Luz de cruce 

María Jesús abre un estanco

María Jesús Montero
María Jesús Montero, ministra de Hacienda.  
EUROPA PRESS

La actual ministra de Hacienda, María Jesús Montero (Sevilla, 4 de febrero de 1966) militó en movimientos cristianos de base. A la inquieta 'Marisu' –empapada hasta las cachas por la lectura de la encíclica “Rerum novarum”, del Papa León XIII- siempre le preocupó “la cuestión social”. Una vocecita interior le decía a María Jesús, un día sí y otro también, que su compromiso con los pobres no la llevaría a difundir los hechos de los apóstoles en el corazón de África, más o menos en el espacio delimitado por los ríos Congo y Zambeze. La voz interior le susurraba a su corazón que no estaba llamada a ser la madre superiora de las agustinas recoletas de Kinsasa. Que el reino de María Jesús estaba en este mundo occidental y que su misión redentora la obligaba a tomar partido (político, se entiende). Así que obedeció la frecuencia sonora de la vocecita acercándose a las Juventudes Comunistas de Triana, si bien- como el compromiso por la igualdad y la causa de los pobres le exigía un esfuerzo supererogatorio- dejó de coquetear con los comunistas y decidió entrar en un partido anticapitalista más serio: el PSOE de Pepote Rodríguez de la Borbolla, un hombre mayor, orondo y partidario del Fino La Ina y de la revolución social.

Según tengo entendido, el cristianismo (el de la base y el de la cúpula) es una religión monoteísta. Sin embargo, María Jesús se ha desviado tanto de la norma sagrada que, si hubiera nacido un siglo antes, habría figurado por méritos propios en la “Historia de los heterodoxos españoles””, del polígrafo nacional don Marcelino Menéndez Pelayo. Ignoro si María Jesús, traspasado el vergel de su mocedad, perseveró en su fe en Cristo Jesús. Hoy no, hoy es una oveja descarriada que, a mi entender, calienta a sus polluelos fiscales en un nido binario, en una categoría que le parece repugnante a su homónima de Igualdad, Irene “la montaraz”. María Jesús es una ministra bicéfala. 

La Ley 11/2021, de 9 de julio, establece un nuevo sistema de cálculo de la base imponible de varios tributos cuando se adquiere un bien inmueble. El nuevo procedimiento finaliza con la asignación administrativa del “valor de referencia” para cada inmueble. Se trata de una valoración anual que realiza el Catastro Inmobiliario y que no admite réplica, salvo en el supuesto de que el “valor de referencia” exceda el de mercado. El “valor de referencia” es una arbitrariedad que –visto como está el patio- tiene un marchamo “estructural” de injuria que desborda el terreno pantanoso de las contingencias “patológicas”. Por si lo anterior no bastara, la Administración puede reconvenir la presentación de un informe pericial que acredite que el “valor de referencia” supera el de mercado. ¿Cómo? La Administración juega con las cartas marcadas, pues nada le impide, en mi opinión, enervar el informe del contribuyente a través de un procedimiento de comprobación de valores. La Administración puede valorar dos veces. Y también fusilar al contribuyente díscolo por delante y por detrás.

El alcance del “valor de referencia” es limitado. Afecta a unos tributos –Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones (ISD) y asimismo al Impuesto sobre Transmisiones Patrimoniales y Actos Jurídicos Documentados (ITPYAJD)- pero no a otros, como el Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas (IRPF) o el Impuesto sobre Sociedades (IS). Dicha asimetría produce mucha confusión y muchos malentendidos a los contribuyentes que pagan la aberración de Montero con algo más tangible que un dolor de cabeza.

Voy a poner un caso muy frecuente en la realidad cotidiana. Un individuo pacta con un semejante venderle su casa. Acuerdan un precio que consignan en la escritura de compraventa. El vendedor causa un hecho imponible sujeto al IRPF, por el capítulo ganancias/pérdidas de patrimonio. La base imponible se determinará por la diferencia entre el valor de adquisición y el de enajenación del elemento patrimonial. Según el artículo 35.2 de la Ley del Impuesto, el vendedor deberá declarar, como valor de enajenación, el importe real de la transacción, una vez deducidos los gastos y tributos inherentes a la transmisión. El importe real será el efectivamente satisfecho, siempre que no resulte inferior al valor de mercado, en cuyo caso prevalecerá este.

