consumidores con tendencia a la despolitización, la anomia y la inercia “descivilizada”, la mediación política era la función primordial de los partidos. El Estado de partidos renano se basaba en la alternancia, el pluralismo y el respeto a las minorías. Los obreros especializados y los trabajadores de cuello blanco tenían barriguita cervecera, sus sindicatos les pagaban el veraneo en Benidorm y su conformismo moral propiciaba una sensación de estabilidad fría, calculada y racional. Hasta la llegada del neoliberalismo, la globalización y sus estragos financieros.

Un Estado de partidos idóneo para el populismo

El mayor fracaso de la llamada “Transición” fue su despreocupación respecto a la educación democrática, su falta de paternidad responsable a la hora de contribuir a la formación de una sociedad de ciudadanos, no de espectadores pasivos y, últimamente, de energúmenos. Es verdad que la falta de demanda social ha propiciado la indolencia ciudadana del Estado de partidos militante. Aunque la “profesionalización” de la carrera política –empieza uno en las Juventudes del partido y acaba en Paradores de España- tampoco ha contribuido demasiado a oxigenar la vida política de España.

Sea como fuere, los panfletarios políticos españoles, de cualquier signo ideológico, apelan a la irracionalidad y al sentimentalismo infantil de sus clientes. Es el Movimiento-comunión tan exaltado por el franquismo. Reír y llorar son un vicio adictivo. Siempre quieres un poco más.

Los partidos emocionales son partidos totalitarios (con alternancia). Se expanden hasta invadir los capítulos más nimios del individuo y de la sociedad. En el sistema de partidos de “telecinco”, la “sexta” y el embarazo de la Obregón los partidos son más que partidos. El partido es el corazón que bombea la sangre a sus apéndices: los medios de comunicación, el tejido institucional, la Justicia. Todo en nombre de la barbarie estupendamente retribuida (para los jefes y sus maulas en los aparatos del Estado). El Estado de partidos de nuestro país parasita todas las instituciones públicas y expulsa a los competidores al desierto político. Gobernar es expoliar.

La lengua oficial de España es el catalán

Una entidad mercantil, en relación con un asunto que no viene al caso, acudió en 2020 a la jurisdicción contencioso-administrativa para impugnar un acuerdo del Consejero del Territorio, Energía y Movilidad del Gobierno de las Illes Balears. El conocimiento y resolución del recurso correspondió a la Sección Primera del Tribunal Superior de Justicia (TSJ) del archipiélago. Todas las fases del procedimiento se documentaron en el idioma oficial del Estado, el castellano. Todas menos su colofón. La sentencia, fechada el 30 de abril de 2021, fue redactada, de la cruz a la raya, en catalán. Daré el contexto político adecuado. La sentencia se dictó en la época de Francina Armengol, una señora que opina que el castellano es un idioma de mono de obrero manchego con alpargatas.

Un puntito adicional de contexto: las asambleas legislativas autonómicas pueden proponer al Consejo una terna para la designación de los magistrados de algunas salas de los Tribunales Superiores (artículo 330 de la Ley Orgánica del Consejo del Poder Judicial).

El 6 de mayo de 2021, la entidad recurrente solicitó la aclaración de determinadas menciones contenidas en la sentencia, que fue concedida por auto del 16 de junio siguiente, redactado asimismo en catalán. El 29 de junio de 2021, la empresa pidió la traducción al castellano del auto de aclaración. ¿Por qué? Simplemente porque, al no conocer bien el idioma catalán, se le escapaba el significado preciso de algunas expresiones del auto de aclaración (¿o, quizás, de confusión?) Mediante nuevo auto de 30 de junio de 2021, el TSJ de las Illes Balears denegó la solicitud de traducción efectuada por la recurrente. Según el Tribunal, la traducción no encajaba en ninguno de los tres supuestos mencionados por el artículo 231.4 de la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ). O sea: (I) cuando la resolución judicial deba surtir efectos fuera de la jurisdicción en la que se adoptó; (II) cuando así lo dispongan las leyes, o (III) a instancia de parte que alegue indefensión.

