Luz de cruce 

Solo los ricos disfrutan del 'derecho al error'

Agencia Tributaria AEAT, sede
Agencia Tributaria AEAT, sede
Europa Press

En la primera Ley General Tributaria (1963), el procedimiento para determinar la deuda y efectuar el pago de los diversos tributos se descomponía en dos fases. Los trámites se iniciaban (artículo 102) con la presentación de una declaración tributaria en la que el sujeto pasivo comunicaba espontáneamente a la Administración los elementos integrantes del hecho imponible. Posteriormente se abría una fase de “comprobación e investigación” que concluía con la práctica de una liquidación por parte de la Administración tributaria.

Poco después estalló “el milagro español”, el “boom” del turismo y la construcción y, con ellos, la multiplicación de los pecheros españoles. Como la Administración tributaria seguía de lejos y con retraso el desarrollo económico del país, la gestión de los impuestos mediante el sistema de liquidaciones administrativas pidió la jubilación por incapacidad absoluta. Había llegado la colaboración forzosa de los contribuyentes a través de la implantación, para los principales impuestos (IRPF y Sociedades), del régimen de autoliquidaciones. 

La Ley General Tributaria vigente define (artículo 120) las autoliquidaciones de la siguiente manera: “Las autoliquidaciones son declaraciones en las que los obligados tributarios, además de comunicar a la Administración los datos necesarios para la liquidación del tributo y otras de contenido informativo, realizan por sí mismos las operaciones de calificación y cuantificación necesarias para determinar e ingresar el importe de la deuda tributaria o, en su caso, determinar la cantidad que resulte a devolver o a compensar”.

Es indudable que, con el sistema de autoliquidaciones, la Administración traspasa a los contribuyentes la responsabilidad derivada de la aplicación de los tributos. El endoso sería irrelevante si no fuera por los riesgos pecuniarios que comporta para el particular, especialmente en lo que respecta a la calificación jurídica del hecho imponible. Los obligados tributarios se enfrentan a la labor de interpretar y aplicar, bajo la espada de Damocles de una sanción, normas y procedimientos muy complejos.

Para eximir al contribuyente de dicha responsabilidad, hace poco ha entrado en el mercado de los fetiches jurídicos un supuesto “derecho al error”. Su creación está fuera de los cauces normativos y pertenece al ámbito judicial o doctrinal. En esta última esfera no carece de interés la Propuesta 3/2022, del Consejo de Defensa del Contribuyente.

En el orden jurisdiccional destaca la sentencia pionera (28 de noviembre de 2023) del Tribunal Superior de Justicia (TSJ) de Galicia. El TSJ de Galicia resuelve la impugnación de un particular contra la imposición de una sanción (72.681,08 euros) por parte de la Delegación de la AEAT de Galicia, luego refrendada por el Tribunal Económico-Administrativo de la región. La sanción se impuso al contribuyente (artículo 191 de la Ley General Tributaria) por dejar de ingresar parte de la cuota del IRPF 2014-2016, derivada de una venta de participaciones en una sociedad mercantil siguiendo una operativa muy compleja. Sin embargo, esta motivación por el resultado es el polvo de las eras. Para que exista una infracción tributaria se necesita, por una parte, un elemento objetivo (el perjuicio sufrido por la Hacienda Pública), y, por otro, un factor subjetivo (la culpabilidad o voluntad de causar ese daño, aunque sea a título de mera negligencia), cuya prueba y motivación corresponden a la Administración.

El TSJ de La Coruña parte del derecho a la presunción de inocencia (artículo 24.2 CE) que vincula al “ius puniendi” del Estado en todas sus expresiones, tanto las contenidas en el Código Penal como las tipificadas en el Derecho administrativo sancionador. Acto seguido, el TSJ exime al contribuyente de la sanción al entender que su interpretación legal –manifestada en la calificación jurídica de la autoliquidación- había sido razonable, pese al obstáculo de desentrañar las consecuencias jurídicas de la venta de unas participaciones sociales, estructurada en varias operaciones muy complejas en las que participaron diversas mercantiles.

A ese desenlace –la nulidad de la sanción- el TSJ lo considera una facultad jurídica de nuevo cuño llamada “el derecho al error”. No sé si esa cosa tan linda –“el derecho al error”- se vende en El Corte Inglés o en otros grandes almacenes de propiedad nacional o taiwanesa. Pero da lo mismo la ubicación del centro comercial. Lo que verdaderamente importa es la intuición popular de que no es oro todo lo que reluce.

“El derecho al error” no es más que un eslogan publicitario. En primer lugar, el error es un hecho completamente ajeno a la vida jurídica. Además, en el ordenamiento penal el error invencible provoca la ausencia de responsabilidad del agente en cualquiera de sus manifestaciones. Mientras que en el orden tributario, el contribuyente debe aceptar la regularización propuesta por la Administración y pagar las cuotas insatisfechas y los correspondientes intereses de demora y recargos. Por último, lo que en realidad reconoce el ordenamiento francés –el único en el que la figura ha alcanzado la categoría de Derecho positivo- no es un supuesto “derecho al error” sino, más bien, el derecho del contribuyente a corregir, ya sea de forma espontánea o en contestación a un requerimiento administrativo, sin la imposición de sanciones, los errores padecidos en su autoliquidación. En cualquier caso, el buen fin del “derecho al error” exige un refuerzo de las oficinas administrativas de información y ayuda técnica al obligado tributario que presenta la autoliquidación.

En el caso sometido a su enjuiciamiento, el TSJ comprobó que en la operación sancionada por la Agencia Tributaria, el contribuyente, además de contar con una gran organización a su servicio y de ser titular de cuantiosos recursos económicos, había contado con el apoyo y la colaboración de profesionales de primer nivel del sector de la asesoría fiscal. Una circunstancia que, según la sentencia (FJ 2) del TSJ de Galicia, y pese a la oposición de la Abogacía del Estado, no impide el ejercicio del “derecho al error”.

En 2023 (periodo impositivo 2022) más de 6.700.000 contribuyentes presentaron sus declaraciones del IRPF por teléfono dentro del programa oficial “Le llamamos”. A su vez, 1.437.987 contribuyentes fueron atendidos en la Oficina Telefónica de Atención al Contribuyente (COTAR) y en el Centro de Atención Telefónica (CAT). También se recibieron 2.002.834 llamadas por las unidades telefónicas de reconocimiento de voz. Igualmente (ejercicio 2020), se prestó asistencia administrativa presencial a 5.740.586 personas para la confección de la declaración del IRPF. Y fueron millones las que suscribieron y confirmaron el “borrador” de declaración remitido por Hacienda. Otro tanto se puede decir de los ciudadanos que efectuaron su declaración en la página electrónica de la Agencia utilizando el programa oficial RENTA-WEB.

Lo que quiero decir es que la inmensa mayoría de los contribuyentes apenas tiene que resolver problemas de entidad al presentar sus autoliquidaciones del IRPF y que, llegado el caso, las dificultades que aterricen sobre su ordenador serán desenredadas por los técnicos de la Agencia Tributaria que, con la financiación de los ciudadanos del común, les prestarán un servicio administrativo personalizado. En este contexto, habitual y normalizado, no tiene sentido hablar de un “derecho al error”. Simplemente, porque el error, de existir, será minúsculo y no estará vinculado ni a cuestiones tributarias complejas ni a procedimientos relacionadas con la física de partículas.

O lo que es lo mismo y contemplado desde el ángulo opuesto: si no fuera una bagatela, que lo es, el “derecho al error” sería un privilegio exclusivo para multimillonarios.

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