Por su parte, el comprador del inmueble, aun no siendo contribuyente actual del IRPF por la incorporación del bien a su patrimonio, deberá computar, a los efectos de una futura e hipotética transmisión del inmueble, el importe real ya mencionado, al que añadirá los gastos y tributos inherentes a su adquisición.

El comprador, no obstante, sí estará sujeto al pago del ITPYAJD. Aquí no podrá echar mano del importe real de la adquisición porque la señora Montero le impone, lo quiera o no el adquirente, tributar por una base distinta, el ya mencionado “valor de referencia”. ¿Se acuerdan ustedes del lema “Hong Kong, una sola China, dos sistemas distintos”? Es el favorito de María Jesús pero al estilo trianero: “Un mismo inmueble, dos valores distintos, y que salga Lorenzo por Antequera”.

Es un callejón sin salida para todos, incluida la Dirección General de Tributos (consulta de 15 de julio de 2022). Lo que nos lleva al disparate –reconocido por la Agencia Tributaria, Consulta Informa 146066- de declarar en el IRPF el precio efectivo de adquisición cuando, a efectos del ITPYAJD, el Catastro nos hace comulgar con las ruedas del molino de un “valor de referencia” superior. Un valor para un impuesto y uno distinto en la liquidación de otro (que, obvio es decirlo, impactan sin ton ni son en el importe de las cuotas a abonar). O sea: Pili y Mili, pero una rubia y su hermana morena tirando a violeta.

La ministra ha renunciado a su monoteísmo juvenil y, ya en su presunta madurez, también al principio de unicidad fiscal. Una pérdida de fe que ha provocado su adhesión perturbadora al principio de estanqueidad tributaria (lo que vale para un impuesto es un obstáculo para otro). El maquiavelismo descarnado de María Jesús la ha llevado a gestionar los impuestos patrimoniales invirtiendo a su favor la carga de la prueba sobre valor del inmueble. A esa intención sinuosa responde, sin más, el establecimiento de los famosos “valores de referencia”. A pesar de que constituyen un atentado a la seguridad jurídica de los ciudadanos.

En materia de valoraciones, hay dos axiomas “montaraces” que contradicen el derecho constitucional a la seguridad jurídica (artículo 9.3 CE). El primero, de origen legislativo, es el concepto indeterminado valor real o valor de mercado, un enigma que, sobre todo en los negocios gratuitos, no está al alcance de Einstein. En cualquier caso, la determinación del valor real exige una apreciación técnica -siempre discutible- por parte de la Administración. Si ya es difícil apreciar correctamente el valor (“solo un necio confunde valor y precio”), es casi misión imponible afinar el tiro en las transmisiones gratuitas.

El segundo axioma maligno es la dispersión de modalidades de valoración según el impuesto de que se trate. Esta agresión al derecho a la seguridad jurídica de los ciudadanos –que un mismo bien tenga distintos valores- encaja perfectamente –según una arraigada denominación jurisprudencial- en el principio de estanqueidad tributaria.

Es un disparate que la Administración disienta de una primera valoración efectuada por la propia Administración y no respete el principio de buena fe (artículo 7 del Código Civil) en el conjunto de su actividad. Es un abuso de derecho que destruye el principio de confianza legítima de los ciudadanos en sus instituciones. La seguridad jurídica, en los valores inmobiliarios, obliga al Estado a acercarse lo máximo posible al principio de unicidad. Es una línea dibujada de antiguo por el Tribunal Supremo: (sentencias, entre otras, de 10 de enero de 1986 y 25 de junio de 1998). Esta última sostiene que, una vez fijado el valor de un bien –generalmente, el valor real-, la Administración queda vinculada al mismo para todos los tributos. Y no solo eso. La valoración de un inmueble efectuada por una Administración tributaria vincula a las demás, sea cual sea su ámbito territorial.

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