Barbarie judicial (primera parte)

¿No alegó indefensión la empresa cuando instó la traducción del auto al castellano aduciendo que no entendía bien la lengua cooficial en la que aquel estaba redactado? Desde luego que sí. Pero como más de un juez “ordinario” -stricto sensu- confunde la Justicia con la sofistería, nuestra empresa se vio obligada a repetir en reposición, invocando lo obvio. ¿Y qué es lo obvio en este caso? Pues el artículo 3 CE, que señala al “castellano” (aunque una filóloga cervantina muy querida me dice que la Constitución padece error al situar en el mismo nivel el “castellano” y el idioma “español”) como la lengua oficial en todo el Estado, al mismo tiempo que prescribe la obligación de todos los españoles de conocerlo. También el derecho que tenemos todos los españoles de hablarlo. De forma increíble, los sofistas del tribunal balear se sacaron de la manga –auto de 20 de octubre de 2021- la carta tramposa de que no basta el precepto constitucional. Lo que cuenta, según el nacionalismo judicial mentecato, es que el uso de una lengua cooficial –limitada a un ámbito territorial subsidiario del estatal- le haya ocasionado a la parte procesal una indefensión real y efectiva, circunstancia que los popes tribunicios no sólo no advierten en dicha litis por lado alguno, sino, para echar más leña al fuego, sino que también afirman que la supuesta indefensión debería ser demostrada por el interesado, en una inversión con doble tirabuzón de la carga de la prueba. O, dicho en román paladino: “Quien lo huele, lo tiene”.

Barbarie judicial (segunda parte)

El 25 de octubre de 2021, la mercantil apaleada por los magistrados insulares solicitó el amparo del Tribunal Constitucional (TC). El inteligente lector de La Información ya sabrá de antemano en qué dirección ha ido el veredicto. En un Estado de partidos, todas las instituciones públicas son dominadas por el dueño de los apoyos parlamentarios del partido que dirige el Gobierno. A nadie le extrañará, por tanto, que el rebaño del TC se haya disgregado según la disciplina a la que están sometidos los magistrados militantes de cada partido. Naturalmente, como en ese momento Pedro Sánchez y su ejército de coalición tenían el mayor número de peones a su servicio en el TC, ha ganado la facción capitaneada por el pomposo don Cándido Conde. Su lugarteniente, una señora llamada María Luisa Segoviano, ha sido la autora de la sentencia. ¡Menudo ponche has cocinado, Segoviano! 

En una de las sentencias más estúpidas en la historia del TC, se proclama enfáticamente que no es competencia del Alto Tribunal pronunciarse sobre la interpretación de las normas orgánicas que regulan el uso del idioma oficial del Estado –el “español”- en los procedimientos judiciales (FJ 1). Don Ramón Sáez Valcárcel, por ejemplo, que es el doble de Eden Hazard, la famosa estrella del balompié al que el Real Madrid le pagó una fortuna para figurar en la foto oficial del primer equipo y después tumbarse a la bartola, tiene muy pocas ganas de trabajar como jurista pero muchas más para dar grandiosos discursos sacados del catecismo del movimiento apostólico en el que milita, aunque obviamente no se ha sacado el carnet. El mismo don Ramón que, desde la Audiencia Nacional, absolvió a los asaltantes del Parlament, motivando puerilmente su voto porque los que tuvieron que escapar en un helicóptero policial del edificio o manchados de pintura verde inquisitorial no representaban al pueblo porque entonces no había libertades en España. Ahora, desde la llegada de nuevos capataces del Derecho Constitucional al TC, los secuaces ideológicos como don Ramón han importado con ellos las libertades básicas a nuestro país. ¡Ay, Ramón!: tú, ¿a quién representas?

Como no hay perla sin su pareja, el TC también comete la payasada (FJ 3) de no meter la cuchara en los asuntos ordinarios de los tribunales relativos a la lengua de los procedimientos. La revisión constitucional –dicen los próceres de la razón jurídica- únicamente se justifica si el idioma utilizado ha producido una indefensión real y efectiva, nunca potencial o abstracta. ¡Qué recatado es el TC cuando se envuelve en la toga legislativa, como sucede en este caso. Porque la LOPJ no dice nada de lo que dice la “facción progresista” del TC. Naturalmente, la “facción progresista” se lava las manos como Pilatos se lavó las suyas en un juicio de menor cuantía.

La sentencia del TC (FJ 4) exige, como requisito habilitante de la traducción, la alegación previa de indefensión por el solicitante, que en este caso no se produjo. La empresa “consintió” la redacción de la sentencia en catalán, primero, y después tampoco dijo esta boca es mía cuando solicitó la aclaración de aquella para comprender un extremo sustancial de la resolución, sin aducir dificultad alguna de comprensión lingüística. Solo pidió la traducción al “español”, de forma extemporánea, en la tercera ocasión, al solicitar la traducción del auto que resolvió la aclaración. No se puede dar la razón a los que intervienen en el proceso apartándose de sus actos propios anteriores. Esto, en síntesis, es lo que dicen los garantistas de nuestras libertades básicas.

La demandante en amparo aduce que no entiende el texto en catalán. ¿Qué le responde el supuesto Tribunal de garantías? Que le importa un bledo. Para el TC lo que verdaderamente cuenta es “…que no se ha acreditado ningún tipo de dificultad a la comprensión de la lengua”. Y, en un alarde de superación preternatural, el Tribunal de garantías afirma que es contrario a la buena educación invocar el artículo 24.1 CE “… sólo en términos del eventual incumplimiento de un supuesto derecho de opción de la entidad demandante del uso de la lengua castellana en el proceso”.

La objetividad y la certeza de la Ley

Todos los ciudadanos de nacionalidad española tenemos derecho a la traducción al idioma “castellano” (o “español”) de las actuaciones judiciales redactadas en una lengua cooficial autonómica. Si no fuera así, existiría una indefensión constitucionalmente relevante. Una recta interpretación del ya mencionado artículo 231.4 LOPJ no permite el sectarismo exhibido por la mayoría constitucional en el asunto de autos. ¡Donde la ley no distingue, no cabe distinguir! El conocimiento del idioma castellano es obligatorio. El de las lenguas autonómicas, no (STC 56/1990, STC 105/2000, STC 253/ 2005).

La parte afectada no tiene la obligación de acreditar que desconoce la lengua cooficial. Lo contrario significaría la articulación de una prueba diabólica. En buen Derecho, nadie debe ser forzado a demostrar un hecho negativo, en este caso la ignorancia de la lengua catalana.

El sintagma clave es “alegar indefensión”. Es el único requisito que exige el artículo 231.3 LOPJ para obtener, automáticamente, la traducción. Si los magistrados “progresistas” se han sacado de la chistera el verbo “demostrar”, allá ellos con su ambición de medrar en “su” partido sin dignidad, sin amor propio, sin vocación jurídica para garantizar los derechos fundamentales de los ciudadanos perseguidos por el poder. El TC ha violado el Estatuto de Autonomía balear. Su artículo 4, al mismo tiempo que califica el catalán de lengua propia de las Islas, expresa rotundamente la condición de lengua oficial del territorio que también ostenta el idioma español. Este último debe ser respetado por todas las instituciones, de cualquier ámbito, con competencias en el territorio autonómico.

Si hay que explicar los rudimentos del Derecho después de cuarenta y cinco años de Constitución, quizás lo mejor sea salir huyendo de un país donde no cabe un tonto más en las instituciones del Estado.

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